viernes, 17 de abril de 2020

Día 29



Cada vez que hablo con la gente corajuda que lee noticias me entero de que hasta septiembre nada va a ser como antes, y ni siquiera en septiembre. En esas ocasiones me digo mejor que las cosas no sean como antes, los cambios son buenos, etcétera, pero como eso no le funciona muy bien a mis ánimos, entonces paso a evaluar el cambio de lugar de las macetas, o del ropero –sólo para decirme a  mí misma que el problema no son los cambios.

Yo carezco del coraje para consumir realidad televisada. Leo lo mínimo indispensable, o echo mano de los amigos que tienen valentía. Jamás le he tenido confianza a los políticos, tampoco a los medios. Entiendo la mitad de las cosas que dicen –no porque mi cerebro no pueda asimilar la información, sino porque en general no tiene sentido lo que dicen unos y otros. El mundo de la posverdad me resulta muy interesante para una de esas novelas de ciencia ficción distópica que me encanta leer pero que jamás quise vivir.  

Cuando me animo, las pocas veces que me he animado, me sucede que toda la preocupación del mundo se me junta en la cabeza en el mismo momento: la guita, la falta de trabajo, la gente que no se va a morir infectada sino de hambre, mi cuenta bancaria, la de mis amigas, y la inviabilidad de que todos estemos mirando la tele y sintiéndonos héroes con eso. En pocos minutos empiezo a toser y a tener dolor de cabeza. No apago la tele, solamente dejo de leer números y estadísticas, y se me pasan todas las dolencias. Como la realidad es tan espantosa, consumo ficción. En estos días descubro que debería apagar la tele para siempre.  

A alguien de HBO se le ocurrió que era buena idea hacer maratones. La primera que seguí fue Game of thrones. Con escapadas a la terraza, a la cama, a la cocina, sin seguirla de veras entera, pero atenta a los capítulos, porque a algunos no los había visto un millón de veces sino solamente dos o tres, y quería repetirlos por ese motivo, o por las escenas imperdibles, como el momento en el que Cersei toma vino tinto mirando cómo revienta el Septo de Baelor.

Sex and the city es una serie que yo miraba cuando tenía una veintena de años, vivía en Tigre con mi padre y mis hermanos, y yo era más joven que los personajes. En ese entonces, la serie me parecía fabulosa. La ropa, las calles de Nueva York, los restaurantes y bares, las diferencias entre las minas y cómo encaraba, cada una de ellas, sus relaciones con los hombres, en el laburo, entre ellas. Todo me resultaba maravilloso.

A esta altura es una perogrullada decir que el discurso sobre el sexo, en un grupo de amigas, no fue nunca igual después de Sex and the city. En lugar de comprar la Cosmo porque daba “tips” sobre cómo prepararse para una entrevista de trabajo, o cómo maquillarse, y leerla en realidad y con culpa,  por los “tips” para mantener a un tipo interesado en la cama, resultaba que se podía hablar con las amigas y que era incluso más divertido.

No es que me creyera todo. De ninguna manera Carrie puede pagarse la ropa que usa. Ni siquiera en la primera temporada, donde no hay tanto derroche y ella usa siempre el mismo tapado. Tampoco una se creía que tuviesen tanta suerte. La verdad es que, aún en los mejores tiempos de mi cuerpo y el de mis amigas, no conozco a nadie que se levantara un tipo en cada salida.  Y, salvo algunas ocasiones en que mejor no encontrarse con los personajes que ellas se encuentran, en general todos eran bastante más glamorosos que los que me encontraba yo cuando salía a tomar cerveza. Después, y supongo que por motivos de audiencia, hay novios que vuelven y vuelven y vuelven y en la vida real no sólo no sucede sino que además es de agradecer que no suceda.

Pero de todas maneras, era una serie que me gustaba mucho y que en estos días me pareció una buena idea para esas horas en las que la cabeza no me da para leer, ni escribir y mucho menos ver noticias de la actualidad. Esas horas en las que la cabeza se va a la deriva mientras tejo.

Entonces vi algunos capítulos, vi varios en realidad, y llegué a la conclusión de que el que decidió que era una buena idea hacer maratón de Sex and the city es mala persona. Seriamente: un hijo de puta.

