Llueve. De nuevo.
Los días se suceden.
Uno y otro y otro.
Ayer fue domingo.
Mañana será martes.
Hoy trabajé a la
mañana.
Hice facturas que no sé
si los clientes pagarán.
Hice cuentas y cuadros.
Hice planes.
Pocos planes. Y ninguno
está asegurado.
Una de las ausencias
más dolorosas de este encierro es la de los planes.
No hay fechas, no hay
organización posible de ningún evento. No sabe uno si podrá, o no. Si nos
moveremos para un lado, o para el otro.
Nos robaron el futuro.
O, más bien, nos robaron la ilusión de que controlamos el futuro.
Nos gusta mirar el
pasado, creemos que controlamos el futuro.
Lo del pasado lo
podemos hacer, lo de mirarlo, pero en estos tiempos a veces es duro, porque la
comparación con el presente hace que todos los recuerdos, incluso los malos,
sean luminosos. Es eso de haberse sentido libres, eso de no sentirse la amenaza
de la peste, de no temer la muerte, lo que los hace luminosos, y que en cambio esta
existencia luzca tan difícil, aun comiendo alfajores frente a Netflix.
Frost dice, en su
famoso poema Carpe diem, “Se vive siempre menos en el presente que en el
futuro, y mucho menos en esos dos juntos que en el pasado. El presente es
demasiado para los sentidos, demasiado concurrido, demasiado confuso, demasiado
presente para imaginar”.
“It lives less in the present
Than in the future always,
And less in both together
Than in the past. The present
Is too much for the senses,
Too crowding, too confusing-
Too present to imagine.”
Al final, este encierro
nos condena al presente. Siempre es hoy.
Y hoy llueve, de nuevo.