jueves, 26 de marzo de 2020

Día 7



Hoy puse un segundo rollo de papel higiénico.

Yo solía ser de las que despreciaban a las bacterias. Es decir: siempre me han chupado un huevo. Soy una persona limpia, me lavo las manos con frecuencia, me baño todos los días, y no voy por el mundo tosiéndole en la cara al prójimo. Considero que los picaportes de todas las puertas, los pasamanos de las escaleras mecánicas del subte, las anillas y travesaños de los colectivos, los manillares de los carritos del supermercado, todas esas superficies, son tocables, agarrables y de hecho están ahí para hacerme la vida más fácil.

Ahora, en la ciudad, veo bacterias en todos lados. No en mi casa. No solamente porque limpio más concienzudamente que antes, sino porque acá, se supone, voy a estar bien.

El útero. Nada me va a pasar en tanto y en cuanto no salga al mundanal ruido. Aunque últimamente el mundanal puede que esté, no lo sé, porque no he salido, pero con certeza el ruido está ausente.

(Me encanta eso. Una de las cosas que más me pesan de la ciudad son sus decibeles. Y su olor.)

Mientras me quede guardada, ningún monstruo va a atacarme.

Pensaba eso estos días. Lo sigo pensando. Por eso no he salido más que a sacar la basura, con mi pobre perra, que ama correr en el parque, contentísima porque caminamos para una esquina, luego hasta la otra, y después a casa.

También pensaba, cuando decidí que haré público esto que no debería ser público y que si creen que no sufre censura, creen mal, que la interacción con los demás a través de pantallas es más limpia no solamente porque no intercambiamos fluidos. Es más limpia porque las posibilidades de lastimarnos unos a otros son menores. Sí, tengo malhumor cada tanto. Se me soltó la cadena un poco cuando vi tanto huevón agradeciendo en nombre del medioambiente sin darse cuenta de que agradecían también la posible muerte de seres humanos. No es así, lo sé, pero en eso consiste mi malhumor, en irme al extremo y no definir bien los contornos de las definiciones. Un círculo vicioso donde en el fondo no se sabe cuál es el origen, y después todo, lo que se lee, lo que se escucha, se convierte en origen de ese malhumor.

Me preocupaba que también esto significara no sólo un intervalo en la cosa productiva de los seres humanos sino también, progresivamente, en la vida de los seres humanos. No vamos a trabajar (pocos privilegiado extrañan el laburo en sí). No nos vemos con nadie. No nos lastima nada. Ni las bacterias, ni la gente.

Pero no porque hayamos conseguido un idilio entre seres tal como el de Juan Raro y sus amigos (gente súper inteligente que se comunica por telepatía, una novela de Olaf Stapledon). Ni porque hayamos erradicado del planeta todas las posibilidades de enfermarnos o agredirnos. O las de caer en estupideces tales como enamorarse.

Mi malhumor ni siquiera la tocó a Niqui, porque ella es mágica y me mira y yo sonrío y todo se pasa. Pero es la única criatura en el mundo con ese poder. Mi malhumor no tocó a nadie porque no hay nadie a quien tocar.

Pensaba en eso, cuando no pensaba en si le pongo, o no, nuez moscada al puré. En cómo sigue la vida. Por eso mi intento de organizar mis horas. Para que la vida siga. Al mismo tiempo, esa sensación de estar resguardada de todo. Incluso de lo bueno. El útero debió ser un lugar muy cómodo. Pero de veras, ¿quién quiere estar flotando en líquido calentito? La muerte debe ser igual de cómoda.

Uno de estos días, en los que estaba procrastinando, seguramente, le escribí a un ex amante del que nunca dejo de estar enamorada. Terminé de escribirle y me quise golpear la cabeza como el emoji de whatsapp –un gesto que no hacía antes de la existencia del emoji.

Hoy me contestó. Pienso si le escribo una respuesta, o lo dejo ir. Y no sé porqué no lo puedo dejar ir. O no quiero. Eso es. No quiero dejarlo ir. Pero más claro que lo que me mandó, imposible. Me quiere mucho, pero no tanto. No es que haya dicho eso. Dijo que los encuentros conmigo lo desestabilizan. Y yo, pensando que él me hace bien precisamente porque no me pone en el lugar de la que ordena, de la que limpia, de la que organiza y deja todo en su lugar. Pensando que, precisamente, por eso él me hace a mí tanto bien, porque me conecta con una parte más primitiva, menos controlada, más animal e infinitamente menos neurótica. Y justo eso, que es algo que nadie, excepto él, ha tenido, él no lo quiere.

La vida sigue. Por suerte.

