Imaginen.
Una noche me fui a
dormir con la idea de que al día siguiente comería carne a la parrilla en casa
de mi padre. En su compañía y la de mi hermano Hilario.
Hacía tres días que me
dedicaba a una lista de cosas para llevar, de compras, de tareas pendientes. Hacía
tres días había empezado a llenar la mochila –las llaves del departamento, por
ejemplo, para que no tuvieran que bajar a abrirme.
Hacía más días, casi seis,
había inflado la bicicleta y había chequeado, todas las mañanas, que no se
hubiesen desinflado las gomas.
Esa noche me metí en la
cama antes de las 12. Intenté hacer eso todos los días del encierro, y fracasé.
También fracasaron mis trucos para evitar el insomnio, trucos que hasta el
encierro habían cumplido mi deseo de dormir seis horas seguidas. Ya no
funcionan siempre. Tampoco lo hicieron esa noche. Di vueltas sin dormirme,
prendí la luz, abrí el Kindle, apagué la luz a las 3.30.
A las 8 de la mañana
estaba tomando mi Nesquik del desayuno, con el ceño fruncido: el cielo estaba
gris, soplaba un viento inclemente, y el frío era intenso. El asador va a
putear. El asador va a tener razón si dice hoy no es buen día. Y yo no le puedo
pedir, con este clima, que se ponga a mover brasas de un lado para el otro en
el balcón terraza de un séptimo piso. El viento no era lo grave. Lo malo era el
aire helado que empujaba.
Me dediqué a algunas
tareas laborales, moví cosas de un lado al otro de la casa, esperé hasta las 10
de la mañana. Mandé un whatsapp a esa hora. Dijimos vemos en un rato. Si no, lo
pasamos para otro día. Dije sí, sin problemas, sintiendo cómo se desinflaba mi
vida. Pero duró poco, porque enseguida me llamó papá y me dijo que él no tenía
problemas en asar, que en su casa había sol.
Y resultó cierto, no
había sido el habitual optimismo ligeramente esquizofrénico de mi padre. El
viento se había llevado el gris, dejando el aire helado, pero sin nubes.
A la hora señalada, y
habiéndole pedido consejo a los ciclistas experimentados, (Marga, claro, y mi
hermano Ernesto), salí con mi mochila y mi bicicleta, esa que en Rodeo me resultaba
tan amiga y que en la ciudad he usado para ir hasta la Plaza Irlanda nomás (5
cuadras), porque me dan miedo los colectivos y los taxis y todos los vehículos
a motor. Además mi bici no tiene espejos retrovisores, ni bocina, ni luces de
giro.
Guantes, gorro de lana,
barbijo, anteojos de sol, que además cubren los ojos del viento helado, de ese
que hace llorar. Pero me los tuve que sacar, porque se empañan los vidrios, y
más se empañan cuando se va rápido, cuando se pedalea rápido.
Hice una primera parada
en lo de Marga, de donde me llevé unas tres docenas de raviolones. Charlamos un
rato, ella sentada en el escalón de una casa, yo en el escalón de la casa de al
lado. Miramos a la gente en la cola del kiosco de la esquina, ella le dijo a un
hombre que le gustaba su pinta. El man tenía unos pantalones rojos, botines
marrones, un chaleco azul, un sombrero lila. Debajo del sombrero salía un pelo
negro ensortijado. Había estado en esa cola del kiosco y habíamos comentado los
detalles. Creo que lo desconcertó Marga, o las dos, ahí piropeando su atuendo.
Igual le adivinamos una sonrisa.
Después seguí camino.
Era la peor calle, a la que le tenía más miedo, porque suele ser un caos de autos
y colectivos. Pero eran tan pocos que no parecía ser ella misma, Jorge Newbery,
tan despejada.
El puente es empinado,
pero de última lo subís caminando, me había dicho Erne, y yo me dije veremos
cuando llegue. Lo encaré de una, no tenía autos atrás, ni adelante. Lo subí con
esfuerzo, pero lo logré. Y la bajada es una maravilla. Dejar las piernas
quietas y deslizarse por la bajada, y la curva y recorrer casi toda la cuadra
con el impulso, la cara al viento.
Recordé las bajadas
famosas de Miramar, la que llamábamos la de la muerte porque siempre alguien se
caía y quedaba lleno de raspones. La de la llegada al colegio, yendo rápido por
Dardo Rocha, el puente sobre el río, la bajada y la curva a la derecha –esa no
se disfrutaba tanto porque justo ahí, a menos de media cuadra, estaba la entrada
al colegio. Había que frenar casi enseguida, pero era linda, con la calle llena
de las florecitas amarillas de las tipas, el río a un costado.
Llegué y metí la bici
en el garaje, y subí en el ascensor. Abrió la puerta papá, y nos miramos a la
distancia reglamentaria. Empecé a desensillar mientras me rociaba alcohol en
las botas, en la campera. Me lavé las manos, me puse alcohol en gel.
Estaba Hila, y quiso el
abrazo. Y le dije que no, de ninguna manera, hay que estar alejados.
Estaba Hila, y yo
quería su abrazo.
Pero no le di rienda
suelta a lo perdido, a esos gestos de cariño que para él lo son todo y no son
posibles ahora, quizás no lo sean por un tiempo largo.
No le di rienda suelta
a la tristeza porque yo estaba ahí, porque ellos estaban ahí, porque los veía,
sus cuerpos consistentes y reales. Sus voces. Sus maneras de caminar, de
moverse, de hacer.
Papá hablaba por
teléfono con un cliente, así que bajé a comprar el carbón y al volver ya había
empezado con eso de prender el fuego con la ayuda del viento. Me serví una copa
de vino, él se preparó un dry Martini. Le hice compañía en el balcón, entramos
mientras todo se prendía, volvimos a salir.
