lunes, 18 de mayo de 2020

Día 60




Ayer fue domingo 17 de mayo de 2020.  Ayer mamá habría cumplido 77 años.

Hoy cumplen años Ale y Eli.

El encierro, hoy, cumple 60 días.

El sábado cumplieron años el Hormi y la tía Riri.

Tantos cumpleaños en tres días, tanta gente querida, y la ausencia, siempre, de mamá.
En este encierro, todos los cumpleaños son ausencia –eso pensé hoy.

Ayer me levanté deseando con fuerza que para el mío, en septiembre, pueda salir ya todo el mundo. Que pueda ver a mis amigas, que Lucila me prepare una torta, o simplemente me acompañen con una copa de champagne. En persona, ninguna pantalla presente. Sueño con una fiesta en mi casa, aunque hace años no deseo fiestas en mi casa y prefiero las reuniones, mejor si son escuetas.

También me pregunté cómo habrían pasado el día el Hormi y tía Riri. No lo que habían hecho, sino cómo lo habían sentido.

Mientras tomaba mi Nesquik sentada a la mesa del patio, después de haber chequeado las gomas de la bicicleta y preparado la mochila del asado en Moldes, me dije que podía hacer un juego. Imaginar que iba a un asado de cumpleaños, que allí estaría mamá. Mamá con 77 años recién cumplidos.

O, se me ocurrió, podía escribir, largamente, una escena de ese encuentro. Una ucronía con un jonbar sentido como catástrofe bélica pero sin serlo. Le agregué más arrugas a la cara que recuerdo de hace 23 años, el pelo del mismo color porque seguramente se lo teñiría, la ropa que tendría puesta –como ayer hacía calor, le puse una falda pasando la rodilla apenas, tubo, marrón chocolate, de lino, y una blusa blanca, amplia, escote bote, las mangas hasta el codo–, en los pies unas sandalias, aunque a mamá le gustaba andar descalza; le puse los anteojos de sol que usa en una foto que le saqué una vez en la galería de Tigre. Seguro usaría un collar largo con esa blusa.

Se me complicó imaginar manos más viejas. No quise hacerle retoques a las manos de mamá. Me dije no importa que se note. Me gustaban sus manos, y tengo de ellas un recuerdo tan nítido que no quiero contaminarlo.

Y después no quise, en realidad, imaginar la escena, ni pensarla, porque me gustó esa imagen de ella, y me pareció más real que si la hacía hablar y la convertía en algo extraño. No logro imaginar una charla con mamá teniendo yo esta edad que tengo. En realidad, no es que no la puedo imaginar. Puedo pensar mil preguntas para hacerle, pero las respuestas me son esquivas. Y, la verdad, no tengo idea de cómo sería nuestra relación hoy. La quiero imaginar buena, pero eso es tan poco preciso que no alcanza.

Entonces la hice caminar al sol, imaginé su sonrisa, escuché cómo reía. Con eso me quedé contenta.

Después, en el asado familiar anti-encierro que hacemos los domingos en Moldes, Ernesto preguntó si podía hacer preguntas sobre mamá. El Pancho dijo claro y después dijo hagan más preguntas. Cómo se habían conocido, cuándo se mudaron juntos, el primer departamento.

Mamá hubiese cumplido 77 años ayer, y pensamos, aunque no quisimos pensarlo mucho porque da miedo, que dentro de tres años le festejamos a Hila sus 50, aunque a él le interese poco, y al Pancho sus 80.

El sábado saludé por whatsapp al Hormi. A tía Riri por chat de Facebook.

El Hormi vivía en Rodeo cuando yo me instalé allá. Pero solamente pasó un invierno, ese primero para mí, porque normalmente se iba a Venezuela, buscando el viento eterno, el verano interminable. Recuerdo tomar ron en su cumpleaños en la playa, un día sin viento, o con poco viento, un sol implacable, y el ron, sobre todo el ron, que me hizo sonreír los casi ocho kilómetros de caminata de vuelta a mi casa de adobe, y seguir sonriendo cuando a la noche me preparé un sándwich, sin prender la salamandra, y me fui a dormir todavía atontada por la bebida y el sol y el primer cumpleaños en el que no me sentía la extranjera.

Les mandé mensajes a Ale y Eli, hoy. En un momento registré que estos dos amigos tan jóvenes tienen niños, Ema y Balta, y lo escribo y me río un poco, porque los recuerdos de ellos más fuertes son de ellos sin niños. Porque Ema nació cuando yo no vivía en Buenos Aires, y porque Balta nació cuando Ale ya vivía en Tandil. Conozco a los dos niños, pero apenas.

Hubo un cumpleaños de Ale. Era de noche, en un boliche, yo tenía 25 años. Y ella, ella debía cumplir unos 17, no lo sé, pero todavía no había terminado el colegio secundario. Me citaron en este boliche, y este boliche, del que no me habían dado el nombre, sólo la dirección, era el C.O.D.O., un antro al que yo había ido, quizás con la misma edad que ella y sus amigas, hacía años, y al que no había vuelto. Ale me presentó: es la hija de Antonio, tiene  25 años, ¿viste que no los parece para nada? Eso dijo Ale. Recuerdo volver a casa esa noche pensando que la entendía, que para ella yo estaba llegando a la edad en la que todo termina. Que yo, a la edad de ella, también pensaba que los 25 era edad de gente grande.

De Eli no tengo recuerdos de cumpleaños. Será que nunca me invitó. Se me acaba de ocurrir eso, así que se lo voy a echar en cara. Seguro tiene una buena excusa. O una respuesta de esas típicas de él, ligeramente sociopática.

