Para el cumpleaños de Hila
de 40 escribí una crónica. Vivía en Rodeo desde hacía un mes y había vuelto a
Buenos Aires solamente para colaborar con la organización del cumpleaños, y para, claro, estar ahí en
esa fecha inmortal. Para esa crónica escribí sobre el descubrimiento que había
hecho sobre la incapacidad, o la capacidad limitada, de Hila y sus amigos (los
llamamos “los loquitos”), para entender o crear los artificios humanos.
Toda la importancia de
cumplir cuarenta, de ese número que marca la mediana edad, ese número que todos
tememos al acercarnos a él, todos los bombos y platillos comprados y sonados
para esa fecha, no podían importarle, a Hila, menos de lo que le importaron.
Era su cumpleaños, había fiesta. Eso sí le importaba, pero nada más. En esa
crónica decía que Hila y sus amigos no se cuidaban de ser políticamente
correctos, no disimulaban sus decepciones ni hacían, en realidad, negocios con
el mundo que habitan.
Contrariamente a
nosotros, que los hacemos continuamente.
Tanto los hacemos que
cuando no necesitamos hacerlos, nos da insomnio, nos comemos todas las
galletitas que encontramos, fumamos más, bebemos más, y consumimos, durante
horas, y con culpa, interminables horas de ficción en algún formato de
pantalla. Televisores, tablets, computadoras, incluso teléfonos.
Nos morimos de la
ansiedad porque el domingo no agarra la angustia de domingo a la tarde.
Nos tiramos de los
pelos porque el lunes, en lugar de putear la levantada temprana con el frío, o
la lluvia, ese salir de la cama ineludible porque se cumple un horario, nos
podemos quedar en la cama hasta que sea absolutamente necesario levantarse. Y esa
necesidad probablemente dependa de cuestiones escatológicas que, una vez
solucionadas, no impiden volver a la cama.
Nos sentimos inseguros
porque el viernes no se siente en el cuerpo. Porque nada termina ese día, y
tampoco es el comienzo de algo.
Nos volvemos locos con
la idea de vivir en el día de la marmota.
Y ni una sola de las
veces me he preguntado ¿quién dice que el lunes tengo que trabajar? Ni una sola
de todas las veces en que me he quejado, más o menos razonablemente, se me
ocurrió que en el fondo este encierro es una suerte de paraíso anarquista. Yo,
que detesto las imposiciones, he puteado porque el jueves no es más jueves.
Tenemos la posibilidad
de nunca más llamarle lunes horrible a los lunes. De que el viernes no me
manden más memes con que mi cuerpo supuestamente sabe que es viernes. De poder
admitir, sin ningún problema, que quiero bailar, o beber hasta perder el
sentido, o coger, mejor, hasta perder el sentido, un martes.
En esa crónica de R,
que era en realidad una crónica de eventos sucedidos en un departamento fancy
de Recoleta en lugar de la casa de adobe que habitaba en Rodeo, yo contaba
sobre la búsqueda de un “mago” para el cumpleaños de Hila. En realidad, así les
llamaba el Pancho. Yo siempre los llamé animadores, y nunca me gustaron. Ni de
chica, ni de grande. Escribía, también, que los que no somos Hilario, o “los loquitos”,
en general aceptamos en el contrato social de un casamiento eso de ponernos
pelucas y vinchas sobre peinados que costaron una fortuna, y hacer trencitos
absurdos al ritmo de una música más absurda aún. Lo hacemos por borrachos, por
fingir diversión, pero más que nada por seguirle el juego a los novios, que
seguramente habían deseado semejante rito como el del “carnaval carioca” y se
habían gastado, en esas pelucas de plástico maloliente, una pequeña fortuna.
Hila y sus amigos los
loquitos no hacen nada de todo eso. Si la fiesta es aburrida, se aburren. Si el
“mago” tiene ideas pedorras encubiertas tras gritos y micrófonos y música alta
y mucho confeti, ellos lo siguen mirando con ojos hastiados. Si en cambio el
man es bueno, se prenden a las actividades y se divierten.
Están ahí el miedo a la
muerte, a la enfermedad, a la soledad. El miedo de que le pase a uno, o a la
gente amada. Está el temor sin nombre de una peste incurable. Está, también, la
inquietud por lo económico, por la subsistencia más básica, eso de comprar los
fideos.
