lunes, 20 de abril de 2020

Día 32



Hace dos años que volví de Rodeo a la ciudad.

Prefiero celebrar esa fecha a celebrar el mes de encierro.

El invierno en Rodeo era complicado.

No era solamente el frío. Aunque la temperatura a la noche bajara tanto y la leña fuese cara, y la electricidad más aún. Había que levantarse tarde, y meterse adentro de la casa antes de las 6 para prender la chimenea y que la casa no se enfriara. Una hora antes de ir a dormir, prender la estufa eléctrica en el cuarto, y dejarla prendida si se podía pagar, y aun así meterse debajo de varias mantas pesadas. Era desesperante despertarse en mitad de la noche con ganas de hacer pis, y tener que salir del capullo calentito que era la cama y meterse en un baño al que no calentaban ni la chimenea ni la estufa eléctrica. Aún en los peores inviernos porteños, si me despierto para ir al baño, prefiero el piso frío en los pies que andar buscando dónde dejé las zapatillas. En Rodeo las zapatillas duermen al lado de la cama, acomodadas casi milimétricamente en el lugar adonde irán a parar los pies.

Tampoco era el viento. Al menos no para mí, ni para los que fuimos buscando viento. Ni siquiera odiaba el Zonda, aunque el Zonda es odioso. No me importaba que se oyeran todo el día los vidrios retumbando, ni los álamos entrechocándose. No me importaba el polvo que se colaba por todos los resquicios cuando soplaba Zonda, ni el polvo de los días normales, los días de Sur. No me importaba que la ropa, de cualquier color, tuviera pinta de no haber sido lavada en años a la media hora de ponérmela.
No era el silencio, ni las lunas enormes, o las noches donde se ven estrellas que no he visto nunca en ningún otro cielo. No era ver la cordillera nevada hasta la base, ni un poco nevada. No era ver la cordillera, que incluso se veía mejor en invierno porque no la tapaban las hojas de los álamos. No eran, claro que no, los atardeceres de Zonda, unos cielos rojos que no he parado de fotografiar.

Lo malo del invierno en Rodeo tampoco era que no se pudiera navegar. Era duro, es cierto, pero si se le ponía un poco entusiasmo, y mucho de descaro, se podía ir uno al dique con un millón de capas de lana cubriendo todos las partes del cuerpo excepto los ojos (necesitados para manejar la moto), e ir hasta la playa, cambiarse rápido, ponerse aún más rápidamente el neoprén, y meterse al agua. No más de 40 minutos. Porque los pies se ponían azules a pesar de las botitas, y las manos dolían. Había que ir con alguien, eso sí era absolutamente necesario. Por si ocurría un accidente. El dique es una pileta, siempre se llega a alguna costa. Pero flotar en el agua a 5° C es sinónimo de hipotermia, así que había que ir con alguien que al menos mirara desde la costa, un alguien que pudiera llamar a Seguridad Náutica para el rescate. Y si faltaban el entusiasmo, o el descaro, o alguien que hiciera compañía, igual nunca pasaba mucho tiempo sin navegar.

Mi cuerpo tiene todavía el recuerdo de salir del agua, completamente helada, los pies y las manos tiesas y ligeramente azules, subirme al auto de una amiga, ir a las termas,  y meter ese cuerpo helado y apaleado por el ejercicio, en el agua mágica de Pismanta. Esos días era la pileta de 42° C. Después echarse en una tumbona, envuelta en una toalla, recuperar el ritmo cardíaco, luego vestirse e ir, casi desmayada pero feliz, a comer. Una botella de vino, charla de amigas. Pocas veces he dormido mejor que cuando los días terminaban así.

Tampoco era tan grave eso de no trabajar. Los trabajos de temporada –guarderías, bares, restaurantes, cabañas, hoteles– se terminan cuando se va el último turista. A veces terminan antes, porque los turistas pueden seguir yendo aun cuando hace frío, pero qué sentido tiene tener un restaurant abierto en abril, si con suerte funcionará, con 2 mesas, un sábado perdido. Los dueños de los bares, o de las cabañas, además, ya no necesitan ayuda para esas fechas. No era grave porque en general el trabajo en la temporada era de miles de horas seguidas, sin descanso (en mi caso, podía no descansar pero siempre navegaba), y cuando llegaba marzo ya todos estábamos agotados, y en abril teníamos las montañas, el dique, todo para nosotros, y el gozo era indescriptible. Sólo navegar, sin ninguna obligación y con todo el día por delante. Sacábamos la llave de la guardería de su escondite y nos metíamos al agua, sin nadie que nos preguntara nada sobre Rodeo, el turismo o el viento. No se hablaba de eso ya.

