Hoy no voy a hacer
yoga. Ya hice demasiado ejercicio a la mañana. Y quedé exhausta. Caminé diez
cuadras en total. Y sudé como si hubiese caminado, a paso de marcha olímpica,
cien veces ese tramo. Niqui no cree lo mismo. Pero en cambio su alegría fue
tanta como si lo hubiese sido.
Me levanté a las 7.
Quise quedarme en la cama un rato más. Pero ayer, después de pensarlo mucho, había
decidido que iría a la farmacia, a la verdulería y al almacén. Que ya no podía
aplazar esas compras. En realidad, sólo la verdulería era necesaria. Pero más
que nada, quería salir, llevar a Niqui a dar una vuelta. Sé que los dueños de
perros podemos darnos una vueltita corta. Pero ella tiene patio, y terraza, y a
mí, para hacerla corretear de un lado al otro.
Yo quería cumplir bien con las
normas.
Me levanté y me tomé la
chocolatada y salí al afuera, eso que no hago desde hace una semana.
Niqui estaba tan
contenta. Me hizo reír verla, me hizo reír más todavía cuando se me ocurrió pensarla
como una versión de Julie Andrews en el comienzo de The sound of music, pero no en los Alpes, sino en el pasillo del
PH, y con la cadencia de una canción de los Ramones. Sheena is a punk rocker. Creo que Niqui escuchaba eso en su cabeza
mientras corría todo el largo hasta la puerta de calle, y de vuelta hacia mí, y
de nuevo, y otra vez hasta que yo llegué, finalmente, y agarré la correa y abrí
la puerta. A veces patinaba en los cerámicos, de tan exaltada que estaba (nunca
patina, siempre controla bien el freno). Así de feliz la ponía salir.
Sigue pareciendo
domingo. Digamos que la hora tan temprana a la que salí puede explicar que,
además de ser domingo, hubiese tan poca gente en la calle.
Vi un auto, y ese auto,
que iba rápido, tenía un hombre adentro. Le señalé a Niqui con la mano, le
expliqué: hay un humano ahí adentro.
Justo en ese momento una
señora salió de un edificio. Nos miramos, de lejos, había no menos de cinco
metros entre nosotras. Me hizo una señal con la cabeza. Algo así como un
violento sí. Supuse que era el sucedáneo del buenos días que habríamos
intercambiado en otros tiempos. Un buenos días libre de fluidos.
Até a Niqui a la reja
de la casa de al lado. No había nadie adentro de la farmacia, ni haciendo cola.
Era lo que yo había buscado. Por eso esa hora. Para que no hubiese gente.
La voz del farmacéutico
tenía cuerpo de hombre.
La voz de la chica de
la caja tenía cuerpo de mujer. Y la cara de ese cuerpo estaba maquillada.
Vi a una chica esperar
el bondi. Esperó todo el tiempo que yo estuve en la farmacia. Había querido ir
a la de acá cerca, pero estaba cerrada
-no sé si porque no pueden competir con Farmacity o porque era demasiado
temprano. Así que había ido a la de San Martín, sudando del miedo que me
producen ahora todas las bacterias del universo. Una amiga me dijo que tiene
zapatos especiales para salir. Que esos zapatos no entran en su casa, y que
cuando lo hacen, lo hacen rociados. No tengo eso. No sé con qué sustancia
rociarlos. Ni siquiera tenía guantes de látex antes de la excursión de hoy.
Vi pasar un hombre en
bicicleta con guantes de invierno y barbijo.
En la puerta del
almacén, una señora muy vieja, vestido floreado hasta la rodilla, saco de lana,
medias y pantuflas, pañuelo en la cabeza, barbijo, se me coló. Había un cartel
de papel que decía una sola persona por vez, y adentro estaba el distribuidor
de La Serenísima arreglando cuentas con el almacenero, así que yo, que ya había
atado a Niqui por segunda vez, esperaba afuera. La señora se explicó: es que me
escapé de mi casa, me dijo riendo, y yo le imaginé una sonrisa enorme detrás
del barbijo. Quise decirle en realidad, por su edad. Pero lo dejé así. No sólo
porque no quise decirle sos vieja y eso te confiere derecho de paso. Estaba
demasiado cerca. Me hablaba demasiado cerca. Y yo pensando si estoy infectada,
esta señora se va a morir en 15 días.
En la verdulería,
mientras Wilson llenaba mi bolsa de frutas, me pregunté porqué la señora vieja
había tenido más forma de ser humano que los otros. Porqué su existencia me
había resultado tanto más contundente que la de los de la farmacia. Por qué
ella no era una voz con cuerpo, como ellos. Porqué se me había hecho tan real,
cuando los demás, a pesar de provocarme gozo el mero verlos, me habían
resultado simples cuerpos rodeando voces.
Desde hace días que mi
universo está compuesto por voces. Los vecinos seguro tienen cuerpos, pero no
los veo. Los niños gritan, ríen, cantan. Las madres los llaman a comer, hacen
clases de salsa online. Pero si estuviesen poniendo una grabación, algo
inventado por un escritor de comedias costumbristas medio pelo, yo no me daría
cuenta. El señor de la farmacia podría haber sido una IA. Diciendo lo justo,
manteniendo la distancia, haciendo todo lo más rápido posible.
El pañuelo en la cabeza
escondía ruleros. Mis abuelas hacían eso. Recuerdo a Elvira en la casa de la calle
22, con un pañuelo azul. Me dije es eso. Es el recuerdo de alguien de carne y
hueso, de alguien amado.
Pero después, cuando
llegaba a casa, felicitándome por no haberme tocada la cara nunca, y veía en mi
cabeza el lavatorio con el jabón antibacterial y el aire bien ventilado de mi
casa como si fuesen la luz al final del túnel, me di cuenta de que la vieja, a
diferencia de todos nosotros, era libre. Que le chupaba un huevo. Que no tenía
miedo. Llevaba sus guantes, y su barbijo, y no estaba tan cerca de mí en
realidad –sólo que estaba más cerca que la otra, que ni siquiera abrió la boca
para decir hola. Había sido cuidadosa. Pero no estaba, como yo, aterrada por
las bacterias que mataron a los marcianos de La guerra de los mundos.
Yo quería cumplir con
las normas. Pero, más que nada, tenía miedo.
Los de la farmacia, la
señora del edificio, Wilson y su mujer, y yo, sobre todo yo, incómoda con mi
cuerpo, sintiendo que estaba invadiendo territorio enemigo en lugar de estar
por las calles de mi barrio, comprando en los negocios de toda la vida,
haciendo, en definitiva, lo que hago siempre, estábamos actuando como
autómatas. O éramos actores a los que
les habían dado papeles para una obra de teatro donde la historia no era
verosímil, donde nada tenía sentido. Sabíamos las palabras, puede que incluso
conociéramos las marcas. Pero no teníamos la menor idea de aquello de lo que
trataba la obra. Por si acaso, lo hacíamos rápido, sin convicción.
Pensé que iba a mirar
los crespones de colores de la calle de la verdulería. No los vi. No me di
cuenta, en realidad, porque no creo que los hayan derribado a todos.
Pensé que iba a
conversar con alguien y sentir que el timbre de la voz me iba a sonar afortunadamente
distinto del que suena por las pantallas. Pero no me interesaba hablar con
nadie, porque hablar ralentiza la escena.
A la vieja, en cambio,
le voy a recordar la voz, y su pañuelo, que no era azul como el de la abuela
Elvira, sino gris y negro.