No estuve, tampoco, en ningún cumpleaños de Lilian. Es curioso, porque hace años que la conozco, pero a ella la ubico en lugares muy precisos. En la 22, cuando era la novia nueva de Ernesto L, y en Tinogasta, en esa casa maravillosa que tiene. Tía Riri, así le digo cuando hablo de ella, compite con tía Marta y tía Conga, y también conmigo, en cantidad de horas de caminata y movimiento cuando se conoce un lugar nuevo. Es excelente guía, pero si uno no está entrenado, no podrá apreciarlo como corresponde. Tía Riri tiene fetiches parecidos a los míos. La montaña, eso de lijar y pintar, lo de hacer miles de kilómetros para ir a ver una laguna, los perros descarados y leales, la lectura en una buena galería rodeada de plantas.

Anoto en la agenda:
Ir a casa de tía Riri en cuanto mi presencia no sea un potencial peligro para su salud.
Ir a Tandil. Puedo pasar de ida a Mar del Sur, quedarme una noche, charlar con Ale hasta el amanecer, seguir de largo hacia el mar.
Pasar por la Escuela de Cine a llevarle a Eli las millones de diapositivas que le prometí, y de paso mirarlo cuando pone cara de nada mientras enuncia alguna frase que nadie consideraría siquiera mínimamente civilizada.
Decirle al Hormi, la próxima vez que viaje a Rodeo, que vaya él también, así hacemos de cuenta, por unas horas, que el DeLorean nos llevó a 2013. O no. Simplemente a navegar, y después tomarnos un ron.

No son malos planes. Son buenos de veras. Y, lo mejor: son absolutamente posibles. Fecha indeterminada. Pero posibles.


Y otro plan: por ahora, el blog se toma vacaciones. Si durarán tres días, o quince, o si volverán alguna vez, todavía es incierto. Es que estoy recalculando.





domingo, 17 de mayo de 2020

Día 59



Ayer, después de pensar en eso de estar pendiente de qué día se hace qué cosa según designios que hoy quizás carezcan de sentido, me puse a mover muebles de lugar, y a rebuscar en el mueble bajomesada, y entre las cajas que uso para guardar pulseras y collares, y convertí el mueble del baño en un mueble para el estudio, y el mueble que se había convertido en mesa de luz, ese que había sacado de debajo de la escalera, se convirtió en el mueble del baño. Y unas latas que no usaba y eran de té, las usé para las pulseras, y la lata que tenía antes las pulseras se convirtió en la lata que contiene los esmaltes de uñas, y la que antes tenía el botiquín es ahora la lata de las sombras de ojos, y para el botiquín usé un tupper redondo y gigante que juntaba polvo en el mueble bajomesada. Para mesa de luz usé uno de los baúles y como me quedó tan bajita la mesa de luz, saqué una lámpara del living y la puse en el baúl mesa de luz, y la lámpara que antes usaba la puse en el nuevo mueble del estudio.  En el estante más alto de la biblioteca puse la tabla de windsurf, el mástil y las dos velas que viven en casa. Para eso debí mover libros de esos estantes a otros estantes, más abajo, que antes contenían cajas y pilas de papeles. Las cajas se movieron al estante más alto, al lado de la tabla, y las pilas de papeles al mueble nuevo.

Lo más probable es que en los próximos días vuelva todo a su lugar original, o que algunas cosas vuelvan a su estado original. O no. Puede sucederle a los muebles lo de cambiar su función, o a las cajas sus contenidos. Y yo me pasaré, otra vez, otra tarde, tratando de encontrarle el lugar perfecto a todo. Me dije es el mito de Sísifo. Y recordé mis acortadas vacaciones en Rodeo, a Margarita diciendo guardo todos los juguetes, por unos minutos la casa parece una casa, a los minutos parece un cuarto de juego, no sé ni para qué los guardo.

Después de hacer todo eso, aprovechando para pasarle a todas las superficies un trapo con agua y limpiador y después gamuza seca y Blem, barrí todos los pisos, les pasé la mopa a los de adentro, y de nuevo la escoba con agua con detergente y lavandina al del patio, y cuando la primera flor de la Santa Rita se cayó sobre el impoluto piso del patio, me dije es el puto mito de Sísifo, y recordé a Ernesto, tan serio él, diciendo para qué me voy a bañar si después me ensucio de nuevo. Éramos jóvenes, casi adolescentes pero no del todo. Y él odiaba bañarse.

Considerando que era sábado a la tarde, el día en que uno no hace nada, decidí que no venía mal terminar el día con una sesión de yoga. Y después de la sesión de yoga me dije me tomo una copa de vino antes del baño, pero no lo hice, qué poco saludable eso de beber después de hacer ejercicio, así que me fui a bañar rápido, para ganarme la salubridad de beber después de bañarme y me reí pensando para qué me bañé, si total mañana me voy a ensuciar.

Y de repente eran las 10 de la noche y no tenía nada planeado para comer. No es que no hubiese comida. Había, pero estaba congelada. O no me apetecía, o era de esos congelados que sin descongelar, al cocinar, quedan babosos.

Bueno, me dije, puedo pedir. Pero tengo muchos problemas siempre con lo de pedir. La basura es el primero. Siempre todo llega empacado en cajas de cartón que se ensucian con el queso y la salsa y entonces no puedo reciclar, o en contenedores de plástico que no sirven para nada. Después el gasto. Cuando hago la cuenta de con esa plata me preparo cinco comidas, se me pasa el hambre. Y por último está el miedo, nuevo, de las bacterias en las manos del cocinero, del empacador, del man del delivery, ectétera.

Saqué los zapallitos, las cebollas, las tapas de tarta, los huevos… Lo puse todo sobre la mesada, lo corté y pegué, lo cociné. Cuando terminé de comer mirando un capítulo de Sorjonen, levanté la mesa, llevé todo a la cocina, Niqui siguiendo mis pasos, como siempre pero con más interés ante la posibilidad de que la gorda le hubiese dejado al menos una miga, me puse a lavar la vajilla y me dije es el mito de Sísifo, otra vez, porque lavo vajilla no menos de tres veces por día, y otras tres veces al día siguiente, y así todos los días.

