sábado, 18 de abril de 2020

Día 30



Cuando decidí hacer este blog pensaba que el encierro duraría poco, me dije no va a ser grave, lo puedo hacer –el blog, y a eso de mantener la dignidad durante el encierro. Tendría algo a lo que dedicarme, siempre escribo, la tarea de corregir un poco esos escritos me vendría bien como ejercicio. Con el blog le sumaba a mi lista de actividades diarias una que me resultaba familiar, en lugar de ponerme a grabar videos, o seguir cursos de ikebana online para pasar las horas.

Que podía ser, además de un diario público, una suerte de diario de campaña de los días anteriores a la explosión del planeta en mil pedazos –porque, ¿quién no quiere ser testigo de eso? Y resulta que nadie. Se la pasa como el culo todo el día, tratando de evadir la realidad  (en lugar de atestiguarla a través de una pantalla), porque la realidad muestra cadáveres en las calles de las ciudades, hospitales repletos de futuros muertos. En la realidad tengo un miedo espantoso de morirme de alguna cosa gástrica que nunca sufro pero que seguro sufriré y nadie atenderá, o de un paro cardíaco en mi casa. La realidad está compuesta, en estos días, por todos los miedos: el sufrimiento o la muerte de las personas amadas, la soledad de esa muerte, más sola que cuando uno puede visitar al enfermo en hospitales, el miedo a la propia muerte, y encima todo por culpa de una gripe salida de una película apocalíptica clase B.

Que se me ocurrirían ideas, porque estando todo el día al pedo a una se le ocurren ideas todo el tiempo –generalmente son pedorras, pero igual son ideas. Que tendría el tiempo para pensarlas, darlas vueltas por todos los costados, elaborarlas y quizás, tal vez, no eran tan malas después de todo. También tendría ese lujo del tiempo para escribirlas.

Pero resulta que hasta las ideas sobre ponerle cebolla a una salsa se escapan en estos días.

Agradezco que el blog exista. Agradezco tener una excusa para mover mi culo desde el sillón de abajo a la silla giratoria de mi escritorio en la planta de arriba. Sobre todo, agradezco que al menos una de las tareas del día esté definida, en lugar de, como me sucede a veces, pasarme una hora yendo de un lado al otro de mi casa, evaluando si leer al sol, o limpiar la casa, o ponerme a tejer –porque en esos momentos me pregunto por la productividad. Si soy productiva, la culpa se diluye. Me siento menos contingente. Hago “algo”. Y entonces leer nunca gana. Y cuando lo hace, debo hacer, contrariamente a lo que me suele suceder, un esfuerzo enorme por seguir sentada y quieta –al sol, en el sillón, en la mecedora.

Pero hay días en que ser el anillo de Sauron ya no es atractivo: demasiados días escribiendo demasiadas banalidades para justificar la existencia del blog.

Y encima no estoy disfrutando de la lectura al sol porque le dedico toda mi atención (escasa últimamente), a un blog que de todas maneras no tiene atractivo. Le echo la culpa al blog, entonces, porque es más fácil eso que pensar que no puedo, que no estoy preparada, que en el fondo me están ganando el encierro y la locura.

Entonces un día me dije vamos a ver qué pasa si me tomo unas mini vacaciones. Escribí dos entradas una tarde, y al día siguiente no tenía esa obligación. Podía dedicarme a corregir un cuento, o a escribir uno nuevo. Podía simplemente leer, como si estuviese de vacaciones. Podía pasarme el tiempo sin hacer absolutamente nada productivo.

Fue un día horrible. Me pregunté, entonces, si era solamente un tema del encierro o de mi vida en general, lo de no poder quedarme quieta y en paz. Y admito que en general me cuesta quedarme quieta, pero normalmente amo quedarme quieta con un libro sobre la falda.

Como todo en estos tiempos, no he encontrado una definición.

Ni dónde está la verdad, ni quiénes son los malos y quiénes los buenos.

Sobre todo, no sé cómo armar una vida cotidiana como la de antes. Es decir, una vida en la que venzo al fantasma de la incertidumbre en todos los asaltos.