Está, al menos a mí me
pasa y sé que a otros también, la renuencia natural pero mil veces aceptada,
gritada, escrita, al recorte de la libertad. Eso es real. No puedo, no me está
permitido, pulular por las calles de la ciudad. Ni irme a la playa. O a la
montaña. No puedo navegar. No puedo hacer una fiesta en mi terraza y decirle a
los invitados tené cuidado con el techo de la escalera, es muy bajo. No es
solamente imprudente hacer una fiesta; está, en este momento, prohibido.
Ahora bien… puedo
decidir, entre otras cosas, ponerle a los días el nombre que se me cante. Puedo
decidir que mi semana laboral durará seis días y el fin de semana se llamará “días
de alpedismo consecutivo y sin culpa” (cuando
se acerque esa fecha, en los whatsapps a mis amigas les preguntaría qué planes
tienen para el “alpe”, o, mejor, “sincul”) y durará cinco días. Si no hay
oficinas administrativas. Si no hay horarios de trabajo fijos, ¿por qué no
hacerlo?
¿Por qué nos cuesta
tanto esquivar nuestros propios artificios? Al menos esos agobiantes y odiosos…
Sé, por ejemplo, que me
gusta levantarme temprano porque me gusta la luz. Entonces a mí no me
molestaría seguir con el artificio del día laboral de 9 a 5. Aunque quizás
preferiría hacerlo de 7 a 11, y a las 11, cuando el sol ya calienta un poco, al
menos en esta época del año, sentarme a leer en la terraza hasta la 1, hora de
comer porque me da hambre a esa hora, y no por otro motivo, y seguir leyendo, o
jardinear con sombrero, porque son malas horas de sol, y después sentarme a
trabajar, de nuevo, alrededor de las 5, hora en que ya no hay sol en la
terraza, y trabajar hasta que me hinche los huevos y quiera bajar a tomarme un
vino y empezar a pensar la comida de la noche, cuando me de hambre.
Nietzche decía que el
lenguaje era metáfora. Saussure dijo que no había ninguna relación entre el
significado y el significante. Los profesores de lingüística siempre dibujaban
un arbolito en el pizarrón, eso era, supuestamente, el significado (aunque
claro que no, porque debería haberlo sido un árbol en carne y hueso), y
escribían “árbol” al lado, el significante. No hay ningún motivo para que a eso
(señalaban el dibujito) se le llame “árbol”.
A mí me cuesta un huevo
no tener nombre para las cosas. Persigo, incansablemente, las definiciones. Le
encuentro la palabra justa, y se la dejo. Pero eso conspira en mi contra. Las
defino, las encierro, las convierto en algo manido que corre el riesgo de no
ser, al final, tan preciso. O no siempre preciso. Al mismo tiempo de la falta
de precisión, corro el riesgo de que mi cabeza se quede pegada, de que ya no
haya, fuera de esa definición, nada posible.
Me he enojado por no
tener la ilusión del sábado, del fin de la semana laboral, del comienzo de dos
días enteros de lectura. Desde que empezó el encierro me he sentido menos
absurda los domingos. Porque todo ese silencio, todo ese alpedismo, corresponde
a un domingo.
Pero hace CINCUENTA Y
OCHOS DÍAS ese silencio y ese alpedismo son la norma de los días. Y sin
embargo, acá estoy, contenta porque no solamente es sábado, sino que además se
parece a un sábado “normal”: salí de la cama sin apuro, jugué con Niqui, regué
las plantas, y, sobre todo, los sonidos a mi alrededor se corresponden con los
de cualquier otro sábado de sol desde que tengo esta casa –los niños jugando,
las mujeres hablando.
No estoy diciendo que
debemos renombrarlo todo. No es un llamado al absoluto anarquismo. Además, los
nuevos nombres seguirían siendo artificios, otras convenciones humanas.
Son, más bien, preguntas
rondando mi cabeza. ¿Cómo nombramos al mundo? ¿Qué tan bien lo hacemos? ¿Cuánto
nos limita? Necesitamos ese límite, necesitamos las definiciones, lo
maravilloso del lenguaje es esa idea de la palabra justo para nombrar algo
preciso. Pero, ¿somos conscientes de esa necesidad?
¿Por qué nos cuesta
tanto deshacernos de convenciones aceptadas por todos pero quizás obsoletas? ¿Es
por el mero cambio? Me aburro a mí misma si me pongo a pensar en psicología
barata o en refritos elevados de todas las filosofías orientales, así que
dejemos de lado el miedo al cambio. Me gustaría más preguntarme, simplemente,
por la falta de libertad a la que nosotros mismos nos condenamos con nuestros
propios artificios y el apego fatal que les tenemos.