El mito de Sísifo, como siempre.

Algunas cosas nunca cambian.




sábado, 16 de mayo de 2020

Día 58



Para el cumpleaños de Hila de 40 escribí una crónica. Vivía en Rodeo desde hacía un mes y había vuelto a Buenos Aires solamente para colaborar con la organización  del cumpleaños, y para, claro, estar ahí en esa fecha inmortal. Para esa crónica escribí sobre el descubrimiento que había hecho sobre la incapacidad, o la capacidad limitada, de Hila y sus amigos (los llamamos “los loquitos”), para entender o crear los artificios humanos.

Toda la importancia de cumplir cuarenta, de ese número que marca la mediana edad, ese número que todos tememos al acercarnos a él, todos los bombos y platillos comprados y sonados para esa fecha, no podían importarle, a Hila, menos de lo que le importaron. Era su cumpleaños, había fiesta. Eso sí le importaba, pero nada más. En esa crónica decía que Hila y sus amigos no se cuidaban de ser políticamente correctos, no disimulaban sus decepciones ni hacían, en realidad, negocios con el mundo que habitan.

Contrariamente a nosotros, que los hacemos continuamente.

Tanto los hacemos que cuando no necesitamos hacerlos, nos da insomnio, nos comemos todas las galletitas que encontramos, fumamos más, bebemos más, y consumimos, durante horas, y con culpa, interminables horas de ficción en algún formato de pantalla. Televisores, tablets, computadoras, incluso teléfonos.

Nos morimos de la ansiedad porque el domingo no agarra la angustia de domingo a la tarde.

Nos tiramos de los pelos porque el lunes, en lugar de putear la levantada temprana con el frío, o la lluvia, ese salir de la cama ineludible porque se cumple un horario, nos podemos quedar en la cama hasta que sea absolutamente necesario levantarse. Y esa necesidad probablemente dependa de cuestiones escatológicas que, una vez solucionadas, no impiden volver a la cama.

Nos sentimos inseguros porque el viernes no se siente en el cuerpo. Porque nada termina ese día, y tampoco es el comienzo de algo.

Nos volvemos locos con la idea de vivir en el día de la marmota.

Y ni una sola de las veces me he preguntado ¿quién dice que el lunes tengo que trabajar? Ni una sola de todas las veces en que me he quejado, más o menos razonablemente, se me ocurrió que en el fondo este encierro es una suerte de paraíso anarquista. Yo, que detesto las imposiciones, he puteado porque el jueves no es más jueves.

Tenemos la posibilidad de nunca más llamarle lunes horrible a los lunes. De que el viernes no me manden más memes con que mi cuerpo supuestamente sabe que es viernes. De poder admitir, sin ningún problema, que quiero bailar, o beber hasta perder el sentido, o coger, mejor, hasta perder el sentido, un martes.

En esa crónica de R, que era en realidad una crónica de eventos sucedidos en un departamento fancy de Recoleta en lugar de la casa de adobe que habitaba en Rodeo, yo contaba sobre la búsqueda de un “mago” para el cumpleaños de Hila. En realidad, así les llamaba el Pancho. Yo siempre los llamé animadores, y nunca me gustaron. Ni de chica, ni de grande. Escribía, también, que los que no somos Hilario, o “los loquitos”, en general aceptamos en el contrato social de un casamiento eso de ponernos pelucas y vinchas sobre peinados que costaron una fortuna, y hacer trencitos absurdos al ritmo de una música más absurda aún. Lo hacemos por borrachos, por fingir diversión, pero más que nada por seguirle el juego a los novios, que seguramente habían deseado semejante rito como el del “carnaval carioca” y se habían gastado, en esas pelucas de plástico maloliente, una pequeña fortuna.

Hila y sus amigos los loquitos no hacen nada de todo eso. Si la fiesta es aburrida, se aburren. Si el “mago” tiene ideas pedorras encubiertas tras gritos y micrófonos y música alta y mucho confeti, ellos lo siguen mirando con ojos hastiados. Si en cambio el man es bueno, se prenden a las actividades y se divierten.


Están ahí el miedo a la muerte, a la enfermedad, a la soledad. El miedo de que le pase a uno, o a la gente amada. Está el temor sin nombre de una peste incurable. Está, también, la inquietud por lo económico, por la subsistencia más básica, eso de comprar los fideos.

Está, al menos a mí me pasa y sé que a otros también, la renuencia natural pero mil veces aceptada, gritada, escrita, al recorte de la libertad. Eso es real. No puedo, no me está permitido, pulular por las calles de la ciudad. Ni irme a la playa. O a la montaña. No puedo navegar. No puedo hacer una fiesta en mi terraza y decirle a los invitados tené cuidado con el techo de la escalera, es muy bajo. No es solamente imprudente hacer una fiesta; está, en este momento, prohibido.

Ahora bien… puedo decidir, entre otras cosas, ponerle a los días el nombre que se me cante. Puedo decidir que mi semana laboral durará seis días y el fin de semana se llamará “días de alpedismo consecutivo y sin culpa”  (cuando se acerque esa fecha, en los whatsapps a mis amigas les preguntaría qué planes tienen para el “alpe”, o, mejor, “sincul”) y durará cinco días. Si no hay oficinas administrativas. Si no hay horarios de trabajo fijos, ¿por qué no hacerlo?

¿Por qué nos cuesta tanto esquivar nuestros propios artificios? Al menos esos agobiantes y odiosos…

Sé, por ejemplo, que me gusta levantarme temprano porque me gusta la luz. Entonces a mí no me molestaría seguir con el artificio del día laboral de 9 a 5. Aunque quizás preferiría hacerlo de 7 a 11, y a las 11, cuando el sol ya calienta un poco, al menos en esta época del año, sentarme a leer en la terraza hasta la 1, hora de comer porque me da hambre a esa hora, y no por otro motivo, y seguir leyendo, o jardinear con sombrero, porque son malas horas de sol, y después sentarme a trabajar, de nuevo, alrededor de las 5, hora en que ya no hay sol en la terraza, y trabajar hasta que me hinche los huevos y quiera bajar a tomarme un vino y empezar a pensar la comida de la noche, cuando me de hambre.