Día 6


Por eso las voy a poner en el blog. No solamente porque me lo pidió Maggie.

Para mirarnos, alguna vez.

O para que me vean.

Por narcicismo.

Por exhibicionismo.

Y mientras, trataré de que los textos no estén tan mal escritos.

Y en una de esas logro escribir alguna idea no tan huevona. Ni tan evidente. Pero no creo que eso suceda. En general, lo que uno piensa a lo largo de un día no sale de la huevonada y la evidencia.

Ayer llovió.

Hoy está nublado.

Ya no me duele el hombro.

Y me paso horas, literalmente, un montón de horas para diseñar una vaina que no me resulta atractiva ni a mí misma.

“¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?”

Con lo contenta que podría estar leyendo y haciendo nada más que leer, o escribir sin pensar en el otro…

Porque acá encerrada, que es el tesoro al final del arcoíris, descubro que no puedo dejar de pensar en el otro.  Que es más fácil ignorarlos cuando están. Que los miro, a algunos incluso los veo, que sus afanes son espejo de los míos. Que sus vidas son en la mía el aleteo de la mariposa, o el tsunami al otro lado del mundo. Pero ahí andan, siempre.

Para combatir la soledad. O para engañar la evidencia de soledad.

Al final, es como el anillo de Sauron. Para atraerlos.


Día 5



Hoy me subí al techo del estudio, que es el techo más alto al que puedo acceder en mi casa. Recordé al Pata, recordé una lista de recomendaciones que habíamos leído. No hacer cosas que pongan en peligro tu salud o tu cuerpo, porque cualquier problema contribuye a la saturación del sistema sanitario. Por culpa de la pierna rota de una pelotuda subida a un techo,  se puede morir uno de neumonía. Lo recordé cuando subía. Lo recordé cuando bajaba. La única diferencia con el resto de las veces que he subido a ese techo fue que mis movimientos fueron considerablemente más torpes. Eso sí, más conscientes.

Quería sacar fotos. La luz estaba bien. Quería mirar el universo que me rodea desde el punto más alto que encontré. Es más bien escueto mi universo. Cien metros a la redonda. Y ni un solo movimiento. Si había seres humanos detrás de las ventanas que hay en los edificios que se ven desde ahí, debían estar durmiendo, o quietos, de manera tal que ni sus sombras se veían.

Era temprano. El sol se reflejaba oblicuo sobre los techos con membrana. Más que las hojas que barro todos los días, el otoño se ve en la luz. La que más me gusta. Lo he dicho un millón de veces. Pero no dejo de pensarla la mejor luz. Y eso que anuncia, con la misma contundencia que los Stark: Winter is coming. Y yo detesto el invierno.

Yo no estaba en Buenos Aires en el invierno de la Gripe A. Estaba en Bogotá y a nadie allá le preocupaba. Me acuerdo que una prima me dijo que acá era horrible, que si tosías en el bondi la gente te miraba con cara de odio, como si fueses un asesino serial.

Una cosa es cuidarnos los unos a los otros. Por eso estoy encerrada. Por eso le hago más upa a Niqui. Por eso le compré uno de esos juguetes que no suelo comprar nunca porque, como los bebés de Mastercard, después termina jugando con cualquier porquería. Si le dejara el cantero de la Santa Rita sin tapar, sería la perra más feliz del mundo.

Otra cosa es juzgar al otro. O denunciar.

Los vecinos de la cuadra tenemos un grupo de whatsapp. No sé cuál fue el objetivo con el que lo crearon. Me agregaron cuando volví de Rodeo, hace dos años, y me dio terror un grupo de tanta gente desconocida. Pero no fue grave. En general es para chequear quiénes tienen luz, quiénes no, para decirnos que hicimos los reclamos, para compartir lo que Edesur tiene para decir en cada caso.

El primer día una mina pidió que no la denunciáramos, que ella sale porque trabaja en un hospital.

Supongo que yo miraría a los vecinos que pasan por la calle, si tuviera vista a la calle. Pero no los miraría para ver quién cumple las normas y quién no lo hace. Mucho menos para denunciarlos.

Otra cosa me llamó la atención. He visto gente comentando lo bien que le hace esto al medioambiente. El planeta pidiendo un respiro de los afanes humanos. No me queda duda de que el planeta más que pedir, exige a gritos. Pero esa misma gente que comentaba tan ufana lo bien que le hace al planeta que el ser humano deje de trabajar es la misma que no puede vivir sin el trabajo del ser humano. ¿O creen que fue la contemplación filosófica de las estrellas lo que inventó internet? ¿O que los que hacen la larguísima lista de películas y series que consumen son fans del aire puro?

