miércoles, 6 de mayo de 2020

Día 48



Imaginen.

Una noche me fui a dormir con la idea de que al día siguiente comería carne a la parrilla en casa de mi padre. En su compañía y la de mi hermano Hilario.

Hacía tres días que me dedicaba a una lista de cosas para llevar, de compras, de tareas pendientes. Hacía tres días había empezado a llenar la mochila –las llaves del departamento, por ejemplo, para que no tuvieran que bajar a abrirme.

Hacía más días, casi seis, había inflado la bicicleta y había chequeado, todas las mañanas, que no se hubiesen desinflado las gomas.

Esa noche me metí en la cama antes de las 12. Intenté hacer eso todos los días del encierro, y fracasé. También fracasaron mis trucos para evitar el insomnio, trucos que hasta el encierro habían cumplido mi deseo de dormir seis horas seguidas. Ya no funcionan siempre. Tampoco lo hicieron esa noche. Di vueltas sin dormirme, prendí la luz, abrí el Kindle, apagué la luz a las 3.30.

A las 8 de la mañana estaba tomando mi Nesquik del desayuno, con el ceño fruncido: el cielo estaba gris, soplaba un viento inclemente, y el frío era intenso. El asador va a putear. El asador va a tener razón si dice hoy no es buen día. Y yo no le puedo pedir, con este clima, que se ponga a mover brasas de un lado para el otro en el balcón terraza de un séptimo piso. El viento no era lo grave. Lo malo era el aire helado que empujaba.

Me dediqué a algunas tareas laborales, moví cosas de un lado al otro de la casa, esperé hasta las 10 de la mañana. Mandé un whatsapp a esa hora. Dijimos vemos en un rato. Si no, lo pasamos para otro día. Dije sí, sin problemas, sintiendo cómo se desinflaba mi vida. Pero duró poco, porque enseguida me llamó papá y me dijo que él no tenía problemas en asar, que en su casa había sol.

Y resultó cierto, no había sido el habitual optimismo ligeramente esquizofrénico de mi padre. El viento se había llevado el gris, dejando el aire helado, pero sin nubes.

A la hora señalada, y habiéndole pedido consejo a los ciclistas experimentados, (Marga, claro, y mi hermano Ernesto), salí con mi mochila y mi bicicleta, esa que en Rodeo me resultaba tan amiga y que en la ciudad he usado para ir hasta la Plaza Irlanda nomás (5 cuadras), porque me dan miedo los colectivos y los taxis y todos los vehículos a motor. Además mi bici no tiene espejos retrovisores, ni bocina, ni luces de giro.

Guantes, gorro de lana, barbijo, anteojos de sol, que además cubren los ojos del viento helado, de ese que hace llorar. Pero me los tuve que sacar, porque se empañan los vidrios, y más se empañan cuando se va rápido, cuando se pedalea rápido.

Hice una primera parada en lo de Marga, de donde me llevé unas tres docenas de raviolones. Charlamos un rato, ella sentada en el escalón de una casa, yo en el escalón de la casa de al lado. Miramos a la gente en la cola del kiosco de la esquina, ella le dijo a un hombre que le gustaba su pinta. El man tenía unos pantalones rojos, botines marrones, un chaleco azul, un sombrero lila. Debajo del sombrero salía un pelo negro ensortijado. Había estado en esa cola del kiosco y habíamos comentado los detalles. Creo que lo desconcertó Marga, o las dos, ahí piropeando su atuendo. Igual le adivinamos una sonrisa.

Después seguí camino. Era la peor calle, a la que le tenía más miedo, porque suele ser un caos de autos y colectivos. Pero eran tan pocos que no parecía ser ella misma, Jorge Newbery, tan despejada.

El puente es empinado, pero de última lo subís caminando, me había dicho Erne, y yo me dije veremos cuando llegue. Lo encaré de una, no tenía autos atrás, ni adelante. Lo subí con esfuerzo, pero lo logré. Y la bajada es una maravilla. Dejar las piernas quietas y deslizarse por la bajada, y la curva y recorrer casi toda la cuadra con el impulso, la cara al viento.

Recordé las bajadas famosas de Miramar, la que llamábamos la de la muerte porque siempre alguien se caía y quedaba lleno de raspones. La de la llegada al colegio, yendo rápido por Dardo Rocha, el puente sobre el río, la bajada y la curva a la derecha –esa no se disfrutaba tanto porque justo ahí, a menos de media cuadra, estaba la entrada al colegio. Había que frenar casi enseguida, pero era linda, con la calle llena de las florecitas amarillas de las tipas, el río a un costado.

Llegué y metí la bici en el garaje, y subí en el ascensor. Abrió la puerta papá, y nos miramos a la distancia reglamentaria. Empecé a desensillar mientras me rociaba alcohol en las botas, en la campera. Me lavé las manos, me puse alcohol en gel.

Estaba Hila, y quiso el abrazo. Y le dije que no, de ninguna manera, hay que estar alejados.

Estaba Hila, y yo quería su abrazo.

Pero no le di rienda suelta a lo perdido, a esos gestos de cariño que para él lo son todo y no son posibles ahora, quizás no lo sean por un tiempo largo.

No le di rienda suelta a la tristeza porque yo estaba ahí, porque ellos estaban ahí, porque los veía, sus cuerpos consistentes y reales. Sus voces. Sus maneras de caminar, de moverse, de hacer.

Papá hablaba por teléfono con un cliente, así que bajé a comprar el carbón y al volver ya había empezado con eso de prender el fuego con la ayuda del viento. Me serví una copa de vino, él se preparó un dry Martini. Le hice compañía en el balcón, entramos mientras todo se prendía, volvimos a salir.

