viernes, 27 de marzo de 2020

Día 8



Hoy no voy a hacer yoga. Ya hice demasiado ejercicio a la mañana. Y quedé exhausta. Caminé diez cuadras en total. Y sudé como si hubiese caminado, a paso de marcha olímpica, cien veces ese tramo. Niqui no cree lo mismo. Pero en cambio su alegría fue tanta como si lo hubiese sido.

Me levanté a las 7. Quise quedarme en la cama un rato más. Pero ayer, después de pensarlo mucho, había decidido que iría a la farmacia, a la verdulería y al almacén. Que ya no podía aplazar esas compras. En realidad, sólo la verdulería era necesaria. Pero más que nada, quería salir, llevar a Niqui a dar una vuelta. Sé que los dueños de perros podemos darnos una vueltita corta. Pero ella tiene patio, y terraza, y a mí, para hacerla corretear de un lado al otro. 

Yo quería cumplir bien con las normas.

Me levanté y me tomé la chocolatada y salí al afuera, eso que no hago desde hace una semana.

Niqui estaba tan contenta. Me hizo reír verla, me hizo reír más todavía cuando se me ocurrió pensarla como una versión de Julie Andrews en el comienzo de The sound of music, pero no en los Alpes, sino en el pasillo del PH, y con la cadencia de una canción de los Ramones. Sheena is a punk rocker. Creo que Niqui escuchaba eso en su cabeza mientras corría todo el largo hasta la puerta de calle, y de vuelta hacia mí, y de nuevo, y otra vez hasta que yo llegué, finalmente, y agarré la correa y abrí la puerta. A veces patinaba en los cerámicos, de tan exaltada que estaba (nunca patina, siempre controla bien el freno). Así de feliz la ponía salir.

Sigue pareciendo domingo. Digamos que la hora tan temprana a la que salí puede explicar que, además de ser domingo, hubiese tan poca gente en la calle.

Vi un auto, y ese auto, que iba rápido, tenía un hombre adentro. Le señalé a Niqui con la mano, le expliqué: hay un humano ahí adentro.

Justo en ese momento una señora salió de un edificio. Nos miramos, de lejos, había no menos de cinco metros entre nosotras. Me hizo una señal con la cabeza. Algo así como un violento sí. Supuse que era el sucedáneo del buenos días que habríamos intercambiado en otros tiempos. Un buenos días libre de fluidos.

Até a Niqui a la reja de la casa de al lado. No había nadie adentro de la farmacia, ni haciendo cola. Era lo que yo había buscado. Por eso esa hora. Para que no hubiese gente.

La voz del farmacéutico tenía cuerpo de hombre.

La voz de la chica de la caja tenía cuerpo de mujer. Y la cara de ese cuerpo estaba maquillada.

Vi a una chica esperar el bondi. Esperó todo el tiempo que yo estuve en la farmacia. Había querido ir a la de acá cerca, pero estaba cerrada  -no sé si porque no pueden competir con Farmacity o porque era demasiado temprano. Así que había ido a la de San Martín, sudando del miedo que me producen ahora todas las bacterias del universo. Una amiga me dijo que tiene zapatos especiales para salir. Que esos zapatos no entran en su casa, y que cuando lo hacen, lo hacen rociados. No tengo eso. No sé con qué sustancia rociarlos. Ni siquiera tenía guantes de látex antes de la excursión de hoy.

Vi pasar un hombre en bicicleta con guantes de invierno y barbijo.

En la puerta del almacén, una señora muy vieja, vestido floreado hasta la rodilla, saco de lana, medias y pantuflas, pañuelo en la cabeza, barbijo, se me coló. Había un cartel de papel que decía una sola persona por vez, y adentro estaba el distribuidor de La Serenísima arreglando cuentas con el almacenero, así que yo, que ya había atado a Niqui por segunda vez, esperaba afuera. La señora se explicó: es que me escapé de mi casa, me dijo riendo, y yo le imaginé una sonrisa enorme detrás del barbijo. Quise decirle en realidad, por su edad. Pero lo dejé así. No sólo porque no quise decirle sos vieja y eso te confiere derecho de paso. Estaba demasiado cerca. Me hablaba demasiado cerca. Y yo pensando si estoy infectada, esta señora se va a morir en 15 días.

En la verdulería, mientras Wilson llenaba mi bolsa de frutas, me pregunté porqué la señora vieja había tenido más forma de ser humano que los otros. Porqué su existencia me había resultado tanto más contundente que la de los de la farmacia. Por qué ella no era una voz con cuerpo, como ellos. Porqué se me había hecho tan real, cuando los demás, a pesar de provocarme gozo el mero verlos, me habían resultado simples cuerpos rodeando voces.

Desde hace días que mi universo está compuesto por voces. Los vecinos seguro tienen cuerpos, pero no los veo. Los niños gritan, ríen, cantan. Las madres los llaman a comer, hacen clases de salsa online. Pero si estuviesen poniendo una grabación, algo inventado por un escritor de comedias costumbristas medio pelo, yo no me daría cuenta. El señor de la farmacia podría haber sido una IA. Diciendo lo justo, manteniendo la distancia, haciendo todo lo más rápido posible.  

El pañuelo en la cabeza escondía ruleros. Mis abuelas hacían eso. Recuerdo a Elvira en la casa de la calle 22, con un pañuelo azul. Me dije es eso. Es el recuerdo de alguien de carne y hueso, de alguien amado.  

Pero después, cuando llegaba a casa, felicitándome por no haberme tocada la cara nunca, y veía en mi cabeza el lavatorio con el jabón antibacterial y el aire bien ventilado de mi casa como si fuesen la luz al final del túnel, me di cuenta de que la vieja, a diferencia de todos nosotros, era libre. Que le chupaba un huevo. Que no tenía miedo. Llevaba sus guantes, y su barbijo, y no estaba tan cerca de mí en realidad –sólo que estaba más cerca que la otra, que ni siquiera abrió la boca para decir hola. Había sido cuidadosa. Pero no estaba, como yo, aterrada por las bacterias que mataron a los marcianos de La guerra de los mundos.

Yo quería cumplir con las normas. Pero, más que nada, tenía miedo.

Los de la farmacia, la señora del edificio, Wilson y su mujer, y yo, sobre todo yo, incómoda con mi cuerpo, sintiendo que estaba invadiendo territorio enemigo en lugar de estar por las calles de mi barrio, comprando en los negocios de toda la vida, haciendo, en definitiva, lo que hago siempre, estábamos actuando como autómatas. O éramos actores  a los que les habían dado papeles para una obra de teatro donde la historia no era verosímil, donde nada tenía sentido. Sabíamos las palabras, puede que incluso conociéramos las marcas. Pero no teníamos la menor idea de aquello de lo que trataba la obra. Por si acaso, lo hacíamos rápido, sin convicción.

Pensé que iba a mirar los crespones de colores de la calle de la verdulería. No los vi. No me di cuenta, en realidad, porque no creo que los hayan derribado a todos.

Pensé que iba a conversar con alguien y sentir que el timbre de la voz me iba a sonar afortunadamente distinto del que suena por las pantallas. Pero no me interesaba hablar con nadie, porque hablar ralentiza la escena.

A la vieja, en cambio, le voy a recordar la voz, y su pañuelo, que no era azul como el de la abuela Elvira, sino gris y negro.