Nietzche decía que el lenguaje era metáfora. Saussure dijo que no había ninguna relación entre el significado y el significante. Los profesores de lingüística siempre dibujaban un arbolito en el pizarrón, eso era, supuestamente, el significado (aunque claro que no, porque debería haberlo sido un árbol en carne y hueso), y escribían “árbol” al lado, el significante. No hay ningún motivo para que a eso (señalaban el dibujito) se le llame “árbol”.

A mí me cuesta un huevo no tener nombre para las cosas. Persigo, incansablemente, las definiciones. Le encuentro la palabra justa, y se la dejo. Pero eso conspira en mi contra. Las defino, las encierro, las convierto en algo manido que corre el riesgo de no ser, al final, tan preciso. O no siempre preciso. Al mismo tiempo de la falta de precisión, corro el riesgo de que mi cabeza se quede pegada, de que ya no haya, fuera de esa definición, nada posible.

Me he enojado por no tener la ilusión del sábado, del fin de la semana laboral, del comienzo de dos días enteros de lectura. Desde que empezó el encierro me he sentido menos absurda los domingos. Porque todo ese silencio, todo ese alpedismo, corresponde a un domingo.

Pero hace CINCUENTA Y OCHOS DÍAS ese silencio y ese alpedismo son la norma de los días. Y sin embargo, acá estoy, contenta porque no solamente es sábado, sino que además se parece a un sábado “normal”: salí de la cama sin apuro, jugué con Niqui, regué las plantas, y, sobre todo, los sonidos a mi alrededor se corresponden con los de cualquier otro sábado de sol desde que tengo esta casa –los niños jugando, las mujeres hablando.

No estoy diciendo que debemos renombrarlo todo. No es un llamado al absoluto anarquismo. Además, los nuevos nombres seguirían siendo artificios, otras convenciones humanas.

Son, más bien, preguntas rondando mi cabeza. ¿Cómo nombramos al mundo? ¿Qué tan bien lo hacemos? ¿Cuánto nos limita? Necesitamos ese límite, necesitamos las definiciones, lo maravilloso del lenguaje es esa idea de la palabra justo para nombrar algo preciso. Pero, ¿somos conscientes de esa necesidad?

¿Por qué nos cuesta tanto deshacernos de convenciones aceptadas por todos pero quizás obsoletas? ¿Es por el mero cambio? Me aburro a mí misma si me pongo a pensar en psicología barata o en refritos elevados de todas las filosofías orientales, así que dejemos de lado el miedo al cambio. Me gustaría más preguntarme, simplemente, por la falta de libertad a la que nosotros mismos nos condenamos con nuestros propios artificios y el apego fatal que les tenemos.




viernes, 15 de mayo de 2020

Día 57




Me quedé pensando en lo mucho que sentí la ausencia del abrazo de Hila.

Yo, que no soy de las que gustan de excesivo contacto físico, sentí en los huesos esa ausencia.

Recuerdo un exabrupto mío en Rodeo. Estaba con una amiga, y esta amiga se reía ante mi exabrupto. Me decía Santos, no es para tanto. ¿Qué carajos le pasa a esa mina?, preguntaba yo, indignada, y mi amiga reía sin pudor.

La “mina” era una cordobesa pecosa, muy hippie ella, de esos hippies convencidos del poder cura-todo de los abrazos. Hasta esa tarde, yo había sido para ella una total desconocida, lo mismo que ella para mí. Nos habían presentado y ahí nomás, en la presentación, ella me había abrazado fuerte y dejado su mano en mi espalda, todo su cuerpo cerca del mío, y me fregaba la espalda como si estuviese dándole a un mueble con una gamuza empapada en Blem. Me desconcertó tanto que me quedé inmóvil, cuando en realidad todo mi ser se rebelaba.

No había nada sexual en su manoseo. No me sentí acosada. La vi repetir, ese abrazo exagerado y voluptuoso, con todos los presentes. Con los que conocía desde hacía años, con los que recién le eran presentados

Los abrazos curan todo cuando son sentidos. Eso discutíamos con mi amiga después de mi exabrupto y su risa a carcajadas.

¿Qué puede sentir esta mina con respecto a mí, una total desconocida? ¿De qué me vale su supuesto amor si se lo da a todo el mundo, sin distinciones? Y si yo fuera el hijo, ¿me gustaría que le diera a los desconocidos el mismo abrazo que me da a mí?

Además, no me creo su amor. No hay amor de verdad hacia alguien a quien no se conoce.

Yo creo que uno elige, le decía a mi amiga. Y que en esa elección reside el valor de lo elegido. Es influencia de Sartre, lo sé. Pero más allá de cuestiones intelectuales, de veras el abrazo de una desconocida no me vale nada. De hecho me resulta una invasión innecesaria.

Para algunas cosas, yo en Rodeo era considerada un bicho raro. Los amigos se acostumbraron, y algunos, esos que miraban y escuchaban, incluso llegaron a saber que no era amor lo que esquivaba, sino la invasión que sentía cuando un desconocido daba muestras de ternura de un amor inventado.

Reconozco, de todas maneras, que no soy de las personas más cariñosas del mundo. Que los gestos de ternura, o cariño, me salen raros. Aparatosos. Quizás haya que practicarlos más, me dije en ese entonces en Rodeo. Igual me negué, me sigo negando, a andar abrazando gente desconocida.

Pero es el tema de con quién nomas, porque los abrazos me gustan tanto como a los demás.