Hila me acompañó a la
baulera a buscar las pantallas de la lámpara de pie que arregló San Jorge y a
la que pintaré en estos días. Me dijo que estaba un poco aburrido. Lo vi un
poco bajoneado, pero lo hice reír un rato, con alguna huevada que le dije, y se
le iluminaron los ojos, y sonrió.
Hila está más canoso
que nunca. O quizás se nota porque no tiene el pelo tan corto, porque no se
está afeitando y entonces se le ven las canas en la barba. Tiene también en las
cejas, unas cejas que a diferencia de las mías siempre fueron escuetas,
finitas. Hila va a cumplir 47 años en noviembre. Más para espantar los miedos
que por otra cosa me digo pronto le organizaré la fiesta de los 50 años.
Papá pone los bifes en
la parrilla, yo lavo los tomates, Hila pone la mesa.
No ignoramos nada de
nuestras vidas cotidianas. Hablamos seguido por teléfono, nos contamos. No es
necesario informarnos mutuamente de cómo se soluciona la comida, o el lavado de
ropa, o la limpieza de la casa. Tampoco de las series que miramos, o de las
películas que encontramos. Ni siquiera de las noticias necesitamos hablar.
Pero igual lo hacemos,
porque de repente es una fiesta si estamos sentados a la misma mesa.
Cada uno en una
esquina, nos repartimos la carne. Papé decide que el mejor bife es para mí,
porque soy la invitada, y yo lo acepto. La carne no sólo es deliciosa sino que
además es a la parrilla y papá es buen asador. Le digo la última vez que comí
carne a la parrilla fue punta de espalda (un corte sanjuanino que los porteños
no desculamos a qué parte de la vaca corresponde), hecha por el Pata, en Rodeo.
Hace de eso unos 48 días.
Pongo música desde mi
teléfono, la banda de sonido de Motherless Brooklyn. A papá le gusta una
canción de Thom Yorke. Después pone música él, Muse.
Yo no como postre, y
además no me puedo mover de tanta carne con ensalada, pero ellos sí. Hila come
media banana, el Pancho dulce de membrillo con queso.
Hila levanta la mesa
antes de irse a dormir la siesta y me entrega sus anteojos. Tiene una de las
patillas rotas y yo estoy por ir a dar vueltas por el barrio de ellos, dar
vueltas para conseguir cosas.
La óptica es con turno.
Anoto los números.
Voy al kiosco, consigo
cigarrillos. Voy a la farmacia y le compro al Pancho sus ayudameavivires y uno
de los pontingues para la piel de mi cara. Voy al cajero y consigo efectivo. La
pescadería está cerrada.
La avenida Cabildo da
impresión. Hay algunos autos, hay algunos buses. Pero yo la reconozco como esas
avenidas donde en cualquiera de sus esquinas hay gente, mucha gente, esperando
para cruzar. Había algunos paseantes. Pero pocos, y las esquinas estaban
vacías. El sol iba y venía con ese viento tan fuerte, iban y venían las nubes.
Volví pronto y después
de ayudarlo a papá a redactar una furibunda carta, emprendí la vuelta.
Me vestí con el abrigo,
con los protectores antibacterias.
No quise pensar en cuándo
volvería a verlos. Hacía 10 semanas, casi exactas, que no los veía. Papá me
había dejado en la estación de Retiro el 5 de marzo. Cuando volví, sin el
equipo de windsurf porque salí de Rodeo
como huyendo, no le pedí que me buscara en la terminal. Ya era riesgoso meterse
en lugares con gente, no necesitaba más que un taxi normal, yo tenía miedo de
haberme infectado en el bus, tantas horas, tan lleno de gente, un espacio tan
chico. Así que desde ese 5 de marzo hasta ayer no había visto a mi padre, ni a
mi hermano.
No quise pensar que me
quería quedar más horas, o que quería volver al día siguiente.
Me dije ya
volveré. Tengo el permiso de circulación, no me preocupa mucho contagiarlos
porque me he cuidado hasta la obsesión en mis salidas, y además fueron pocas
veces. No los estoy poniendo en riesgo mientras yo no me ponga en riesgo.
No quise pensar en nada
más que en lo bien que me había hecho la compañía de ellos esas horas.
El aire estaba helado,
pero no lo sentí en el viaje. El puente a la vuelta costó más y me dije no es
el bife a la parrilla, ni el vino tinto, es el viento en contra. En la bajada
me reía, y no supe si por la mentira tan absurda que me había contado, o por el
mero disfrute de las bajadas en bici.
Le pifié a un par de
calles a la vuelta y terminé recorriendo adoquines. Son lindas las calles
adoquinadas. Pero no son amables con los culos de los ciclistas. Me dije debo
encontrar caminos alternativos mientras rebotaba. Pero hasta rebotar me hacía
reír.
Llegué a casa y Niqui me
saludó como si me hubiese ido un mes entero. Entre mi vuelta y los huesitos que
le traje, estaba más feliz de lo acostumbrado.
No sé si lograron
imaginarse el día. La ilusión de un asado en familia. El sol en un cielo
alternativamente celeste o con nubes blancas y espesas. El viento helado. La
sonrisa debajo del barbijo pedaleando los 5.88 km que separan mi casa de la de
mi padre. El abrazo que no me di con Hila pero que adiviné de cientos de miles
de abrazos anteriores. La charla en vivo con papá, ese gesto de darme el mejor
bife, el rico vino que me convidó. El amor de ambos, mi amor a ellos.
No sé si lograron
imaginarse algo de todo eso.
Así fue mi día ayer.
Y no necesito imaginar
nada, porque todavía lo siento en los huesos.