Hoy puse un segundo
rollo de papel higiénico.
Yo solía ser de las que
despreciaban a las bacterias. Es decir: siempre me han chupado un huevo. Soy
una persona limpia, me lavo las manos con frecuencia, me baño todos los días, y
no voy por el mundo tosiéndole en la cara al prójimo. Considero que los
picaportes de todas las puertas, los pasamanos de las escaleras mecánicas del
subte, las anillas y travesaños de los colectivos, los manillares de los carritos
del supermercado, todas esas superficies, son tocables, agarrables y de hecho
están ahí para hacerme la vida más fácil.
Ahora, en la ciudad,
veo bacterias en todos lados. No en mi casa. No solamente porque limpio más
concienzudamente que antes, sino porque acá, se supone, voy a estar bien.
El útero. Nada me va a
pasar en tanto y en cuanto no salga al mundanal ruido. Aunque últimamente el
mundanal puede que esté, no lo sé, porque no he salido, pero con certeza el
ruido está ausente.
(Me encanta eso. Una de
las cosas que más me pesan de la ciudad son sus decibeles. Y su olor.)
Mientras me quede
guardada, ningún monstruo va a atacarme.
Pensaba eso estos días.
Lo sigo pensando. Por eso no he salido más que a sacar la basura, con mi pobre
perra, que ama correr en el parque, contentísima porque caminamos para una
esquina, luego hasta la otra, y después a casa.
También pensaba, cuando
decidí que haré público esto que no debería ser público y que si creen que no
sufre censura, creen mal, que la interacción con los demás a través de
pantallas es más limpia no solamente porque no intercambiamos fluidos. Es más
limpia porque las posibilidades de lastimarnos unos a otros son menores. Sí,
tengo malhumor cada tanto. Se me soltó la cadena un poco cuando vi tanto huevón
agradeciendo en nombre del medioambiente sin darse cuenta de que agradecían
también la posible muerte de seres humanos. No es así, lo sé, pero en eso
consiste mi malhumor, en irme al extremo y no definir bien los contornos de las
definiciones. Un círculo vicioso donde en el fondo no se sabe cuál es el origen,
y después todo, lo que se lee, lo que se escucha, se convierte en origen de ese
malhumor.
Me preocupaba que
también esto significara no sólo un intervalo en la cosa productiva de los
seres humanos sino también, progresivamente, en la vida de los seres humanos.
No vamos a trabajar (pocos privilegiado extrañan el laburo en sí). No nos vemos
con nadie. No nos lastima nada. Ni las bacterias, ni la gente.
Pero no porque hayamos
conseguido un idilio entre seres tal como el de Juan Raro y sus amigos (gente
súper inteligente que se comunica por telepatía, una novela de Olaf Stapledon).
Ni porque hayamos erradicado del planeta todas las posibilidades de enfermarnos
o agredirnos. O las de caer en estupideces tales como enamorarse.
Mi malhumor ni siquiera
la tocó a Niqui, porque ella es mágica y me mira y yo sonrío y todo se pasa.
Pero es la única criatura en el mundo con ese poder. Mi malhumor no tocó a
nadie porque no hay nadie a quien tocar.
Pensaba en eso, cuando
no pensaba en si le pongo, o no, nuez moscada al puré. En cómo sigue la vida. Por
eso mi intento de organizar mis horas. Para que la vida siga. Al mismo tiempo,
esa sensación de estar resguardada de todo. Incluso de lo bueno. El útero debió
ser un lugar muy cómodo. Pero de veras, ¿quién quiere estar flotando en líquido
calentito? La muerte debe ser igual de cómoda.
Uno de estos días, en
los que estaba procrastinando, seguramente, le escribí a un ex amante del que
nunca dejo de estar enamorada. Terminé de escribirle y me quise golpear la cabeza
como el emoji de whatsapp –un gesto que no hacía antes de la existencia del
emoji.
Hoy me contestó. Pienso
si le escribo una respuesta, o lo dejo ir. Y no sé porqué no lo puedo dejar ir.
O no quiero. Eso es. No quiero dejarlo ir. Pero más claro que lo que me mandó,
imposible. Me quiere mucho, pero no tanto. No es que haya dicho eso. Dijo que
los encuentros conmigo lo desestabilizan. Y yo, pensando que él me hace bien
precisamente porque no me pone en el lugar de la que ordena, de la que limpia,
de la que organiza y deja todo en su lugar. Pensando que, precisamente, por eso
él me hace a mí tanto bien, porque me conecta con una parte más primitiva,
menos controlada, más animal e infinitamente menos neurótica. Y justo eso, que
es algo que nadie, excepto él, ha tenido, él no lo quiere.
La vida sigue. Por
suerte.