sábado, 4 de abril de 2020

Día 16



¿Cómo es el amor en tiempos del cólera?

Yo no necesito leer, por ejemplo, la nota instructiva de la BBC sobre cómo tener sexo en estos tiempos.

El único látex que veo, y huelo, ahora, es el de los guantes que me compré en la farmacia un día y que usé una sola vez. Antes era un olor asociado al sexo. No usaba guantes para lavar la vajilla, y no sé en qué otra cosa hay látex. En los globos, supongo, pero la última vez que inflé globos fue para el cumpleaños de uno de los hijos de Georgie, y nunca más me acerqué a alguno, por si acaso debía inflarlo (encima los de aquella vez eran metalizados, y parece que todos saben que los metalizados son más duros).

Por otro lado, ya sé que Tinder no es lo mío, aunque sigo intentando, porque estoy segura de que algún día escribiré el cuento más absurdo del mundo.

El sexo virtual… Me han dicho que el sexo por internet, videochat, etc., es igual al onanismo. Me lo dijo alguien con evidente desprecio por ese momento de introspección y amor propio, pero más allá de lo derogatorio de la declaración, sí es cierto que estaría faltando el otro, y que aquellos acostumbrados a tener al otro involucrado físicamente en la actividad, podrían encontrar insulso el sucedáneo.

Pero como estuve hablando con dos amigas cuyos problemas son parecidos, mi cerebro se puso a darle vueltas y más vueltas –eso hace seguido mi cabeza últimamente: parece un trompo en movimiento continuo.

La cosa empezó preguntándome cómo era para aquellos que se habían quedado uno y el otro en una y otra casa.

Me dije es como las relaciones a distancia, eso que siempre se cree que no funcionan, pero todos tenemos una amiga o conocido, o amigo de una amiga, o de una prima, o de un compañero de trabajo, a quien sí le ha funcionado.

Más allá del resultado, pienso en el cómo del transcurso antes de las perdices o de la separación.

Se mandan whatsapps. Si ya entre amigos nos mandamos miles de whatsapps, imagino que con el amor al otro lado de la ciudad esos miles deben multiplicarse. También llamadas por teléfono.

O videollamadas. Debe ser mejor la comunicación la videollamada. Recuerdo una vez, esos días en que el lado oscuro se manifiesta a través de incomodidad con todo lo que existe, le escribí a un amante (eran épocas de mensajes de texto), y este muchacho me puso en el freezer. Yo quería aire acondicionado (él tenía en su casa y yo he despreciado los aires acondicionados hasta el último verano, en que fantaseé y deseé tener uno), y compañía. A cambio recibí dos semanas de silencio. Y yo pensando que había sido tan clara.

Así que supongo que las videollamadas, en las que se ven las caras, son lo mejor, para definir los matices de lo que dice el otro y no pelearse sin poder reconciliarse y hacer cucharita después.

Porque eso ES un problema. Lo de pelearse, digo. Imagino poner cara de culo para castigar al otro. Todo el día con una cara de culo que el otro no va a ver. Alimentar un malhumor que el otro no va a poder disfrutar porque va a estar mirando Netflix en su casa, tan tranquilo.

El lado bueno es que uno no se siente tentado a arreglarse solamente por un polvo, o para hacer cucharita, porque eso no es posible a menos que uno consiga un permiso para circular, o convenza al policía de que es de vida o muerte, si no, imagínese, agente, que cuando deje de estar encerrada voy a tener que bajar Tinder.

E igual se me hace difícil. No por la intervención de la pantalla. Podrían suceder dos cosas: que los dos se digan todo el tiempo que se aman y se extrañan y se piensan todo el día (cosa que nunca sería verdad del todo, y entonces se estarían mintiendo), o son sinceros y lastiman al otro al decirles que en realidad, amor, ayer no te llamé porque la pasé de puta madre fumándome un porro y escuchando la discografía entera de The Cure y tomando unas notas increíbles, absolutamente surrealistas, que cuando se me pasó la locura me hicieron reír algunas y otras pensar que igual estoy re loca, y después me comí todos los alfajores Terrabusi que compré antes de que empezara el encierro y me acordé de aquella vez en que estaba con mis amigas y creíamos que era el mejor dulce de batata del mundo (nunca lo confirmamos porque nos lo comimos entero), y entonces me puse a escribir sobre mis amigas, y nuestros viajes juntas, y vos, la verdad, no tuviste ni medio segundo de espacio en toda la tarde y la noche. Si a una se le suelta semejante discurso, debe terminarlo con un “igual te re quiero”, y es posible que sea cierto, pero también es posible que al otro no le guste una mierda eso de no haber tenido espacio, ningún espacio, en toda la tarde, y en semejante fiesta.

Hay una tercera opción: hablar del clima y del estado de los caminos, como hacen las chicas buenas en Jane Austen, pero el amor tiene que ser intenso para resistir la nadería.

En fin, que están fregados los que aman a distancia.

Y después, los otros, los que se han quedado encerrados con sus amores y los ven todos los días, todo el día…

Si una reservaba los pedos ruidosos y olorosos para cuando el otro no estaba en casa, ¿qué hace ahora? ¿Se los guarda? ¿O le dice al otro esto no me pasó nunca antes, es culpa del encierro?

Pero no me refiero a la cosa escatológica. Después de todo, los que han vivido años con otra persona es probable que hayan escuchado pedos y gargajos y hayan visto mocos y mucosidades varias.

Me refiero a algún secreto. Algún movimiento o gesto que uno se queda para sí mismo. Algún ritual, escatológico, o no, que uno preferiría no explicar –que uno querría que el otro ni siquiera viera. No por vergüenza. Ni pudor. Sino, simplemente, porque es de uno mismo.

Había algo que yo hacía hace años, en mi Corsa rojo, yendo y viniendo a la ciudad desde Tigre, innumerables horas haciendo esto que nunca nadie vio –y creo que no lo he contado tampoco a nadie. Ponía el volumen del equipo de audio al máximo, y cantaba a los gritos. No lo hacía en las calles, ni en los semáforos. Era algo solamente de la Panamericana, donde nadie mira a nadie porque todos van muy rápido. Yo cantaba a los gritos y me creía, esos quince minutos, que era una estrella de rock. Que mi voz era increíble, que cantaba bien. Cualquiera que me haya escuchado hablar sabe que mi voz no da ni para el arrorró. Y los que me hayan escuchado cantar seguramente se preguntaron cómo es que soy buena para los idiomas, siendo tan sorda para eso de afinar.

Cantaba con toda la pasión de mi cuerpo en esas canciones.

No me quería creer una estrella de rock que mueve multitudes, ni que es bella, o interesante, o una importante artista de la música. Solamente me quería creer, por un ratito, que cantaba bien. Y era fácil, era cantar y no escuchar mi voz sino la de otro. Y porque me gustaba cantar a los gritos. Porque me gustaba la música que yo misma ponía en el equipo.

¿Cómo se hace, entonces, con esos rituales que son privados, cuando se está todo el tiempo con el otro?

En definitiva, el amor en tiempos del cólera es como jodidito.

En realidad, como casi todo…