La abulia es el pico medio del lado oscuro, un escalón más arriba está el malhumor. El más alto es la tristeza sin nombre. Esa que no se sabe de dónde sale.

Así que mejor me pongo a hacer algo.

Bajo las fotos del teléfono. Miro viejas fotos. Miro mi viejo blog, al que le saqué todo, un día al volver de Bogotá. El único motivo para mantenerlo así como está es la pereza que me da diseñar una de estas vainas. Además de ser horrible en eso de diseñar, me cuesta un huevo la cosa tecnológica. No entiendo a lo que se refieren la mayor parte del tiempo. Cuando necesito cualquier ayuda le escribo a Chu, o a Ayala. Sigo sin saber cómo bajar libros de internet sin pagarlos. Y eso que me han dado un montón de instrucciones. De repente siempre hay una ventana que se abre y con suerte entiendo lo que me preguntan. En general no tengo suerte.

Escucho una clase de salsa. Y risas. Risas todo el tiempo. Son las vecinas. También tiene esa otra curiosidad la familia de al lado, la del verde y los niños que nunca dejan de ser niños. Sólo las voces de las mujeres se oyen. Conozco a quien diría que las mujeres gritan. Puede ser, porque en general les hablan a los niños y los niños están en el jardín y ellas adentro de la casa. Pero más me gusta pensar que en esa casa las mujeres hacen, todo el tiempo, y que también son las que dicen siempre. Presto atención y me doy cuenta de que siguen una clase de salsa online. Y se ríen. Pero no sé porqué. Entonces las imagino sintiéndose un poco ridículas, torpes, y que la risa es porque son absolutamente cómplices en los crímenes de torpeza y absurdidad.

Y estoy por saltar derecho a la tristeza sin nombre cuando me digo, y no me miento (porque a veces me digo y me miento descaradamente) que tengo un montón de cómplices. O bueno, no un montón, pero algunos. Que no puedo quejarme de no tener amor, o complicidad.

Estaba por saltar derecho a la tristeza sin nombre por recordar una mirada entre mis padres, hace un millón de años, quizás un par más, viendo una escena de El Padrino. Vito le dice a Michael que les faltó tiempo. Papá y mamá se miraron. Mamá se moría. No fue tanto lo que dice Vito, ni el hecho de que mamá estuviera muriéndose. Sino el hecho de que se miraran, mamá y papá, el uno al otro, en ese mismo segundo.

No es necesario que la complicidad sea tan filosófica. Recuerdo mirar a Chu cuando la risa de Nicolás estalló esa noche de invierno. Es ese momento en el que uno sabe que el otro sabe. El instante en el que queda de manifiesto lo mucho que el otro nos conoce. Incluso nuestras muy humanas miserias.

Marga, la que vive acá cerca, me conoce hasta el más mínimo gesto.

Y se siente tan bien.

Mis amigas se quejan de la escuela online. Ni en pedo los chicos hacen todo esto en un día en el colegio. Detestan la plataforma. Una de ellas me dijo que ella es del papel y el lápiz, que no entendía nada (qué puedo decir yo, si ni siquiera distingo el peso de un archivo de texto del de una foto), pero que el hijo, claro, la entendió enseguida.

Hay quienes hacen las compras online desde siempre.

Yo he intentado flirtear por chat. Fracasé estrepitosamente y estoy segura de que en Tinder hablan un lenguaje que yo no conozco. Sánscrito, por ejemplo.

Pienso en una peli en la que tenían sexo virtual para no intercambiar fluidos. Me digo el futuro está acá. IUJU! Lpm.

Día 4



Escucho música clásica. Hace unos minutos sonó Claro de luna, de Beethoven. Mamá. Siempre vuelven sus gestos cuando escucho ese piano.

Me levanté a las 9. Tomé la chocolatada, tendí la cama, lavé la vajilla que anoche dejé sucia porque el dolor en el hombro era espantoso, y subí a la terraza a leer. Sigue el dolor en el hombro, aunque a diferencia de ayer no es espantoso y por lo tanto no necesito salir a comprar más diclofenac en la farmacia. No necesito salir.

Después comí. Y limpié la casa. Otra vez. El otoño empieza a notarse, a pesar de que ha comenzado hace dos días. Las hojas y las flores de la Santa Rita cubren todos los días su parte de patio.

Limpié este cuarto, que no limpiaba juiciosa desde antes de mis vacaciones.

Decidí tirar la impresora. Ya no funciona. Y ocupa espacio, y junta polvo, y veo los stickers que tiene pegados, los corazones de Andrés Carne de Res, una banderita de Canadá, otro de Severne, y me recuerdan tiempos felices, pero no tantos recuerdos, ni tanta felicidad como para necesitarlos en esa impresora vieja.