Y últimamente me hacen falta. Yo, que desdeño las demostraciones físicas de amor, siento la ausencia de esas demostraciones.




jueves, 14 de mayo de 2020

Día 56




No soy de las que aman a los bebés. No me fijo en los bebés en cochecitos en el supermercado o en la calle. Cuando veo un bebé en la cola de la puerta de embarque de un avión, ruego mentalmente que lo sienten alejado de mí. Me fastidian los bebés, me irritan sus llantos y en general todos sus sonidos.

Los sonajeros, los pantaloncitos, los escarpines, todo eso me deja indiferente. No me parecen objetos tiernos, ni particularmente atractivos.

Hasta que no les puedo comprar libros que tengan pocos dibujos, las criaturas me aburren.

Pero si nace el hijo de un amigo de toda la vida, todo cambia. Todo.

Me gusta el bebé. Me enternecen los gorditos de sus piernas y sus brazos. Me pongo a decir “me está mirando” cuando sé que todavía es ciego.

Le busco parecidos con la madre o el padre, y estoy segura de esos parecidos. No importa que el bebé sea una masa amorfa de carne, yo ya veo a uno de los progenitores en esos rasgos indefinidos.

Busco regalos por internet y me descubro eligiendo un mapache por encima de una tortuga, porque es más lindo ese diseño. Leo los comentarios de los usuarios y descarto sin piedad cuando leo que no le entraron bien las piernas en esa sillita, o que no era seguro porque a la valla de contención la sostienen unas agarraderas muy flojas.

Me imagino el tamaño, la duración, recuerdo en ese momento a todos los bebés anteriores al nacimiento de éste, y los juguetes o artilugios comprados, y hago una lista mental de los que mejor funcionan.

Me paso un día entero buscando en internet.

Y cuando el niño nace, y me mandan una foto, soy el terror de mí misma. Empiezo a chillar “qué lindo”, “me muero muerta”, “qué emoción”.

Y nada de cinismo. Me parece hermoso, me muero de la alegría y la ternura, me emociono hasta que se me caen unas lágrimas. 

Me digo es el encierro, que todo lo magnifica. Y después me digo de ninguna manera. Es el hijo de Santi, el nietito de Mora, el sobrino de Lupe.

Pipe tiene todos los números de la lotería para ser el ganador de uno de los escasos puestos en la administración de mi vida: la del bebé que me encanta. La de la criatura que sí me hace pensar en la vida, en eso tan absolutamente mágico de la vida.

Pipe ocupa, sin ningún pudor, el lugar donde el amor puro existe.

Nació ayer a las 9 de la mañana. Y todavía sonrío.




miércoles, 13 de mayo de 2020

Día 55



Hoy pasaron muchas cosas.

Afuera de mi casa. Donde no las puedo ver, ni tocar.

Me levanté tarde. El de anoche fue un insomnio con todos los ingredientes. Monstruos, alienígenas y ruidos ominosos desde el centro mismo de la Tierra. La almohada no sirve. No. Es el colchón. Hace mucho frío. Hace mucho calor.

El día, por suerte, lindo, lindo, lindo.

Hay pocas cosas mejores para terminar de ahuyentar a los fantasmas de la noche que sentarse al sol a leer.

También moví unos muebles de lugar.

Hablé con una amiga.

Más tarde vi una charla sobre ciencia ficción. Le presté atención porque uno de los que hablaban, el Pastuso, es casi del todo culpable por mi adicción al género. Porque es amigo, de esos a los que querría ver siempre y con los que conversar es un placer. Porque todo de él me gusta. Pero además le presté atención porque fue de veras buena. Quizás algún día lo cuente. Pero todavía estoy masticando algunos conceptos.


Y todo el día, además de las distopías y de cómo se describe al mundo, con qué palabras, exactamente, estuve pensando en eso de que hay gente que nace. Y que en general me chupa un huevo. Pero cada tanto me emociona. De veras me emociona. Y sonrío, sonrío, sonrío…

Miro las fotos de Lua y de Pipe y siento todo lo bueno puede suceder.  




martes, 12 de mayo de 2020

Día 54



Ayer me quedé pensando que mi máquina del tiempo podía ser usada como un órgano de ánimos Penfield. Ese es un aparato que tienen Deckard y su mujer en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en el que se marcan diversos “programas” y se produce un estímulo cerebral específico.

Se puede marcar 481: conciencia de las múltiples posibilidades que el futuro ofrece. En el 382 se puede percibir intelectualmente la soledad pero no sentirla. 594: reconocimiento satisfactorio de la sabiduría del marido en todos los temas (juro que dice eso, y a pesar del disgusto, sigo amando a Phillip K. Dick). O se le puede pedir una actitud creativa y nueva hacia el trabajo.  Se ponen volúmenes más altos o más bajos, dependiendo de cómo uno quiera despertarse, y se marcan con anticipación (el estímulo puede programarse para horas más adelante) teniendo en cuenta la agenda del día –día difícil de trabajo, sábado de compras, etc.

Pensé que uno podía tener una lista de momentos que le generaran determinados ánimos, y que con mi máquina del tiempo se podrían replicar esos ánimos.

Después descarté la idea. Mi máquina del tiempo me encanta, pero no es tan precisa como el órgano de ánimos Penfield.

Revivir un momento feliz me haría sentir feliz, claro, y por un rato, al volver de esa hora de felicidad, quedarían resabios en mi cuerpo. Pero corro el riesgo de comparar esa felicidad con el momento presente, que puede no serlo tanto, y en esa comparación deprimirme absolutamente. O depender del contraste, y entonces revivir, en lugar de los mejores momentos, los malos, los habitados por miedos e incertidumbre, las horas más tristes, ese instante de decepción, o de enojo, para que al volver de esa hora me sienta mejor con el presente, porque la comparación convertiría al presente en algo mejor.

Estuve, entonces, buscando recuerdos de distintos signos. Por si lograba armar mi máquina del tiempo. Qué momentos repetiría para conseguir determinados ánimos. Suponiendo, de todas maneras, que el ánimo se quedaría, suponiendo que no funcionaría por contraste.

