Dizque hoy es el último
día de sol. Después habrá nubes, incluso lluvia.
Hace demasiado calor
para ponerme al sol en la terraza.
La lluvia me gusta. Me
gustó siempre, pero más después de haber vivido en el desierto. El ruido que
hace contra el techo de chapa en mi casa de la playa, contras las hojas de los árboles,
o cuando cae, fuerte, sobre el patio.
Igual espero que no
llueva. No sé si me gusta tanto como para agregarla de condimento a este
encierro. O que llueva por un día, limpie el aire, las calles, y al día
siguiente salga el sol. Para al menos tener luz.
También dicen, los
gurúes que consulto, que el martes va a haber una sudestada maravillosa. Me
pregunto si los que viven cerca del río irán a navegar. ¿Quién los puede
agarrar? ¿Prefectura? Ir rápido, con una tabla chica, y meterse entre los
juncos cuando aparezca un barco. Quizás no son más de quince minutos de
navegada. Pero eso minutos, hoy, me valdrían horas enteras. No digo salir de
una guardería. Digo salir de una de las orillas mugrientas del Río de la Plata.
Una vez, no sé porqué
papá no tenía los equipos en una guardería, fuimos con él al río, a una de las
pocas bajadas libres. En realidad, ni siquiera era una bajada. Era un pedazo de
tierra sin construcciones, lleno de juncos y bastante basura, con salida al río.
Era tan espantoso que él mismo le decía “el basural”. Aunque, más que
espantoso, era desprolijo. Una orilla deshabitada del Río de la Plata, en zona
norte, cerca de la Reserva.
Era de esos lugares que
en las películas se usan para tirar cadáveres. Todas las veces que veo una
película o serie donde tiran un cuerpo al río, o lo entierran en el desierto,
me digo para eso es necesario un río con una corriente hacia el medio de la nada,
o un espacio abierto muy grande, de esos que escasean en las ciudades.
“El basural” tenía
pinta de ser un buen sitio para descartar un cadáver.
Esa vez que fuimos con
papá y Alberto al “basural”, estaban también mi hermano Ernesto y un amigo
suyo, un chico de Luxemburgo, un chico blanco, muy blanco, con pelo rubio paja,
los ojos celestes, los modos impecables.
No sé cómo será la
costa de otros ríos. El piso de la costa
en zona norte suele tener un lodo espeso, bastante maloliente cuando el río
está bajo. Si se lo mira del lado bueno, es una suerte de chocolate derretido
que se mete entre los dedos de los pies. Uno se hunde un poco, casi hasta el
tobillo, en ese chocolate espeso. Un poco más adentro ya no está blando, ni
pegajoso.
Hacía calor, el sol se
reflejaba en el río, soplaba viento.
No encontramos ningún
cadáver. Pero, en cambio, encontramos una suerte de rayuela con una gallina
hipnotizada en donde estaría el cielo.
Estábamos bajando los
equipos del auto y buscando un buen lugar donde acomodarnos. De repente vimos esta
gallina, inmóvil en el medio de unos pastos altos. Nos acercamos, y la gallina
seguía ahí, tiesa. No podía estar muerta, porque estaba bien erguida sobre sus
patas, y tenía los ojos abiertos. Pero no reaccionaba ante nuestra presencia.
No se movió. Más de cerca notamos la cuadrícula parecida a la de una rayuela,
la gallina en la punta, donde estaría el cielo.
No quisimos verla bien,
no nos acercamos lo suficiente. No tengo recuerdo de qué cosas había en cada
uno de los cuadrados. Alguien dijo es una macumba, y nunca supe bien qué era
eso, pero una gallina hipnotizada, al sol, en un lugar perfecto para tirar
cadáveres, no presagiaba nada bueno. Así que seguimos de largo, y olvidamos la
gallina.
Armamos los equipos y mientras
papá navegaba, los chicos nos quedamos jugando en el agua. Ya no éramos tan
chicos en realidad. Pero nos metimos al agua, y tomamos sol en la orilla.
No sé si hablábamos
mucho. Recuerdo el sol, el agua, el barro. Recuerdo nadar, sentir el chocolate
mugriento y suave en los pies, el gusto ligeramente químico del río, la piel
acariciada por el viento.
No recuerdo qué hacía
Ernesto. Ni qué hacía yo, específicamente.
Lo inolvidable de esa
mañana fue Stephan. El más contento de todos era este muchacho de Luxemburgo. Se
pasó las horas con los pies metidos en el barro, cayéndose de espaldas al agua,
tirándose de costado, chapoteando como un niño, sacando del fondo las manos
llenas de lodo, metiendo la cabeza debajo del agua. Recuerdo, también, su risa.
Y no sé de qué se reía. Era, en ese momento, la criatura más feliz del
universo.
Estaba en el agua un
día de verano, hacía calor. Pero nosotros teníamos una pileta en casa, rodeada
de un jardín perfecto, y todas las comodidades posibles, y nunca lo habíamos
visto tan contento. No estaba solamente refrescándose.
Nunca supimos lo que él
pensó ese día.
Quizás estaba contento
porque iba a poder contarle a sus amigos que había visto la Latinoamérica que
había esperado encontrar, en lugar de una ciudad como cualquier otra, caótica,
acaso bella, u horrible, pero ciudad, como tantas otras. Iba a poder decir que
sí existían el Coronel Aureliano y Remedios la Bella. Que él había podido
verlos.
O tal vez no.
Me gusta pensar que la
gallina, la basura que había acumulado la marea en la orilla, esa sensación de
estar ocupando un lugar reservado a quienes esconden cuerpos, o practican
magias oscuras, sumado al lodo maloliente pero que se siente tan bien en el
cuerpo, y el agua que parece interminable en ese río, lo hicieron soltar
amarras. Y sentir las infinitas posibilidades del mundo.