martes, 21 de abril de 2020

Día 33



Ayer el horóscopo me dijo que debía pasar tiempo en la naturaleza y,  si eso se complicaba, que pusiera paisajes de bellos bosques y ríos suaves en youtube, para generar los mismos sentimientos que produce la naturaleza.
Ni los horóscopos le escapan a los DNU.

Caí en la tentación de Fauda. Otra vez. Reviso los capítulos viejos antes de ver la tercera temporada. Me maravillo de nuevo (y me da envidia) la capacidad narrativa de los realizadores: a los 15 minutos del primer capítulo, me sudan las manos.
Después me deprimo un poco. No vamos a dejar de matarnos.
Y cuando dejo de dramatizar (la capacidad narrativa del prójimo o las consideraciones sobre las guerras interminables), me dan ganas de ir a Ramallah, y a Haifa. Me pregunto por ese sol inclemente, por el mar que se ve en uno de los capítulos.

Me acuerdo del mar de Mar del Sur. Me digo no quiero un bosque ni mucho menos un río suave. Río suave, qué disparate. Los ríos que me gustan son torrentosos, o tienen olas.

Fantaseo con salir del encierro e ir directamente a meterme al mar. Viajo con el bikini puesto debajo de los jeans. Ir, así, de una, del auto al agua, sacándome la ropa como en la secuencia del comienzo de Tiburón, que mirábamos en Súper 8 en la casa de mi prima Marga, todos los primos reunidos, todos gritando escandalizados y fascinados cuando la chica se va desnudando. Después se la come un tiburón, pero a mí no me va a comer ningún bicho en ese mar.
Y no me va a importar nada que el frío afuera sea tenaz.

Porque a veces las fantasías son ir a comer un asado a lo de mi padre, o ver a mis amigas – lo que normalmente hago todo el tiempo. Y a veces son fabulosas, como meterse al mar, o volver a navegar en Rodeo, o ir a Riyahd a visitar a una amiga, o Ramallah y Haifa.
Es curioso que, de alguna manera, las fabulosas son fantasías corrientes. Siempre tengo esas fantasías. En cambio las otras, que normalmente son deseos que duran poco porque se realizan enseguida, en estos días parecen inasequibles y perdieron su ordinariez.

No tengo rosales. Cuando fui a buscar el año pasado en el vivero del barrio, todavía no los vendían. Parece que si no tienen flores, la gente no los compra, entonces los viveros no ponen rosales a la venta. Y después no los quise comprar porque me iría de vacaciones y correrían el riesgo de morirse de sed en mi terraza. Después me encerré. No tendré rosas hasta el verano que viene.
En cambio los jazmines, los malvones y rosas chinas, la Santa Rita, todos esas plantas están fuertes y no dan sensación de haber acusado el otoño.

Me pregunto si empezar el Ulises o leer algo menos demandante. Me digo si logro engancharme, es de esas novelas con las que el planeta puede explotar y yo no darme cuenta. Eso es buena idea –lo de no darme cuenta. Pero primero tiene que engancharme, y con el desorden de atención nacido del encierro, es casi imposible. Por si acaso, la saqué del estante.

Ayer a la noche las voces de las vecinas se escucharon hasta tarde. Tarde de veras. Como hasta las 2 de la mañana estuvieron trajinando. Sólo ellas. Ni los hombres, que casi no se escuchan, ni los niños. No se oían nítidas sus voces. Imaginé la escena: sentadas bajo el cielo quieto de anoche, en sillas de jardín blancas, sin ningún niño alrededor, una botella de vino, tinto seguro, y las copas. Era un buen plan.

Hoy está más fresco que ayer. Yo esperaba Sudeste. Pero fue Sur, Sudoeste. Mejor. Total, no puedo navegar, y este viento mantiene al sol destapado.

Hoy las vecinas no saldrán al jardín. O quizás sí. Estaré atenta.