Hoy estoy un poco abúlica la verdad. Y hace demasiado calor para seguir al sol en la terraza, como a la mañana.

Busco gente en Facebook. Y en Instagram. Me pregunto si los agregaré. Gente que hace años no veo. Tienen cuentas privadas, como yo, así que no los puedo ver sin ser vista. ¿Por qué habrían de aceptarme? Me digo que por el mismo motivo por el que yo los agregaría. Para que los pueda ver. Para que me puedan ver a mí. Para vernos las vidas. O eso que decidimos mostrar de nuestras vidas.

Conozco a muy pocos que muestran sus miserias. Yo no lo hago. Con suerte las nombro para mí misma. Recuerdo que leyendo Knausgard escribí de él que una de las cosas que más me gustaba era el detalle con el que describía sus miserias, y la humanidad de las mismas. Esa misma humanidad, eso que no debería mostrarse porque no es la virtud, porque no es motivo de orgullo, porque no es nada de lo que describiría al héroe, me conmovía.

Pero claro, está tan bien escrito…

Quería ligereza. No me di cuenta de eso hasta que la perdí. Hasta que registré porqué volverme me resultaba tan horrible. Cuando me despedí de los chicos en la playa, cuando los vi irse en la moto y me quedé ahí, al comienzo del camino de tierra de vuelta a la cabaña, me di cuenta de que había estado ligera. Sin familia, sin responsabilidades, sin nada de lo que ocuparme excepto mí misma. Que había disfrutado pensar –pensar e imaginar y perderme en la fantasía que sabía nunca sería real– si flirteaba o no con uno de ellos. Y me había costado mucho lo de no considerar más que lo que deseaba. Pero lo había logrado. En realidad, lo que había conseguido era esta ligereza que se deshizo en segundos. Ahora todo está como siempre.

Casi.

Día 3



Los vecinos, anoche, hicieron de cuenta de que era un sábado como cualquier otro. Pusieron música a todo volumen después del Himno y de aplaudir, ritual que han cumplido todas las noches, incluso desde el día que llegué.

Una mina le gritaba a otra que tenía dos botellas de vino y una de Campari. No sé dónde estaba una, dónde estaba la otra. Se escuchaban risas, ruidos de cubiertos. Hacían asado.

Y hoy se despertaron como si fuese un domingo normal, y es domingo, pero no es normal. Los ruidos que hacen los niños no se escucharon casi hasta el mediodía, y la cortadora de pasto no se oyó hasta antes de comer.

Me duele tanto el hombro que me tomé una pastilla de Diclofenac. Hoy no voy a hacer yoga. Hoy no puedo hacer casi nada, en realidad.

Más allá de Maggie, ¿quién podría leerme? O, más bien, ¿por qué alguien querría leerme?

¿Qué tengo para decir? Nada más que lo que han dicho millones, antes que yo, y mejor que yo. Eso siempre lo supe. Pero contar historias, que es lo que quiero hacer, lo que más me gusta, es algo que no puedo evitar –incluso creo que escribir diarios es absurdo, porque ni yo vuelvo a leerlos, excepto cuando hago limpieza de la biblioteca y abro, en cualquier hoja, un viejo cuaderno, pero acá estoy, haciendo lo que hago casi todos los días de mi vida –aunque por lo general con menos tiempo, y siempre, siempre, cuando me voy de viaje. ¿Para qué?

En mi caso, porque hay tantas y tantas palabras dándome vueltas que algunas se tienen que quedar quietas. Algo así.

Porque ordenan mi mundo. Porque lo crean.

Porque pocas cosas me divierten tanto.

Y por otro lado la fantasía, la lectura de la ficción, es algo que, para mí, es irresistible. Yo querría que hubiese siempre más. Sé que la biblioteca universal es inabarcable. Que quizás podríamos vivir sin nuevos escritores durante años, si se mantuvieran los libros de ficción que hay hasta hoy. Y aún así, me gusta que haya más y más. Esa característica de inabarcable que tiene la biblioteca universal la acerca a la infinitud. Al menos para un ser humano común y corriente; es decir, una servidora.

Pero esto no sería ficción, de la misma manera que no lo eran las Crónicas bogotanas ni las Crónicas de R.