Los que no navegaban porque no daban el entusiasmo y el descaro tenían las clases de Tejido, las de Carpintería (nunca llegué a tiempo a la inscripción, pero me hubiese gustado y siempre sospeché que habría sido mejor carpintera que tejedora), las clases de yoga de Carito en Las Flores, las de Pali en su casa (terminaba la clase y tenías una butaca de primera fila a la mejor vista de Rodeo), y los caminos de ripio para caminatas interminables. Montañas y cuevas para explorar. Con una camioneta, se podía ir del otro lado del dique y buscar leña y creerse los leñadores de las películas. También hemos ido de excursión y nunca llegué a San Guillermo, pero está ahí, cerca, aunque sea de tan difícil acceso.

Yo, además, aprovechaba las mañanas y escribía, o leía. La vida soñada: escribir a la mañana, salir a navegar a la tarde, volver y leer al lado de la chimenea.

Todos los sueños tienen truco.

Ninguno de esos obstáculos era insalvable.

Sí lo era, en cambio, la poca gente.

Llegaba marzo y los turistas eran cada vez menos, excepto en fines de semana largos como Semana Santa, o Carnaval. Cada vez menos hasta que un día ya no quedaban turistas. Nos gustaba marzo, a mí me gustaba mucho marzo. Porque si bien había gente, no era la ausencia tan desolada del invierno.

En invierno se empezaban a ir incluso los amigos. Se iban a Brasil o Hawaii, o Canarias. Se iban a Córdoba, a Rosario, a Buenos Aires. Yo también me venía a la ciudad un rato. Un invierno pasé 4 meses en la ciudad. Una amiga se quejaba por whatsapp porque yo estaba acá, y Maggie en Maui, y ella se juntaba con “los amigos de invierno”, que era toda gente que no nos gustaba mucho, pero con la que igual ella se juntaba ese año, y yo el año anterior, y el siguiente. Porque de repente ni siquiera quedaba el staff estable. Ni siquiera el equipo de rugby (yo le decía así porque calculaba que éramos 15) llegaba a estar presente.

No eran siempre los mismos los que se quedaban, los que se iban. Era variable. Y algunos se iban unos meses, otros se iban antes, o más tarde. Entonces éramos muy pocos. Íbamos a las clases de esto o aquello. Nos juntábamos para comer asado, o puchero, hacíamos caminatas. Hacíamos muchas cosas juntos, y a veces ese juntos era con gente muy conocida (después de todo, es fácil conocerlos a todos si “todos” son quince), pero no necesariamente querida. En Rodeo, en invierno, funciona mucho el “es lo que hay”, y por ver el vaso medio lleno siempre uno termina comiendo un asado con un grupo de personas a las que no solamente no quiere sino a la que además quizás desprecia un poco. Porque una es snob, o porque esa gente no es buena gente, o una cree que no lo es. O, simplemente, es gente que no tiene nada que ver con una y una se termina preguntando qué hago acá.  O no se lo pregunta, y se cree que la pasó bien, porque lo único que se buscaba esa noche era compañía. Otro intento de evitar la evidencia de la soledad.

La misma gente. La misma historia, los mismos personajes, las mismas voces contándola. Año tras año. Las mismas obsesiones. Los mismos rencores. Las mismas rivalidades. Los mismos grupos. Un tema único, repetido hasta el hartazgo.

La sordera buscada ante esa repetición –para no aburrirse, se deja de escuchar esa misma historia. Y después, la sordera total –llega un día en el que de tanto esfuerzo por no escuchar, se convierte uno en sordo.  Las cosas que te ayudan a vivir y eventualmente te terminan matando.

Al llegar a Rodeo no me di cuenta. Después fui definiendo esa sordera que atacaba a la gente. Esa sordera que hacía que nada más que lo que estaba en sus cabezas existiera. Así fuesen pensamientos profundos sobre la naturaleza humana, amor por la vida, conciencia del disfrute de la eterna luz del sol, solidaridad interminable en los pueblos donde todo es tan arduo y donde todos son conscientes de la ayuda que necesita a veces el otro, de la que uno mismo necesita. O pensamientos de rencor a esa amiga que ya no te escucha, porque fue captada por la sordera, pero todavía no te diste cuenta de que vos también lo estás, de que ya no la escuchás, de que ya no hay timbre de voz que te saque de tu propio discurso sobre ella, ni a ella del que tiene sobre una. Pensamientos de desprecio hacia el que no se da cuenta de que está enroscado en su propia realidad, y que es una realidad paralela, distinta de “la real” pero, más que nada, de la propia.

