jueves, 26 de marzo de 2020

Día 4



Escucho música clásica. Hace unos minutos sonó Claro de luna, de Beethoven. Mamá. Siempre vuelven sus gestos cuando escucho ese piano.

Me levanté a las 9. Tomé la chocolatada, tendí la cama, lavé la vajilla que anoche dejé sucia porque el dolor en el hombro era espantoso, y subí a la terraza a leer. Sigue el dolor en el hombro, aunque a diferencia de ayer no es espantoso y por lo tanto no necesito salir a comprar más diclofenac en la farmacia. No necesito salir.

Después comí. Y limpié la casa. Otra vez. El otoño empieza a notarse, a pesar de que ha comenzado hace dos días. Las hojas y las flores de la Santa Rita cubren todos los días su parte de patio.

Limpié este cuarto, que no limpiaba juiciosa desde antes de mis vacaciones.

Decidí tirar la impresora. Ya no funciona. Y ocupa espacio, y junta polvo, y veo los stickers que tiene pegados, los corazones de Andrés Carne de Res, una banderita de Canadá, otro de Severne, y me recuerdan tiempos felices, pero no tantos recuerdos, ni tanta felicidad como para necesitarlos en esa impresora vieja.

Hoy estoy un poco abúlica la verdad. Y hace demasiado calor para seguir al sol en la terraza, como a la mañana.

Busco gente en Facebook. Y en Instagram. Me pregunto si los agregaré. Gente que hace años no veo. Tienen cuentas privadas, como yo, así que no los puedo ver sin ser vista. ¿Por qué habrían de aceptarme? Me digo que por el mismo motivo por el que yo los agregaría. Para que los pueda ver. Para que me puedan ver a mí. Para vernos las vidas. O eso que decidimos mostrar de nuestras vidas.

Conozco a muy pocos que muestran sus miserias. Yo no lo hago. Con suerte las nombro para mí misma. Recuerdo que leyendo Knausgard escribí de él que una de las cosas que más me gustaba era el detalle con el que describía sus miserias, y la humanidad de las mismas. Esa misma humanidad, eso que no debería mostrarse porque no es la virtud, porque no es motivo de orgullo, porque no es nada de lo que describiría al héroe, me conmovía.

Pero claro, está tan bien escrito…

Quería ligereza. No me di cuenta de eso hasta que la perdí. Hasta que registré porqué volverme me resultaba tan horrible. Cuando me despedí de los chicos en la playa, cuando los vi irse en la moto y me quedé ahí, al comienzo del camino de tierra de vuelta a la cabaña, me di cuenta de que había estado ligera. Sin familia, sin responsabilidades, sin nada de lo que ocuparme excepto mí misma. Que había disfrutado pensar –pensar e imaginar y perderme en la fantasía que sabía nunca sería real– si flirteaba o no con uno de ellos. Y me había costado mucho lo de no considerar más que lo que deseaba. Pero lo había logrado. En realidad, lo que había conseguido era esta ligereza que se deshizo en segundos. Ahora todo está como siempre.

Casi.

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