domingo, 29 de marzo de 2020

Día 10



Dizque hoy es el último día de sol. Después habrá nubes, incluso lluvia.

Hace demasiado calor para ponerme al sol en la terraza.

La lluvia me gusta. Me gustó siempre, pero más después de haber vivido en el desierto. El ruido que hace contra el techo de chapa en mi casa de la playa, contras las hojas de los árboles, o cuando cae, fuerte, sobre el patio.

Igual espero que no llueva. No sé si me gusta tanto como para agregarla de condimento a este encierro. O que llueva por un día, limpie el aire, las calles, y al día siguiente salga el sol. Para al menos tener luz.  

También dicen, los gurúes que consulto, que el martes va a haber una sudestada maravillosa. Me pregunto si los que viven cerca del río irán a navegar. ¿Quién los puede agarrar? ¿Prefectura? Ir rápido, con una tabla chica, y meterse entre los juncos cuando aparezca un barco. Quizás no son más de quince minutos de navegada. Pero eso minutos, hoy, me valdrían horas enteras. No digo salir de una guardería. Digo salir de una de las orillas mugrientas del Río de la Plata.

Una vez, no sé porqué papá no tenía los equipos en una guardería, fuimos con él al río, a una de las pocas bajadas libres. En realidad, ni siquiera era una bajada. Era un pedazo de tierra sin construcciones, lleno de juncos y bastante basura, con salida al río. Era tan espantoso que él mismo le decía “el basural”. Aunque, más que espantoso, era desprolijo. Una orilla deshabitada del Río de la Plata, en zona norte, cerca de la Reserva.

Era de esos lugares que en las películas se usan para tirar cadáveres. Todas las veces que veo una película o serie donde tiran un cuerpo al río, o lo entierran en el desierto, me digo para eso es necesario un río con una corriente hacia el medio de la nada, o un espacio abierto muy grande, de esos que escasean en las ciudades.

“El basural” tenía pinta de ser un buen sitio para descartar un cadáver.

Esa vez que fuimos con papá y Alberto al “basural”, estaban también mi hermano Ernesto y un amigo suyo, un chico de Luxemburgo, un chico blanco, muy blanco, con pelo rubio paja, los ojos celestes, los modos impecables.

No sé cómo será la costa de otros ríos. El piso  de la costa en zona norte suele tener un lodo espeso, bastante maloliente cuando el río está bajo. Si se lo mira del lado bueno, es una suerte de chocolate derretido que se mete entre los dedos de los pies. Uno se hunde un poco, casi hasta el tobillo, en ese chocolate espeso. Un poco más adentro ya no está blando, ni pegajoso.

Hacía calor, el sol se reflejaba en el río, soplaba viento.

No encontramos ningún cadáver. Pero, en cambio, encontramos una suerte de rayuela con una gallina hipnotizada en donde estaría el cielo.

Estábamos bajando los equipos del auto y buscando un buen lugar donde acomodarnos. De repente vimos esta gallina, inmóvil en el medio de unos pastos altos. Nos acercamos, y la gallina seguía ahí, tiesa. No podía estar muerta, porque estaba bien erguida sobre sus patas, y tenía los ojos abiertos. Pero no reaccionaba ante nuestra presencia. No se movió. Más de cerca notamos la cuadrícula parecida a la de una rayuela, la gallina en la punta, donde estaría el cielo.

No quisimos verla bien, no nos acercamos lo suficiente. No tengo recuerdo de qué cosas había en cada uno de los cuadrados. Alguien dijo es una macumba, y nunca supe bien qué era eso, pero una gallina hipnotizada, al sol, en un lugar perfecto para tirar cadáveres, no presagiaba nada bueno. Así que seguimos de largo, y olvidamos la gallina.

Armamos los equipos y mientras papá navegaba, los chicos nos quedamos jugando en el agua. Ya no éramos tan chicos en realidad. Pero nos metimos al agua, y tomamos sol en la orilla.

No sé si hablábamos mucho. Recuerdo el sol, el agua, el barro. Recuerdo nadar, sentir el chocolate mugriento y suave en los pies, el gusto ligeramente químico del río, la piel acariciada por el viento.

No recuerdo qué hacía Ernesto. Ni qué hacía yo, específicamente.

Lo inolvidable de esa mañana fue Stephan. El más contento de todos era este muchacho de Luxemburgo. Se pasó las horas con los pies metidos en el barro, cayéndose de espaldas al agua, tirándose de costado, chapoteando como un niño, sacando del fondo las manos llenas de lodo, metiendo la cabeza debajo del agua. Recuerdo, también, su risa. Y no sé de qué se reía. Era, en ese momento, la criatura más feliz del universo.

Estaba en el agua un día de verano, hacía calor. Pero nosotros teníamos una pileta en casa, rodeada de un jardín perfecto, y todas las comodidades posibles, y nunca lo habíamos visto tan contento. No estaba solamente refrescándose.

Nunca supimos lo que él pensó ese día.

Quizás estaba contento porque iba a poder contarle a sus amigos que había visto la Latinoamérica que había esperado encontrar, en lugar de una ciudad como cualquier otra, caótica, acaso bella, u horrible, pero ciudad, como tantas otras. Iba a poder decir que sí existían el Coronel Aureliano y Remedios la Bella. Que él había podido verlos.

O tal vez no.

Me gusta pensar que la gallina, la basura que había acumulado la marea en la orilla, esa sensación de estar ocupando un lugar reservado a quienes esconden cuerpos, o practican magias oscuras, sumado al lodo maloliente pero que se siente tan bien en el cuerpo, y el agua que parece interminable en ese río, lo hicieron soltar amarras. Y sentir las infinitas posibilidades del mundo.