Se me ocurrió, entonces, que no tiene ningún sentido cargarle a mi máquina del tiempo los malos momentos. Había pensado que para la tristeza podía revivir la vuelta a casa después del entierro de mamá, ese instante de comprensión de la ausencia, una ausencia para siempre.

Para la decepción, el momento en que el Chino me dijo creo que va a ser lo mejor, y yo tuve que preguntarle qué iba a ser lo mejor, porque él ni siquiera quería hacerse cargo de esa frase, de decir quiero separarme. Y a la decepción por el amor perdido, la decepción que me produjo su cobardía.

Para el miedo a secas: la noche en que entraron ladrones a la casa de Georgie. Luna, su perra, ladraba enloquecida, y no eran los ladridos de siempre. Eran furiosos, eran desesperados. Luna nos despertaba, a Georgie y a mí, para avisarnos de la invasión, y para que los ladrones supieran que ella estaba ahí, que sólo por sobre su cadáver. Era una perra maravillosa Luna, y revivir esa noche sería revivir el miedo al ver a los tipos saltar la reja, pero también el amor de ese bicho, e inmediatamente la pena por su muerte, años más tarde.

Para la desesperación física: la primera vez que me quedé enganchada al arnés, debajo de la vela. Había sido advertida, cuando me enseñaron a usar el arnés, de un error habitual. Si te caés al agua, y quedás debajo de la vela, enganchado el arnés al strap de la botavara, desenganchate primero. Eso me habían dicho. Pero no, hice lo que específicamente me dijeron que no hiciera. Intenté salir de debajo de la vela a respirar, al menos un poco, pero claro que no podía, no da la distancia si una está enganchada, y en lugar de tomar aire respiré una profunda bocanada de agua de río podrido que vino, derecho a mi boca y a mi nariz, en una ola gigante. Eso disparó el ahogo, una tos de agua, más desesperación por respirar, y el error de querer salir, otra vez. Es horrible la sensación de vomitar agua por la nariz.

No hay motivos para revivir ese momento. Con saberlo, con recordarlo, basta: en el agua desesperarse es la peor elección, siempre.

En realidad, no hay motivos para desear revivir ninguno de esos momentos. Lo que yo quería, ayer, era el momento de la foto, bajando al agua desde la guardería, la primera navegada, el invierno yéndose, el viento Sur ganándole al Zonda, y toda la hora que le seguía al instante de la foto.

También había empezado a hacer un listado de otras horas, no necesariamente buenas en sí, pero que podrían dejarme con el ánimo más arriba.

Pensé si alguna vez me siento insegura en el laburo, puedo revivir una mañana en Jáchal, el pueblo cercano a Rodeo donde yo hacía trámites bancarios y las compras del complejo de hotel y cabañas para el que trabajaba. Esa mañana en especial había logrado, en las 4 horas que tenía hasta el cierre por siesta, solucionar un problema con el homebanking, comprar todo lo de la lista en los lugares habituales (chiringuito de artículos de limpieza, mayorista de lácteos, mayorista de gaseosas, un supermercado, otro supermercado, la farmacia donde le compraba al jefe sus anti-alérgicos, la cera de depilar a una amiga, y el esmalte de uñas para mí). Y además un pedido a último momento, por teléfono, justo cuando estaba por ir a la estación de servicio a cargar nafta, ir al baño y conseguirme el café que tomaría volviendo a Rodeo por el Camino de la Muerte (Jáchal queda cerca pero se hacen largos los 45 km por camino de cornisa). Debía conseguir unas pelotitas (tienen nombre específico olvidado), para rellenar los pufs de la pileta del complejo. Y en la cuarta ferretería a la que fui, los encontré.

Era casi imposible la lista original. No solamente porque el tiempo era ajustado, sino porque muchos de los ítems no se conseguían nunca en Rodeo, ni en Jáchal, a veces ni siquiera en San Juan. Y esas bolsas de pelotitas malparidas fueron las únicas bolsas que esa ferretería había comprado. Odié esas pelotitas después, porque las pocas que se escaparon de una bolsa se quedaron dando vueltas en le camioneta por meses.

Era imposible hacerlo todo. Pero lo hice. E hice más. Claro que no reviviría ningún momento de esa mañana si fuese por el mero placer. Hacía un calor de muerte en Rodeo, donde todavía no soplaba el viento –en Jáchal era peor. No tomaba agua ni gaseosa ni nada en esos viajes porque no había tiempo de ir al baño, al menos no hasta que todo se hubiese terminado. Sentía la piel resquebrajándose, la boca seca, y el sol en la cabeza. No podía despegar mi atención de las listas ni medio segundo, ni desviarme del camino trazado para no perder tiempo.

No querría vivir esas mañanas de nuevo. Pero si alguna vez no me sintiera capaz, con ese recuerdo bastaría para convencerme de que lo soy. También serviría para eso revivir la vez que me enterré en el barro con el auto de mi padre, bajo una lluvia torrencial y, más allá de quedar cubierta de barro de los pies a la cabeza, logré sacar el auto.

Para sentir ternura no necesito los momentos precisos de abrazos de Pedro, Dante, Titi, o una vez que Amadeo me miró y me sonreía, me acuerdo de sus ojos, Amadeo tiene ojos bellos. Me gustaría estar de nuevo ahí algunas veces. Pero para sentir hoy ternura me basta sentirla a upa a Niqui, esas noches en que miro tele y ella se duerme con un abandono absoluto sobre mi regazo.

Para el amor y esa cosa emocionante mezcla de anhelo y miedo, empezaría el repeat en los minutos anteriores al primer beso con Jon, un inglés del que me enamoré hasta el infinito.

Para creer que la Humanidad no está fregada del todo, cualquier momento de comprensión entre mis amigas.