Puedo solucionar en 15 minutos el hecho de que ellas están vestidas de puta madre y yo ando con las babuchas deshilachadas. Me cambio, me maquillo y me pongo un sombrero para no verme las canas.

También puedo pensar que si bien Buenos Aires no es tan cinematográfica, es de suponer que San Telmo sigue en su lugar, que el Malba sigue existiendo, que el Teatro Colón está ahí, a dos cuadras del Obelisco, y que al Cabildo le siguen faltando un montón de partes que me hacían dibujar de chica y que no he visto nunca en la realidad.

Las estaciones del año se suceden en la serie, también lo hacen en mi vida. Miro mi planta de crisantemos y le veo los capullos de las flores: el otoño se ha instalado. Mis crisantemos son morados.

Con mis amigas hablo, continuamos una conversación eterna. Me cuentan de sus hijos, de sus parejas, de sus proyectos o frustraciones, de sus amores o su falta de amor. Aunque todo parece detenido, o ralentizado, la realidad es que seguimos viviendo (aunque sea un sucedáneo de vida, es vida) y seguimos hablando de las mismas cosas, con pocas variaciones, desde hace muchos años.

Soy de las que siguen trabajando y aunque en cualquier momento se van a dar cuenta de que es una beca, por ahora tengo una tarea que cumplir en mi vida cotidiana que se parece a las que cumplía en la cotidianeidad antes del encierro.

Hasta ahí, todo bien. Las comparaciones no resultan tan odiosas.

Las cosas empiezan a ponerse feas cuando se las ve entrar en bares y restaurantes. Cuando miran vidrieras. Cuando caminan al sol, sin barbijo ni guantes que huelen a preservativos. Cuando se amontonan en boliches y bailan. Piden un Martini o un Cosmopolitan. Suben a taxis, se mojan con la lluvia.

Pero me digo ya pasará, un día volveré a caminar hasta un poco más allá que el negocio de cercanías.

Lo verdaderamente malo es la certeza de que nunca más en la vida voy a tener sexo.

Esos que miran noticias me dicen que hasta junio me olvide de salir de la jaula. Y que recién en septiembre se normalizará todo, y que no del todo. No habrá bares, ni cines, ni restaurantes, excepto con reserva y de a dos.

Tampoco es que saliera tanto antes como para extrañar esas actividades. Ya lo sé, lo que importa es la libertad de decir no voy a los bares, pero puedo pasar de esa libertad si de todas maneras puedo caminar cinco kilómetros y conversar con alguien que no sea el almacenero.

Pero entonces, ¿qué hacemos con los barbijos? Todas las chicas de Sex and the city, y yo también, concuerdan en que el mejor momento de la primera cita es la emoción del momento anterior al primer beso (suponiendo, claro, que el muchacho de esa cita es deseable de alguna manera), y de cómo ese beso casi que lo define todo. Porque si no besa bien, no funciona. Porque la química, o la falta de química, es notoria recién ahí. Si besa bien, entonces se escuchan aleluyas en el cielo –al menos hasta la siguiente cita, donde ya todos nos portamos más libremente y por lo tanto es posible ser menos gustables.

Pero incluso antes del beso. Antes de la cita. Antes de todo. Con el barbijo ni me doy cuenta de si un chico que me cruzo andando en bicicleta me sonríe. Imagino que me mira, porque si estamos yendo uno para un lado y el otro para el otro, sería de agradecer que estuviese mirando al frente él, y yo también, por eso de evitar accidentes y no llenar los hospitales de idiotas cuando hay pandemia. Me voy a creer que todos me miran, o me voy a creer que nadie lo hace. En los dos casos, lo de concertar una cita es peliagudo.

Supongamos entonces que logro descifrar el lenguaje de Tinder y voy a una cita. Y él cuenta un chiste. No digo que yo lo cuento porque soy tan mala contando chistes que ni se me ocurriría. Él cuenta un chiste, o hace un comentario gracioso. Yo sonrío. Detrás del barbijo. El pobre pibe va a remarla toda la noche pensando que no me saca una sonrisa.

Y suponiendo que sí sabe que sonrío, y que nos llevamos bien y crece la ilusión de ese primer beso, ¿nos sacamos el barbijo y tiramos a la basura meses de encierro por un beso? ¿o le decimos vamos derecho a coger, sin besos, como Julia en Mujer Bonita?

Odio Sex and the city.