lunes, 13 de abril de 2020

Día 25



Estos días, desde hace una semana ya, me pregunto por la trivialidad de mi existencia.

No es que no me lo hubiese preguntado antes. Cada tanto me lo pregunto, más o menos seriamente, y siempre me respondo que mi existencia es absolutamente trivial, y que está bien que así lo sea. No me genera angustia pensar en Sísifo, ni me produce vacío el sinsentido. Esto es lo que hay, soy apenas un minúsculo ser en un universo infinito, y mis acciones no generan siquiera lo que el aleteo de la mariposa al otro lado del mundo –al menos no en ese infinito.

Pero “esto que hay” es lo único que hay. De ese argumento pedorro y simplista, deduzco que no hay nada que valga más que la vida. La propia, la ajena. Lo único innegociable es la vida. Que sea trivial o no, no es una característica que contradiga su valor.

Así las cosas, encuentro la pregunta un poco más insidiosa que en los tiempos en los que no estaba encerrada. No porque crea que la vida haya perdido valor. Tampoco estoy en la búsqueda de un sentido, ni de algo en qué creer.

Pero es que en estos días encuentro que además de trivial, soy inútil. Es decir, normalmente me considero una persona útil, o que realiza tareas que son útiles. Y resulta que no. Que puedo ser una babosa que se desliza de un ambiente al otro de la casa, haciendo un montón de cosas, o simplemente leyendo y cambiando la locación de la lectura, y seguir viviendo, y nada de todo eso genera absolutamente nada. Ni en el mundo, ni en el universo, ni siquiera afuera de las paredes donde repto el día entero.

Entonces comparo esta vida de ahora con la de antes y los resultados no son muy diferentes. En lugar de deslizarme sin dejar rastros por mi casa, agrando el espacio de deslizamiento. Lo hago a través de la ciudad, a veces dentro de la misma provincia de Buenos Aires, e incluso me he deslizado a otras provincias o países.  

Salvo la libertad de movimientos, nada ha cambiado.

¿Por qué, entonces, me preguntaba menos por mi inutilidad?

Y no es que de repente haya descubierto que los médicos son personas más útiles que yo. Eso lo supe siempre. Y no me da pudor ni arrepentimiento no haber elegido ser médica.

Quizás en el continuo movimiento por la ciudad olvido la inutilidad de mis afanes. O tal vez está más relacionado, ese olvido, con que no siento para nada inútil una noche pasada con mi prima Margarita, tomando vino y hablando de amor. O conversando con mis amigas, entre el barullo que hacen sus hijos, de los laburos, igual de inútiles que el mío, o de las mil banalidades a las que nos dedicamos normalmente.

No lo sé.

Lo que sí sé es que mi existencia es trivial. Que en general soy una inútil. Y está bien.