viernes, 1 de mayo de 2020

Día 43



Quizás fue la influencia benigna de San Jorge, me dije en algún momento.

El día más espantoso, el de la lluvia sin luz, no terminó mal. No fue un día alegre, ni feliz. Pero no me fui a dormir con la sensación de odiar al mundo por malo, hostil y feo. Ni odiaba, ni estaba desanimada. Un poco cansada, nomás. Acaso triste.

El día siguiente amaneció con un sol que rajaba la tierra, una temperatura amable, el aire seco. Hice a la mañana todo el trabajo de la oficina que no había hecho por la falta de luz el día anterior, puse ropa a lavar, barrí la terraza. Después de comer seguí con la limpieza de todos los rincones. El viento había llevado flores caídas de la Santa Rita a lugares insólitos como debajo de mi cama. Barrí, pasé el trapo, limpié la cocina.

En condiciones normales de presión y temperatura, como decía la profesora de Química del colegio, si me hubiesen dicho que me pasaría el día trabajando y limpiando, me habría deprimido. No conozco a nadie a quien le guste limpiar. Hay a quienes les molesta menos, otros que detestan la mera palabra. Recuerdo decir una noche que lo que menos me molestaba era limpiar vidrios y justo eso era algo que prima Ani detestaba. Todos queremos la casa limpia. A algunos les gusta más limpia que a otros. Pero nadie dice con fruición y embeleso “¡tengo un maravilloso día de limpieza por delante!”

Esa misma noche me teñí el pelo y me pinté las uñas. Y ayer salí con toda la ilusión del mundo a comprar aceite para los goznes de las rejas. No me iba a comprar una cartera Prada, ni un vestido para la mejor fiesta del mundo. No iba a la librería a llevarme cinco libros. Iba a la ferretería y a la farmacia.

Googleo San Jorge. Ah, sí, me digo, es el de la cruz esa, roja, de una de las banderas de Inglaterra. Es el santo guerrero, es el que mata al dragón. No parecería combinar mucho con quedarse en casa y sentirse un héroe mirando Netflix y comiendo alfajores. Un guerrero. Jorge de Capadocia era. Linda Capadocia. Muy linda.  ¿Será que es el santo patrono de los que batallamos con los molinos adentro de nuestras casas?

Nunca tuve un santo preferido. Sé que el de mi abuela Elvira, el de las tías, era San Antonio, patrono de los matrimonios y al que se le pide un novio. Dice Google que el 13 de junio hay que comprar una imagen y pedirle un novio. Dice Google que en algunas partes de América las chicas lo ponen patas para arriba al pobre santo cuando el deseo no es concedido.

La primera vez que estuve en Barcelona, salí con Conga a caminar por la ciudad. En la catedral ella le prendió una vela a Santa Marta. Yo no hice preguntas pero me resultó de lo más curioso. Pensé que no había santos preferidos en la generación de ellas. Busqué, también, en Google. Aparecieron las playas de Colombia. Recuerdo Santa Marta, el agua, a una colombiana diciendo que estaba movida, el Chino y yo nos miramos, el agua parecida estancada de tan quieta. ¿Qué le pediría la tía Conga a Santa Marta por aquellos tiempos?

No creo en santos, ni dioses.  

Sin embargo, sí entiendo que las fantasías mueven el mundo. O quizás no tanto como el mundo, pero sí ponen en marcha muchos motores.

Cuando ayer le respondí al Pancho porqué salía maquillada y con plataformas, le dije que porque me iba a encontrar a Ryan Gosling en el camino. No había chances de que eso sucediera. Pero mirá si sí sucede, y yo con estas mechas. Salí con la fantasía de que algo sucedería. No pasó nada, excepto el humano acompañando al perro siberiano gigantesco, un humano que se fijó en mí. Eso es tan pequeño que ni siquiera cuenta como suceso. Eso ni siquiera cambió el destino del día. Yo ya lo había cambiado, saliendo de mi casa con ilusión. No lo cambié porque me maquillé, ni porque tuviese el pelo sin canas. Lo cambié porque se me ocurrió que el día sería bueno.

¿Cómo funciona eso? No tengo la menor idea. Ya escribí que la igualdad de los días anulaba la ilusión. Ayer, por ejemplo, si hubiese sido un 30 de abril común y corriente, yo habría estado de lo más contenta pensando que era el último día de la semana, que tendría tres días de no ir a trabajar. De hecho, el mismo lunes 27 lo habría empezado con más ilusión que el resto de los lunes: sería una semana de trabajo corta, seguida de un fin de semana largo. Los fines de semana largos siempre estaban llenos de fantasías. Asados, o fiestas, o simplemente leer hasta quedarse bizca.

¿Por qué ayer tenía más ilusión que otros días?

En O negócio (la serie brasilera sobre tres prostitutas) una de las chicas dice que lo que venden es fantasía. Los manes las contratan para fiestas de despedidas de soltero y ellas se visten de egipcias, porque eso eligieron ellos, entonces una es Cleopatra, la más deseada.