¿Qué hay de diferente en esta experiencia nueva que los demás quieran saber? Las Crónicas bogotanas surgieron por una necesidad de responderle a la gente una serie de preguntas que era la misma. Mi suegra de entonces preguntaba lo mismo que una tía, que mis amigas, que todos los que poblaban mi universo porteño antes de irme a Bogotá. ¿Qué tal el hotel? ¿Cómo va la búsqueda de departamento? ¿Cómo es la comida? ¿Cómo son los colombianos? ¿Cómo es el clima? ¿Cómo se adapta Oli a vivir en departamento? Me encontré un día escribiendo la respuesta a un mail y copiando y pegando partes de otro mail que había escrito hacía minutos. Las crónicas me ahorraban un montón de trabajo. Y me resultaba infinitamente más divertido escribirlas. Con el tiempo se convirtieron en un ejercicio de escritura más. Las hubo mejores, otras francamente malas. Algunas más divertidas, o emocionantes, otras una serie de datos sobre la presión y la temperatura –papá odiaba esas, porque contenían incluso menos información que la que ya le había dado por Skype.

Nada de lo que yo experimente en estos días será distinto de lo que el resto experimentará. Todos lidiaremos mejor, o peor, con las interminables horas de encierro.

Yo voy a escribir esto. Pero no será diferente de lo que hago habitualmente. ¿Por qué exhibirlo?

Hablando de las redes sociales, mi hermano Ernesto me dijo una vez que era una cuestión de narcicismo. Que quienes posteaban todo el tiempo necesitaban del alimento que les suponía la respuesta, las reacciones.

Yo pensé que era exhibicionismo. Pero la verdad es que no conozco gente menos exhibicionista que Mauricio Koch. Y sus Cuadernos de crianza, una serie de relatos sobre la vida con su niña, recién nacida, me parecían imposibles de dejar cada vez que me los encontraba en Facebook.

Pensé, en ese entonces, que eso la hacía a su niña tan inmortal como Shakespeare quería que fuese la belleza del destinatario del famoso Soneto 18. Después pensé que en realidad lo de Mauricio era una manera de fijar ciertos momentos preciosos. De que se quedaran quietos, de que nunca se fueran.


Cociné. Terminé de cocinar toda la verdura que compré. Si no se corta la luz, tengo comida en el freezer para los 15 días. No es necesario salir. Pero me di cuenta de que no tengo analgésicos musculares. No pensé que los necesitaría. Planeo entonces una excursión al exterior. Pero por si acaso no me tomo la última pastilla del blíster, y soporto el dolor. Ningún estoicismo. Puteo tranquila. Total, no hay nadie a quien irriten mis quejas.  

Día 2



Ayer, mientras cocinaba a la mañana, se hizo intenso el tráfico de whatsapps. Era el primer día, y la sensación que me quedó fue de que todos lo habían estado esperando no tanto como un domingo, como dijo mi prima Margarita, como yo lo viví, sino como si fuese el comienzo de algo nuevo, raro y fabuloso. Con miedo. Con ilusión. El primer día de clases.

Innumerables memes, videítos, audios. Fotos de cada uno en su casa. Videollamadas. ¿Escuchás los gritos? ¿Ves las luces de colores?

Ayer a la noche los vecinos pusieron el Himno Nacional a todo volumen. Y después aplaudieron. Y gritaron. No lo comenté con nadie. Estaba cocinando, y aplaudí, pero desde mi patio nomás. Niqui ladraba. Los ruidos inesperados la enojan, creo. Fue el único intercambio humano del día para el que no necesité de una pantalla.

Uno de los chats de un grupo de whatsapp empezó con fotos de cada uno en su casa, y estaba basado en la serie de harapos que vestíamos. En mi caso eran harapos. Otra parecía estar en pijama. Maggie, a mi atuendo, lo llamó pre-pijama, una noche que cayó en casa sin avisar, cuando yo también vivía en Rodeo, con una botella de vino, y yo recién salía de la ducha, con unas babuchas deshilachadas y una camiseta de mangas largas de color indefinido y manchada de pintura –limpia, eso sí. Así estaba vestida ayer. Así estoy vestida hoy. Suelo tener esta ropa para después de bañarme y antes de acostarme. Suelo tener esta ropa para los días en que jardineo, o pinto, o limpio la casa. Mil veces uso esta ropa. Sólo que nadie la ve.

Una de las cosas que se me ocurrió antes de llegar, mientras musitaba musarañas en el micro, fue que no iba a poder ir a la peluquería a cortarme el pelo. Tenerlo corto es muy cómodo. Pero enseguida se deforma, así que la excursión a la peluquería es mensual.

Se deforma y queda feo, lo veo feo frente al espejo cuando me lavo la cara, cuando me maquillo para salir al laburo, cuando me limpio la cara al volver, cuando me lavo los dientes antes de irme a dormir. Y, sobre todo, siempre pienso, esas veces, que “se ve” feo. Lo ven feo los demás. Esos que hay que evitar ahora.