Para no desanimarme: la vuelta, caminando, hasta lo de Etelvina, después de haberme despedido de Helena, por quinta vez en la vida, sintiendo que hay amistades que duran toda la vida. Para la inmortalidad.

Para sentir absoluta calma: la noche del cuarto o quinto día en Mar del Sur, el momento en el que ya no hayque nada, el momento en el que se toma vino con un libro al lado del fuego, o se lee echada en la playa, sólo el sonido de las olas de fondo, nada pendiente.

Así, cualquier asado en familia, o reunión con amigas, incluso alguna tarde con el Chino, antes de la decepción. Una caminata con Erne por la orilla del Sena, el cumpleaños de Carmencita que terminó en La Cantina, con un maravilloso y psicodélico clericó hecho por la tía Conga, la tía Conga cortando las frutas en la galería de la casa de Tigre, para otro clericó, el de Navidad –esas horas, algunas más felices que otras, que nos pasábamos arreglando la casa para la fiesta.

Volver de los momentos tristes en estos días no me haría más feliz por contraste. Quizás sí me ayudaría volver de momentos difíciles, de desafío. (Estoy tan desesperada por meterme al agua que hasta ahogarme un poquito tiene su encanto.)

Al final, mi máquina del tiempo es más parecida a la convocatoria de fantasmas amables con los que pasar una tarde de pintura que al órgano de ánimos Penfield…

En estos días de encierro, creo que querría cualquiera de los dos aparatos. En realidad, quiero los dos.

Programaría confianza en el futuro y calma absoluta en el Penfield. Y a la tarde, justo cuando el sol se está yendo, me metería al agua. Una y otra vez. Todos los días. Aunque sea solamente una hora.

lunes, 11 de mayo de 2020

Día 53



Hoy tengo muchas ideas.

Ninguna se queda.

Estuve buscando más gente en internet. Encontré a varios personajes a los que no veo desde hace unos 17 o 19 años. A algunos los he amado, a otros les tengo un cariño infinito por haber sido testigos de algún tiempo mágico. Miro sus fotos, busco y busco. No le escribí a Hana. Pero mandé una solicitud en Instagram a su editorial. Uno de estos días me animo y le escribo.

Buscando una tarjeta de puntos en los cajones de mi escritorio, encontré en cambio la tarjeta de presentación  de un rubio muy rubio y de veras alto, que una mañana de amontonamiento en el bondi me cedió su lugar y se quedó formando una barrera a mi alrededor, sin tocarme. Cuando se estaba por bajar, me dijo me gustaría que me llamaras, y me dio su tarjeta. No la guardé para llamarlo. La guardé para recordar el momento. Hacía tanto frío y yo estaba de tan espantoso, horrible y desmadrado malhumor. Y Marcelo, así dice la tarjeta que se llama, me hizo sonreír y esa sonrisa le cambió el signo al día.

A la mañana fui a la verdulería. Quería aventurarme con alguna tarta distinta. Comí ensalada.

Ayer pensé que debía reorganizarme. Poner horarios para todo. Recalcular. Eso. Una rutina bien definida, sin huecos donde la neurosis pueda anidar. Estoy segura de que funcionará mejor. No lo hice, claro. No creo que lo haga.

La panza de Niqui hace muchos ruidos. Tanto huesito de asado. Estará a dieta estos días.

Los vecinos han estado ruidosos hoy. Los niños salieron a jugar. Uno tuvo un berrinche –gritaba y gritaba y Niqui empezó a ladrarle. Le grité yo a Niqui. Ella se calló, el niño, no.

Puse el disco Pet sounds, de los Beach boys, en Spotify. Esta mañana me desperté con “God only knows” en la cabeza. No tengo la menor idea de lo que hacía allí, esta mañana, esa canción.

Estuve buscando un texto perdido en los archivos de la computadora. En cambio me encontré una foto del comienzo de la temporada 2017 – 2018. Adivino la lycra negra debajo del neoprén, el neoprén más abrigado (5/3) debajo de la lycra fucsia, por arriba. Tenía el pelo largo, o más largo que ahora. Debía ser septiembre, porque soplaba Sur. Todo en la foto sugiere un frío atroz. También se ve la ilusión de la primera navegada después del invierno.

No me deprimí mirando la foto. Un día elegí volver de Rodeo, y desde entonces me perdí dos comienzos de temporada. El encierro, esta vez, no es el culpable.

Igual, la foto me hace sentir más encerrada. Pero si me concentro, me puedo ver haciendo lo mismo, pronto, después del invierno. Me gusta esa fantasía. Me quedo con esa idea.

La lycra fucsia me la regaló Chufi. Extraño a Chufi.

Al fondo de la foto se la ve a Iru, cuando recién empezaba a corromperse. Ahora salta olas en Chile.

Quiero una máquina del tiempo. No el DeLorean. Tampoco la de Wells. Sería una máquina donde poner repeat a momentos elegidos. Como si fuesen tracks de un CD. Momentos de no más de una hora –para no quedarse pegados. En esa hora se volvería a vivir, exactamente, lo mismo que se vivió en el momento elegido. No es para observarse a una misma de lejos, ni para incidir en las acciones del momento y así cambiar el rumbo del destino. Ni siquiera para analizar esas acciones, o los pensamientos o sentimientos. Nada de todo eso. Simplemente volver a vivir, en ese momento, siendo la misma persona que se era. Se puede hacer eso una vez por día.

Quiero repetir esa navegada, empezando por el instante que retrata la foto. Bajando, abrigada con todos los chiches, con el equipo, al dique. Ese es el comienzo. Y la hora que le sigue. Quiero sentir esa ilusión, esas ganas, esa alegría, quiero estar en el agua ese día frío, congelándome los pies en el agua helada, el viento en la espalda, a sotavento la cordillera, y surcar, rápido, el agua.

Ni el frío le cambiaría.

