lunes, 6 de abril de 2020

Día 18




Ayer a la tarde, después de haber estado vegetando un poco, buscando en vano la esencia del domingo, esa esencia esquiva cuando todos los días son iguales, cuando todos podrían ser el mismo día, un domingo, o un miércoles, después de haber visto un poco de tele con la comida, me puse a ordenar cosas.

Así como sin orden. Ordenaba sin orden. Iba de un lado al otro de la casa y ponía el buzo que me había puesto a la mañana en su lugar, las zapatillas que dejé al lado de la cama, en el ropero, los libros que van cubriendo el escritorio de vuelta a sus espacios en los estantes de la biblioteca.

Llamé a papá por teléfono. Y mientras hablaba con él subí a la terraza, a ver si se había secado la ropa que había colgado. Y hablando empecé a sacar unos pocos yuyitos (en estos tiempos no sucede eso de que de repente miro las macetas y son pequeñas junglas, porque las miro todos los días con atención, no solamente las riego, y había estado sacando yuyos la semana pasada, o quizás la anterior, así que los que había eran pocos, y pequeños).

Hablamos de unas series, hablamos de una película. De actores. De Brad Pitt (que además de estar genial en Once upon a time… in Hollywood, está tan guapo).

Y después seguí con lo de sacar yuyitos. Y moví los sillones de la terraza de lugar. Y la mesa. Y los bancos.  Siempre tengo la sensación de que mi terraza podría ser más atractiva de lo que es. Me digo es la falta de parrilla. O la falta de plantas. O porque el piso es más bien feúcho. Lo curioso es que la veo desangelada cuando la miro. Pero cuando me siento ahí, a leer, es el mejor lugar de la ciudad. Levanto los ojos del libro y todo lo que veo me gusta. Es sólo cuando la miro críticamente. O cuando saco una foto y no veo lo mismo que siento. Algo así. Por eso voy moviendo los muebles, a veces las macetas. Algún día todo tendrá su lugar, me digo mientras pruebo las variantes.

Barría las hojas caídas, las flores de la rosa china que, después de alegrar por un día la terraza, se cierran y se caen. Barría las hojas y la tierra que se filtra de las macetas al regar.

Y entonces miré hacia la casa de al lado, que había estado silenciosa estos días, y ahí, en el descanso de la escalera externa que baja al jardín, estaba una de mis vecinas. Una de esas voces sin cuerpo que de repente tomó forma de cuerpo.

Nos saludamos, porque justo ella me estaba mirando. Desde mi terraza a esa escalera debe haber unos diez metros de distancia. Fueron dos holas al mismo tiempo. Y enseguida ella preguntó: ¿cómo estás? ¿cómo va todo?

Me resultó tan desconcertante que casi tartamudeo.

No solamente porque había cobrado forma una de las voces que mejor conozco de todo el barrio (casi no conozco a nadie, aunque los haya leído por whatsapp). Tampoco fue el hecho de que nos saludáramos. Ni siquiera que me preguntara.

De alguna manera, esta señora logró preguntar como si de veras estuviera interesada en mi bienestar. De hecho, me creo aún que lo estaba, y que era sincera.

Se me ocurrió entonces que ellos también me escuchan.

Escuchan cuando le digo a Niqui que no ladre (hay horarios en que la censuro), escuchan cuando le hablo, cuando le digo Niqui, hay cuarentena, no podemos salir. Cuando la corro por toda la terraza y le digo que es un gremlin punk. Cuando le digo sos una perra loquita, porque de repente  se puso a correr en círculos por el patio. Cuando la alzo y le digo que es la perra más linda del mundo. Que es mágica.

Quizás también hayan escuchado mi charla sobre actores con papá.

Tal vez putean cuando pongo música, aunque me haya mantenido alejada del metal en estos días.

Se me ocurrió que escuchan mi voz y ellos, que están juntos, quizás piensan que estoy tan sola, pobre la vecina. Yo a veces pienso de ellos que son demasiados en un mismo espacio. Que me volvería loca, aunque ellos comen asado y bailan salsa, y se ríen de sí mismos, juntos, yo a veces pienso qué pesadilla, tanta gente conviviendo.

Le dije estoy bien, gracias, ¿ustedes? Puso cara de bueno, acá estamos y me dijo estamos todos juntos.

No le dije qué suerte tienen. Le dije me alegro, y justo alguien la llamó. Por suerte alguien la llamó desde abajo, porque en realidad no supe cómo seguir la conversación, y me hubiese gustado seguir la conversación. Pero mi “me alegro” fue tan desangelado y definitivo que si yo hubiese sido ella me habría ido corriendo. Atiné a sonreírle, y me felicito por eso, por no parecer más insociable de lo que soy. Y ella también me sonrió y bajó las escaleras, a atender el sonido de otra voz.

Lo más desconcertante, en realidad, fue descubrir que existo en el universo de la casa de al lado. No sé de qué forma. No sé cómo sueno. Pero existo.