Tampoco me teñiré las canas. Me dije qué bien, mi pelo descansará de químicos y quizás me crezca lo suficiente para tenerlo corto pero no tanto.

¿Cuál será el límite entre lo veo feo y se ve feo? ¿Me gustaré a mí misma con canas y con una mata deforme? ¿Cuánto de la mirada del otro está en mí cuando me miro al espejo?


Hoy me levanté temprano. Pero di un par de vueltas antes de arrancar. No supe si ponerme a leer, o jardinear, o limpiar, u ordenar, o mirar las lanas que me quedan en el baúl.  

O escribir. Una suerte de crónica de estos días. Un poco porque lo pienso desde antes de volver, otro poco porque Maggie quiso leer mi diario de ayer y hoy volvió sobre el tema, que lo ponga online. Y yo pensando es mi diario. Y al mismo tiempo preguntándome porqué no, si ya he hecho algo parecido. ¿Lo pongo en el blog, hago un blog nuevo, lo mando por mail? Vaya uno a saber. Lo de no tener un destino preciso, es eso lo que me da vueltas. Me gustan los destinos precisos. Soy de esas, aunque me aburra a mí misma siéndolo.

Saqué las lanas del baúl. Decidí qué voy a tejer. Pero por ahora tejer no es lo que quiero. Hace demasiado calor además.

Barrí toda la casa y el patio.

Estuve sacando yuyos y limpiando la terraza. No sé quién le había dicho a mi padre que regar era una actividad que te conectaba con el presente. Yo sé que jardinear me conecta con el presente, pero eso no anula el continuo murmurar de mi cabeza.

Por suerte, los niños de la casa de al lado gritan y juegan y yo escucho sus zambullidas en la pileta, sus juegos con una pelota que cada tanto les devuelvo. Sus gritos, más que sacar yuyos o regar, me conectan con el presente.

Es curioso. Desde que compré esta casa, desde que me mudé, hay niños en la casa de al lado. Es la casa que le provee a mi terraza una vista verde maravillosa, y un jazmín que cuando está florecido se huele desde que entro al pasillo desde la vereda, a veces lo siento desde mi living. No sé cómo es posible eso de que no hayan crecido. Pero desde hace quince años esos niños juegan en la pileta, y cantan –son vecinos cantores, con buenas voces, y afinan y todo.

Y después  jugué al Tetris mientras pensaba qué escribir y qué no (haciendo de cuenta de que pensaba qué escribir y qué no, pero se disimula muy bien jugando al Tetris, seria la cara, concentrada en la pantalla de mi computadora).

Y ya no quiero hacer yoga. Pero voy a hacer hoy también. Porque me niego a enroscarme en mi cabeza.

Hoy comienza el Otoño.

Día 1



Puse un rollo de papel higiénico nuevo. Lo anoto para ver si los que compraron paquetes y paquetes y paquetes tienen alguna razón.

No hay ruidos. Es viernes y este viernes suena como la mañana de un domingo de invierno. No se escuchan autos. No se escucha el rumor que a veces viene desde la avenida.  Una de mis Margaritas dijo que se preparaba para un domingo. Tenía razón.

Ella vive cerca. Veinticinco cuadras separan su casa de la mía. Hoy me digo, pese a que hay quienes piensan que será más tiempo, lo que nos separa son quince días. De la otra Margarita, la que dejé en las montañas, nos separa un año, quizás menos. Ojalá menos.

Pienso en lo cotidiano de siempre. No este cotidiano que trato de armar ahora, de ordenar, de controlar. Normalmente no veo a mis primas Carmen y Delia más que un par de veces al año, a pesar de que viven cerca. A mi amiga Georgina la veo también cada vez menos. Me preparo para muchos días de no ver más que a mi perra y sin embargo no suelo ver tanto a nadie, nunca.

Quedarse en Rodeo habría sido lo mismo, me digo. La misma sensación de encierro que he tenido algún invierno allá, cuando ya no quedaban turistas y los locales que podían se iban a Maui, a Jeri, a Pozo Izquierdo, dejando al “staff estable” más escueto que nunca.

Nunca se ve mucho a nadie, en ningún lado, excepto aquellos con quienes se trabaja. Me digo eso. Pero después me doy cuenta de que en la ciudad, al menos, se tiene esta idea de que se puede conocer a otro. El otro existe con mayor contundencia. En Rodeo el otro es siempre un otro menos extraño, casi el mismo siempre.