Hila me acompañó a la baulera a buscar las pantallas de la lámpara de pie que arregló San Jorge y a la que pintaré en estos días. Me dijo que estaba un poco aburrido. Lo vi un poco bajoneado, pero lo hice reír un rato, con alguna huevada que le dije, y se le iluminaron los ojos, y sonrió.

Hila está más canoso que nunca. O quizás se nota porque no tiene el pelo tan corto, porque no se está afeitando y entonces se le ven las canas en la barba. Tiene también en las cejas, unas cejas que a diferencia de las mías siempre fueron escuetas, finitas. Hila va a cumplir 47 años en noviembre. Más para espantar los miedos que por otra cosa me digo pronto le organizaré la fiesta de los 50 años.

Papá pone los bifes en la parrilla, yo lavo los tomates, Hila pone la mesa.

No ignoramos nada de nuestras vidas cotidianas. Hablamos seguido por teléfono, nos contamos. No es necesario informarnos mutuamente de cómo se soluciona la comida, o el lavado de ropa, o la limpieza de la casa. Tampoco de las series que miramos, o de las películas que encontramos. Ni siquiera de las noticias necesitamos hablar.

Pero igual lo hacemos, porque de repente es una fiesta si estamos sentados a la misma mesa.

Cada uno en una esquina, nos repartimos la carne. Papé decide que el mejor bife es para mí, porque soy la invitada, y yo lo acepto. La carne no sólo es deliciosa sino que además es a la parrilla y papá es buen asador. Le digo la última vez que comí carne a la parrilla fue punta de espalda (un corte sanjuanino que los porteños no desculamos a qué parte de la vaca corresponde), hecha por el Pata, en Rodeo. Hace de eso unos 48 días.

Pongo música desde mi teléfono, la banda de sonido de Motherless Brooklyn. A papá le gusta una canción de Thom Yorke. Después pone música él, Muse.

Yo no como postre, y además no me puedo mover de tanta carne con ensalada, pero ellos sí. Hila come media banana, el Pancho dulce de membrillo con queso.

Hila levanta la mesa antes de irse a dormir la siesta y me entrega sus anteojos. Tiene una de las patillas rotas y yo estoy por ir a dar vueltas por el barrio de ellos, dar vueltas para conseguir cosas.

La óptica es con turno. Anoto los números.

Voy al kiosco, consigo cigarrillos. Voy a la farmacia y le compro al Pancho sus ayudameavivires y uno de los pontingues para la piel de mi cara. Voy al cajero y consigo efectivo. La pescadería está cerrada.

La avenida Cabildo da impresión. Hay algunos autos, hay algunos buses. Pero yo la reconozco como esas avenidas donde en cualquiera de sus esquinas hay gente, mucha gente, esperando para cruzar. Había algunos paseantes. Pero pocos, y las esquinas estaban vacías. El sol iba y venía con ese viento tan fuerte, iban y venían las nubes.

Volví pronto y después de ayudarlo a papá a redactar una furibunda carta, emprendí la vuelta.

Me vestí con el abrigo, con los protectores antibacterias.

No quise pensar en cuándo volvería a verlos. Hacía 10 semanas, casi exactas, que no los veía. Papá me había dejado en la estación de Retiro el 5 de marzo. Cuando volví, sin el equipo de windsurf  porque salí de Rodeo como huyendo, no le pedí que me buscara en la terminal. Ya era riesgoso meterse en lugares con gente, no necesitaba más que un taxi normal, yo tenía miedo de haberme infectado en el bus, tantas horas, tan lleno de gente, un espacio tan chico. Así que desde ese 5 de marzo hasta ayer no había visto a mi padre, ni a mi hermano.

No quise pensar que me quería quedar más horas, o que quería volver al día siguiente. 

Me dije ya volveré. Tengo el permiso de circulación, no me preocupa mucho contagiarlos porque me he cuidado hasta la obsesión en mis salidas, y además fueron pocas veces. No los estoy poniendo en riesgo mientras yo no me ponga en riesgo.

No quise pensar en nada más que en lo bien que me había hecho la compañía de ellos esas horas.

El aire estaba helado, pero no lo sentí en el viaje. El puente a la vuelta costó más y me dije no es el bife a la parrilla, ni el vino tinto, es el viento en contra. En la bajada me reía, y no supe si por la mentira tan absurda que me había contado, o por el mero disfrute de las bajadas en bici.

Le pifié a un par de calles a la vuelta y terminé recorriendo adoquines. Son lindas las calles adoquinadas. Pero no son amables con los culos de los ciclistas. Me dije debo encontrar caminos alternativos mientras rebotaba. Pero hasta rebotar me hacía reír.

Llegué a casa y Niqui me saludó como si me hubiese ido un mes entero. Entre mi vuelta y los huesitos que le traje, estaba más feliz de lo acostumbrado.

No sé si lograron imaginarse el día. La ilusión de un asado en familia. El sol en un cielo alternativamente celeste o con nubes blancas y espesas. El viento helado. La sonrisa debajo del barbijo pedaleando los 5.88 km que separan mi casa de la de mi padre. El abrazo que no me di con Hila pero que adiviné de cientos de miles de abrazos anteriores. La charla en vivo con papá, ese gesto de darme el mejor bife, el rico vino que me convidó. El amor de ambos, mi amor a ellos.

No sé si lograron imaginarse algo de todo eso.

Así fue mi día ayer.

Y no necesito imaginar nada, porque todavía lo siento en los huesos.