Nunca entendí los fetiches sexuales habituales. La única vez que fui a un club de strippers para una despedida de soltera estaban todos vestidos de hombres con uniforme. Bomberos, marineros, policías, soldados. En esos tiempos, o en ese club, ni siquiera bailaban bien. Y ninguno tenía el carisma de Mathew McConaughey.

En otro capítulo, más adelante, otra le cuenta a una amiga no prostituta que lo que los hombres quieren, el secreto mejor guardado de la prostitución, es que lo que los hombres quieren  en realidad es cariño, cariño sin ataduras, afecto sin responsabilidad. Otra fantasía.

En el primer libro de Harry Potter, Harry se encuentra un espejo. El espejo de Erised. En el marco de arriba del espejo están grabadas las palabras “Erised stra ehru oyt ube cafru oyt on wohsi”. Hay que leer las letras al revés: “I show not your face but your heart´s desire”. Perdón, no lo tengo en castellano. La traducción es “No muestro tu cara sino el deseo de tu corazón”. Harry se mira en el espejo y ve a sus padres, muertos hace diez años, a su lado. Ron, en cambio, se ve siendo el más destacado de sus seis hermanos.  Albus Dumbledore le explica a Harry, le dice sólo el hombre más feliz se vería a sí mismo, tal como es, frente al espejo.

Me pregunto si esa criatura verdaderamente feliz existe. Sería una persona sin deseos en el corazón.

En una clase de Historia del secundario, o quizás era de Cívica, una profesora nos hizo leer a Agustín de Hipona. Otro santo. O quizás no era un texto de Agustín sino un texto sobre un texto de Agustín. Más o menos decía que el hombre no era feliz sin dios. La reprendieron por eso a la profesora. Era una clase de historia, no de religión.

No tengo ningún ánimo de despreciar la religión. No creo, carezco de eso que se llama fe. Sin embargo, soy fan de las fantasías. Leo, todo el tiempo, historias que nunca le sucedieron a alguien que nunca existió. Me levanto y la mera idea de que algo suceda me pone de buen humor. Así que no minimizo el poder de la religión si la comparo con una fantasía. Creo que las mías son más amables. No hay sistema de premios o castigos en mis fantasías. También es cierto que no hay reglas, que haberme portado bien no necesariamente me deja en paz conmigo misma. Hace 43 días que me porto bien, y la paz ha sido más escurridiza que nunca.

Aclaro eso para los que puedan sentirse ofendidos, pero ni siquiera estoy pensando en dioses. Simplemente recordé a mi profesora, y a las tías y sus San Antonios colgados en las casas de la 22 y Mar del Sur, a la Conga prendiéndole una vela a Santa Marta.
Pienso, simplemente, en el sistema por el cual las fantasías existen. Y lo que significa tenerlas o no. Creo que los budistas son los que creen, como Dumbledore, que sin deseos se es feliz. Porque si los deseos no se cumplen, no hay infelicidad.

Pienso en el motor del capitalismo, querer y querer y querer cosas.

Hegel decía que se deseaba el deseo del otro.

Pienso es un embole no desear nada, ni tener alguna fantasía. Pienso no necesariamente la frustración me hará infeliz.

Hegel creería que lo entendí: le doy vueltas al concepto de equilibrio. Nunca entendí a Hegel, no le encuentro ni los sujetos a sus frases.

Siempre me he preguntado por los augurios de Marco Aurelio. Era un hombre serio Marco Aurelio, a mi abuelo Antonio, otro hombre serio, le gustaba. Me pregunto si cuando veía unos pájaros, u otros, volando hacia acá, o allá, en realidad no se aferraba a la fantasía de que ganaría la batalla y era tan fuerte esa fantasía, ese deseo, que terminaba conquistándola –no por simplemente pedirle al universo, sino porque en su deseo tan fuerte hacía todo bien, y no cedía al desánimo.

O quizás, el rebote de buen humor de estos días tuvo que ver con que le gané al obstáculo más jueputa de la lluvia: la falta de luz ocasionada por un cable mojado.

Toda esa cosa desafiante de la lluvia los días normales no apareció: no tuve que saltar charquitos ni caminar por el pasillo del subte con calma porque el piso del túnel de la estación Carlos Pellegrini tiene unas baldosas que son resbaladizas con cualquier calzado, y son una pista de patinaje cuando están mojadas. No esquivé la salpicadura de los autos. No volví a mi casa a resguardarme después de haber vencido los elementos de la naturaleza.

Pero sí logré vencer otro tipo de obstáculo. Me dejó cansada la batalla, y un poco triste. Pero había ganado.

Y finalmente, el buen humor puede que haya nacido de este sol que raja la tierra. De ahí la fantasía y la ilusión de una mejora. De algo, sin nombre. Una promesa. Y con eso, sólo con eso, sentir menos agobio.

No lo sé.