En la ciudad mi cabeza me da menos trabajo, eso pensé antes de volver. Pero no hay rutina de quedarse adentro. ¿Cuántas veces he deseado tener muchos días por delante y estar tranquila en casa, escribiendo y leyendo y sin nadie que me rompiera las pelotas? Los fines de semana largos, esos largos de veras, son como el tesoro al final del arcoíris. Los pienso como tales. Después esos cuatro días no me alcanzan, y querría más. Pero en esos cuatro días camino con Niqui, voy a la plaza, voy al vivero a comprar plantas para mi terraza. Quizás paso por la ferretería y compro un destornillador Phillips para los tornillos de los footstraps es que estos tornillos no salen con el típico destornillador negro y amarillo, le digo al ferretero, y el ferretero entonces me explica que en realidad hay un tamaño específico de destornillador para cada tamaño específico de tornillo y yo salgo sonriendo de la ferretería y al llegar al final de la cuadra le explico a Niqui que el señor tiene razón, que yo ya lo sabía, pero que en general me chupa un huevo eso, porque nunca necesito que estén tan bien apretados los tornillos. Quizás me cruce con mi vecina, que seguro se queja de la seguridad, o con el señor de pelo blanco, una mata espesa de pelo blanquísimo, los ojos celestes, la cara llena de arrugas, va con tres perros y sonríe, sonríe siempre, y parece el más feliz de los seres humanos cuando pasea a sus perros.

Y quizás no me encuentre a nadie conocido. Pero veo pasar gente, veo a todas esas personas comprar sus verduras, salir del templo (supongo que es un templo, los domingos a la mañana salen de allí bien vestidos, siempre a la misma hora), algunas personas caminan, algunas van con bolsas de compras, otras se suben a autos que las llevarán a algún lugar con pasto, o con parrilla. Están las que llegan a la plaza cuando Niqui y yo nos estamos yendo, llevan materas y paquetes de papel gris que en mi fantasía tienen medialunas de grasa recién hechas, de esas que todavía huelen.

En la ciudad estoy acostumbrada a mirar a la gente en sus afanes cotidianos.

La idea, estos días, es no encontrarlos siquiera. No cruzarse a nadie, mantener una distancia higiénica.

Hay un sol que raja la tierra. Pienso podría jardinear y tomar sol en la terraza, leyendo. Quizás sea mi oportunidad de leer Ulises. De releer En busca del tiempo perdido.

Se me ocurren muchas cosas.

Hay que ponerlas en práctica nomás.

Cocino. Mi freezer tiene el aspecto que no ha tenido nunca. Un Tetris de triángulos de tartas de espinacas y zapallitos, cuadrados de milanesas, rectángulos de canelones, medialunas de empanadas. En general sólo tiene una botella de vodka y hielos, siempre hay muchos hielos.

Hago una lista de cosas que puedo hacer. También una de cosas que debería hacer.

Miro la cuenta del banco. Decido no deprimirme, ni preocuparme tan pronto.  

Todavía no armé un horario. Pero sí decidí que debo variar las actividades del día.

Lo único bueno de este encierro es que no hay obligaciones. Pero eso tiene su truco. Sobre todo para una cabeza como la mía.

Ya son casi las 6 de la tarde. Hacer yoga o no. Un dolor en el hombro derecho. Nada muy grave. Pero duele y no sé si es aconsejable hacer ejercicio en este momento. Pero creo que si no hago algún ejercicio, por más tranquilo, aburrido, o absurdo que sea (pienso que una opción, por ejemplo, es poner música de esas que suelo despreciar y mover el culo una hora –mover el culo literalmente), creo que voy a enloquecer. Y enloquecer encerrada no es buena idea.

Niqui se va a deprimir sin caminar. Espero que echarse conmigo a leer le resulte un buen negocio. Ni siquiera hay gente a la que ladrarle. Nadie camina por el pasillo. Nadie sale a la calle.  

Días anteriores



El sol pega tan duro como siempre. Camino hacia el dique y noto cómo arrugo toda la cara para evitar el resplandor. Ese resplandor que es, en realidad, una de las maravillas de este lugar.  
El viento, el agua, el sol. Hay todo eso.
Sonrío. Cuando me levanto, cuando camino, cuando me meto al agua. Cuando me voy a dormir.
Las vacaciones perfectas.


Dice que soy su amiga. Ya no me parece tan joven. Acaso yo no sea tan vieja. Ya no me dan ganas de darle de comer. Ya no sé si quiero ser su amiga. No es eso: quiero ser su amiga. Pasa que también quiero ser algo más. Y ahí es donde todo termina. Porque no hay algo más posible.
¿Amigos con derechos? Una estupidez para disfrazar el hecho de que me quiero acostar con él y además seguir siendo amigos, así como somos ahora, que su mirada siga siendo la misma a pesar de. Imposible. Así que lo miro y me sonrío. Y no muevo un dedo. Porque su mirada sigue siendo bella. Porque él siempre lo fue.  