Haré yoga hoy. O quizás no. La comparación con ese momento deja a cualquier sesión de yoga muy mal parada.

O siga buscando personajes del pasado en internet.

O cocine una tarta distinta.

O lea.

Probablemente mire tele.

Está linda la luz del anochecer en la ventana.




domingo, 10 de mayo de 2020

Día 52




Sol y algo parecido a la rutina de los tiempos anteriores a la distopia.

Los fines de semana esa fantasía es más posible. No hay que preocuparse los fines de semana. Nunca. No hay que mirar los saldos de los bancos, ni hacer pagos, ni levantarse temprano. Los fines de semana no debe uno ser productivo. Entonces lo de comer alfajores mirando Netflix, o lo de leer al sol, es lo único que hayque. Desconectarse de la realidad, eso que en estos tiempos sucede solamente en las pantallas, es más fácil. Obviamente, la vocecita que repite el día entero “el planeta va a explotar” no se calla nunca. Pero es más fácil ignorarla si se olvida todo aquello que uno no está haciendo.

Ayer a la mañana mi cuerpo todavía sufría la noche pasada bajo los efectos de los anuncios oficiales. Me había costado dormir a pesar de haberme levantado temprano el viernes. Después me desperté una vez, por un ruido en el patio o en mi cabeza, y ya no pude volver a dormir hasta el amanecer, cuando la luz del sol empezaba a notarse en mi ventana, cuando me dije me levanto ya, es de día, y dejo de batallar contra el insomnio –esa es la hora en que los insomnes dormimos, cuando nos damos por vencidos, cuando decidimos que ya no dormiremos.

Así que me levanté tarde ayer. Me dio pena al ver el sol radiante. Me dije no seas boluda, es sábado, uno de los días oficiales para levantarse tarde, y me senté a escribir, con un rico café hecho en la cafetera de verdad, esos cafés de lujo, de días de indulgencia. Tranquila, sin perseguirme con los hayques, repitiéndome  es sábado, ayer fue un buen día, mañana (hoy) será otro buen día.

A la tarde, después de mover algunas cosas de un lado para el otro en mi casa, subí a la terraza y me dediqué a jardinear. No podé, no todavía, aunque uno de los días fríos pensé quizás ya es hora de ayudar a las plantas a guardar energías. Saqué yuyos, removí la tierra de algunas macetas. También barrí juiciosamente, juntando con la pala las flores muertas de las rosas chinas.

Y después me acomodé en uno de los sillones de la terraza y me puse a leer.

A la noche vi tele un rato, quise dormirme temprano pero esa levantada tan tarde no ayudó.

Igual hoy me levanté temprano. Quizás esta noche pueda dormir bien.  

Como la iba a abandonar a Niqui un buen rato, decidí concederle una caminata. Salimos y caminamos, ella feliz, yo un poco agobiada con el barbijo. Pero el sol estaba lindo, era temprano y las calles estaban vacías, los ruidos apagados, como siempre los domingos, como siempre antes del encierro.

Y después volví, me desinfecté, incluso me duché, para estar segura de no acarrear bacterias en mi cuerpo, chequeé las gomas de la bici, armé la mochila, esta vez era pequeña, y me fui al asado familiar en Moldes.

En el camino estuve pensando si le ponía un nombre a la bici. O si seguirá siendo “la bici”, porque es la única.

No sólo le tenía menos miedo a la calle y sus múltiples obstáculos, sino que además había menos gente caminando, menos gente en auto, en moto, o en colectivo. Era una mañana verdaderamente quieta. Sin viento, sin gente, sin motores. Atravesé calles y avenidas y seguí andando, feliz con mi bici, sin sufrir sobresaltos.

Hablando con Erne, él me dijo que quizás tenga, él, la antigua fascinación por la bici de cuando era chico. No sé si es eso, o al menos no lo reconozco tan fácilmente en mi caso, pero sí que es lindo andar en bici. Ir sola, al sol, el aire revolviendo el pelo.
Llegué a Moldes, dejé la bici en el garaje, me desinfecté, y volví a salir, con el carrito de las compras a cuestas. Un supermercado chino, otro, el Carrefour, el Día. Volví y Erne estaba con su bici en la puerta.

Papá le dijo a Erne hoy sos el invitado, aso yo. Hace años era papá el asador, siempre. Después, no sé en qué momento preciso, cambió, y si estaban los dos, la tarea era de Ernesto. Papá hacía el fuego a veces, sólo el fuego, y en general se había movido al lugar del que trae el vino y hace los tragos. Esta vez declaró sos el invitado y Erne se sentó.

Nos tocó el mejor día del otoño. La temperatura ideal, nada de viento, sol. Una luz maravillosa sobre las tipas y los jacarandás y los liquidambar de esa calle. Las vías enfrente, el cielo azul con alguna que otra nube algodonosa a lo lejos. Silencio y quietud, una placidez de asado de domingo en familia.

Hablamos de series, de películas, de actores y actrices (de Jeanne Moreau y Rita Hayworth, de Charlize Theron y Meryl Streep, de John Cazale, Christopher Walken, de Al Pacino y DeNiro, de Laura Linney), de la pandemia, de personajes de la historia que nunca ninguna película o serie retrata de manera amable (Nixon, por ejemplo). Hablamos de presidentes gringos impresentables, del conflicto en Palestina, de lo imposible de entender que nos resulta.

Hablamos y comimos asado de tira y bifes anchos.  

Y cuando terminamos de comer e Hila se había ido a dormir la siesta, nos acomodamos los tres restantes donde el sol da en la cara y nos quedamos conversando, sin apuro, sin preocupaciones, disfrutando de ese aire tan limpio, de la luz de otoño cuando el sol se pone, del simple estar ahí, juntos, los fantasmas alejados por la mera presencia del otro, con la vida como siempre. O quizás con una nueva vida, distinta del todo de la de antes, pero con el mismo querer.