Después de definirla, pensé que la podía evitar. Que no sería nunca sorda, que no me enroscaría con un mismo tema, que a mí no me pasaría. Que no me dejaría convencer por las palabras de alguien diciendo yo tengo razón sólo porque resulta más cómodo dejarse convencer que combatir esa postura, porque combatirla significa, quizás, quedarse afuera del grupo que come puchero.

Nunca desdeñé el poder de las ciudades para generar preguntas. Pero les di a los libros, a las películas, a todos los textos que pululan por internet, el poder de sacarme del mundo encerrado de 3 o 4 personas diciendo lo mismo siempre. Supuse que la ficción (escrita por mí, o por otros) le concedería a mi cerebro la apertura suficiente –si bien no tanta como en las ciudades, la necesaria para no ser sorda. Que no necesitaba más que unas semanas por año de cine y museos. El resto estaría en el ciberespacio, o en los libros que me llevaba todos los años para allá.

No la pude evitar.

Recuerdo el momento en el que me di cuenta. Era un asado, de noche, el mundo afuera era helado, nosotros tomábamos vino al lado de la chimenea, la misma donde se cocinaba la carne. El dueño de casa había puesto música, se estaba bien adentro, íbamos a comer rico.

Nos pasamos una hora entera hablando de una mina a la que conocíamos pero no era amiga, ni siquiera “amiga de invierno”. Una sanjuanina que solía estar casi toda la temporada en Rodeo, o yendo y viniendo, nunca supe bien, y que había terminado trabajando en Rodeo. Era kitera ella, y no nos veíamos en la playa nunca, a veces de noche, en alguna fiesta, de esas fiestas en las que se baila y no se intercambian más que saludos. Me parecía ñoña, pero buena onda.

La charla empezó porque se comentó que estaba de novia con un señor que todos considerábamos impresentable. No porque no era guapo, eso no –aunque es de veras feúcho. El señor en cuestión tenía fama de golpeador, de machista, y además era mucho más grande que esta mina.

En toda esa hora, lo único que hicimos fue, cada uno, decir el motivo por el cual ella estaba con él. Uno decía es el poder que tiene este tipo (el señor impresentable era uno de los atornillados a la Municipalidad). Otra decía es impresentable pero chamuya bien, te convence. La otra decía tiene guita. Yo decía lo elige porque es lo que hay y prefiere mal acompañada a sola.

Cuando volví a mi casa, donde todavía el fuego estaba prendido, cuando me estaba por acostar, pensé mejor habría sido quedarme acá. Me había aburrido tenazmente todo el asado. Repasé los momentos, las charlas, para buscar el motivo de ese aburrimiento, si no había sido un asado con esos personajes que no me gustaban, había sido un asado con gente que me caía bien, con quienes la pasaría bien siempre, y no solamente en un invierno en Rodeo, cuando no hay nada más.

Unos días después me encontré a esta mina con este señor impresentable, y ella estaba sonriente, y él tenía cara de haberse ganado la lotería, y me deprimí. Porque la decepción que sentí de mí misma fue inmensa. Yo no creía que ella prefiriera estar mal acompañada porque yo hubiese preferido lo mismo. Yo creía eso porque a mí me habría gustado compañía, pero yo era, me creía, menos permeable a ese “es lo que hay” del pueblo chico que se reduce aún más en invierno. Yo me creía inmune, y había cometido el pecado de sordera y de construir en mi cabeza el mundo de ellos dos. En lugar de mirarlos, de escucharlos, había zanjado la cuestión con todos los prejuicios pedorros de costumbre –y me había creído todo ese discurso, mi discurso, sin ninguna realidad que le diera cuerpo. Ni siquiera había considerado las otras teorías, ni que el man fuese poderoso, ni rico, ni bueno chamuyando.

En los días siguientes me presté atención. Me había quedado sorda.

Eso era Rodeo. El encierro dentro de la propia cabeza.

Por eso me fui.

Por eso necesito creer que el invierno se terminará alguna vez.