domingo, 19 de abril de 2020

Día 31



Me pasa otra cosa estos días. Se me desdibuja el mundo. Y no como a Felipe, que le pasaba eso cuando tomaba helado, o como a mí, cuando veía a un hombre que me encantaba y Georgina se dio cuenta de que me pasaba eso, que se me desdibujaba el mundo como a Felipe.

No es que haya algo tan brillante que opaque el brillo del resto.

Es esta incertidumbre de no saber cómo será todo después. Empezando por ignorar cuándo empieza ese después. ¿Cúando volvemos a “la normalidad” ¿Seguirá existiendo, esa normalidad, tal como la conocemos? ¿O será diferente?

Circulan fotos en internet de animales que han recuperado territorio a los seres humanos. En mi casa no hay más pájaros que antes. Tampoco hay más mosquitos, o cucarachas. Por suerte, las ratas no han vuelto –hubo unos días hace unos meses en que todos los vecinos avistábamos ratas en nuestros patios, fue una semana en la que una tormenta había descuartizado la enredadera de un vecino y el vecino terminó desmalezando todo su jardín –las ratas, parece, tenían su base de operaciones en esas malezas y las desorientó la mudanza. La naturaleza no parece haber acusado los cambios en esta zona del mundo. Pero parece que sucede. ¿Qué pasará con los patos cuando se congela el lago de Central Park? ¿Adónde van? Lo mismo me pregunto de los animales que de repente pululan por espacios libres de humanos.

Pero no le dedico a eso demasiado tiempo.

Me pregunto más qué le pasará a los humanos cuando vuelvan a ver la luz del sol.

Cuando se enfrenten a otras bacterias, más prosaicas y que eran normalmente combatidas por nuestros cuerpos. O que ya no afectaban nuestros cuerpos.

Me pregunto si la recuperada libertad nos hará abusar de ella y, por ejemplo, meternos en la casa de los vecinos a ver si viven niños o si son grabaciones de voces de niños y en el fondo viven allí unos viejos muy viejos, que simplemente se toman un ácido y con esa música de niños recuerdan su propia infancia, o tienen la fantasía de estar rodeados de niños jugando –si vamos a ir a apagarles la música y sacarles el ácido porque así son más libres, sin las fantasías que los encadenan a lo que no existe. La gente tiende a sentirse aún más libre cuando le enseña a otro cómo se vive la vida.

O si vamos a atesorar lo maravilloso que es, simplemente, elegir salir a la mañana un sábado y caminar tranquila, haciendo compras, o ir a yoga, o quedarme echada en el sillón leyendo. O ir un domingo a comer asado a lo de mi viejo y usar esa libertad para preguntarle a Agus sobre la facultad y, sobre todo, para mirarla, para tratar de encontrar qué pasa por la cabeza de alguien tan joven y, por esas cosas de la vida, relacionada conmigo, esa persona tan joven que me quedaría tan lejos si no fuese por ese vínculo llegado del lado de mi padre y su novia. Si me voy a dar cuenta, si lo voy a registrar como maravilloso.

Si esta conciencia de la mortalidad, más acusada en estos tiempos, nos hará valorar más la vida siempre. La nuestra, la de los demás.

O si nos pelearemos por los pocos recursos y olvidaremos la libertad de los demás, y despreciaremos la vida.

O si habrá algo nuevo, nuevo del todo, para lo que no hay lenguaje aún.


En algún momento levanté la vista de la pantalla y vi el cielo y me recordó el cielo de Santorini. Tenía el mismo color que tuvo la primera tarde que pasamos ahí. Era muy celeste, casi azul, y yo veía la pared blanca de mi terraza, y la Santa Rita sobre esa pared blanca. Me pareció hermoso el cielo de Santorini en ese momento, me pareció hermoso hoy. Esa belleza fue como un latigazo de alegría y recordé algo que había leído en Knausgard, y cuando ya ese color no estaba, cuando había agotado hasta el último segundo de ese color, fui a buscar el libro, la parte donde lo había leído, pensando si no lo marqué, estoy muerta, porque el último tomo tiene más de mil páginas, y no lo había marcado, pero lo encontré.

“La alegría borra. La alegría deshace. La alegría desborda. Todo lo que es difícil, todo lo que suele reprimir o limitarnos desaparece en la alegría. A la larga resulta insoportable, porque no ofrece ninguna resistencia, si te apoyas en ella, te caes”.

Ya lo dije, y lo escribí –en esta suerte de diario de campaña, en las crónicas de R: me gusta Knausgard.

No hay mucha alegría últimamente. Nada se borra, nada se deshace, nada desborda, todo es difícil, todo reprime y nos limita.

Se me ocurre que somos más libres, de alguna manera retorcida, al no necesitar el apoyo de la alegría.


Hoy amaneció soleado, como toda la semana, y agradecí la luz, el aire limpio de estos días secos, el silencio de un domingo que sí es domingo.


Estuve escuchando las canciones del especial Global Citizens One world: together at home.

Viendo a los Rolling Stones, cada uno desde su casa, haciendo “You can´t always get what you want”, pensando tienen muchos años y nos los vencieron los excesos pero el tiempo alguna vez lo hará. Diciéndome todavía no, por suerte.

Lady Gaga y su cover de “Smile”, que me hizo sonreír, claro.

A Eddie Vedder con su piano, solo, la barba casi blanca, una gorrita azul, el recuerdo del recital al que Mateo no fue pero para el que nos regaló las entradas, todavía siento en los huesos la música de esa noche en el estadio de Ferro. Hoy se me cayeron unas lágrimas escuchando “River Cross”, pero no de tristeza sin nombre, sólo emoción ante la belleza.


Así estuvo la mañana, después de regar al sol y de cortar ramitas secas.


Y la tarde leyendo en el sillón, con Niqui a upa de a ratos.