Continuamos una conversación que empezó hace siete años. Ella le preguntaba a otros, cuando todavía no había empezado ¿qué onda esta María? Ahora a veces me dice Mary, a veces María, a veces Santis. Y no importa cómo me llame. Siento que soy como un perro. Escucho el sonido de su voz, un timbre que me llama.
Ella es una de mis dos Margaritas. Y las dos pertenecen a la lista de “cosas que debo haber hecho bien en la vida”.


Voy a tener que volver a la ciudad.


Camino por el mismo camino que hace siete años me quitaba el aliento. Descubro, con un placer casi obsceno, que me sigue quitando el aliento. Conozco cada uno de los recovecos. No me perdería. Hasta podría decir ahí, en dos metros más, aparece la roca que tiene cabeza de basilisco, y no errar siquiera por centímetros. Lo cotidiano no siempre es insulso.


Qué sentido tiene ir a la ciudad infestada de bacterias, de todas las enfermedades y mugres del mundo cuando uno puede quedarse en las montañas, donde no hay “superficies”. Sólo tierra, rocas, ripio, agua. 


Ella me dice podemos instalar el tema. Nos reímos mientras tomamos vino y miramos las estrellas tiradas en un colchón, con su niña mirando, también, a través de un catalejo que se inventó con el tubo de cartón de los rollos de cocina.
Nos reímos porque es una pendejada. Porque nos encanta estar hablando de hacer las cosas como las hacíamos cuando teníamos 15 años. Porque es mucho más fácil. Porque nada de todo lo demás nos haría sentir así.


No habría diferencia en realidad. Sería la misma vida. Sólo que con este sol, y con el aire limpio. Y con todo el Cerro Negro para salir a caminar. Seríamos como los miembros de una misma familia. Más metros de los que necesitamos para mantenernos limpios. Mejor quedarse


Hay pocos momentos en los que mi cuerpo y mi cabeza van al mismo tiempo. En los que los dos sienten felicidad. En los que los golpes son solamente una muestra maravillosa de estar viva y el dolor un recordatorio que puede durar días. Ver el moretón y reírse. No quejarse por los dedos del pie roto, o la rodilla cada vez más cansada.

….

Y qué hago con mi cabeza. Qué hago todo ese tiempo pensando no puedo volver. Van a prohibir la circulación. Lo sé. ¿Cómo haré para no convertirme en una peor versión de mí misma? ¿Cuántas veces los voy a llamar para decirles no salgan que es peligroso? ¿Cuántas veces me voy a irritar cuando me entere de que salieron? ¿Cómo voy a hacer para controlarlo todo?


Luna llena. Hace poco, muy poco, le mostré mi culo a la luna llena. No en un lugar como este. No era la montaña, la amplitud desmesurada, la ausencia de gente. Era en la parte de arriba de un viaducto. Con autos pasando por debajo de nuestros pies. Con autos pasando frente a nosotras. Con edificios a los costados. No había gente en la calle. Pero seguramente alguien miraba por alguna ventana. Ella me dijo pedí un deseo. Y las dos nos pusimos de culo a la luna y nos bajamos los pantalones.
Pienso en hacer lo mismo. Pero decido que es un deseo por vez. Y todavía no se ha cumplido el de aquella noche en Madrid.


Si allá tampoco voy a poder controlarlo. Va a ser lo mismo.


Veo el amanecer. He visto pocos en este lugar. Salgo de la cabaña. Miro hasta que el sol aparece detrás de la pre-cordillera. Entonces no lo miro de frente, es demasiado duro para mis ojos de recién levantada. Miro los álamos, miro el color que tienen a esta hora. Saco una foto. Para postear en Instagram. Pero después no posteo nada. Es sólo un intento fútil (como tantos otros) de retener el momento para siempre.


Lo que no va a ser lo mismo es mi cabeza. Lo sé desde hace tantos días que me quiero pegar como Edward Norton en The Fight Club. Darme una buena piña por no concederle a mi cabeza su lugar. Es un lugar de mierda. Pero es en el que funciona.

El bus sale para la ciudad a las 20.30. Mañana buscaré a Niqui por lo de Ayelén. Iré al supermercado. Iré a la verdulería. Ya tengo la lista hecha en las notas del celular. La releo, agrego cosas. La ordeno. Primero el supermercado, me digo. Entonces vuelvo a ordenar la lista.