martes, 28 de abril de 2020

Día 40




Una tormenta como corresponde. Agua y más agua cayendo. Truenos. Relámpagos. Oscuridad. Hay sonidos sin fin de la naturaleza. Una maravilla espectacular.



Eso pensé al abrir los ojos. Recordé el amor por las tormentas cuando era chica. Recordé el desamor después de una tormenta en Tigre, un viento que llevaba, lluvia, inundación, y al día siguiente ser testigo de los destrozos –árboles rotos, ramas caídas, motores quemados, patios mugrientos, ratas. Como todas las pasiones, ésta también se cobraba su precio.  

Con el tiempo el desamor se diluyó un poco, y volví a disfrutar de las tormentas, aunque siempre con un dejo de desasosiego. Hay gente muy consciente de la destrucción causada por el viento y el agua. Hay gente que lo ignora. Ningún navegante ignora el poder de esas dos fuerzas combinadas.

Pensaba eso, y que escribiría y leería todo el día, tranquila, con esa tormenta tan sonora, cuando al entrar al baño descubrí que no tenía luz.



No hay luz, el mundo está oscuro a pesar de que ya son las 8.30 de la mañana. Ni luz para ver bien, ni internet, ni televisión.

No sería tan espantoso si al menos la oscuridad no fuera amenazadora. Estoy en el lugar más luminoso de la casa y aun así es oscuro. Tampoco me volvería tan loca si no tuviese el freezer lleno de comida. Nunca tengo tantas cosas en el freezer –es sólo en estas épocas, porque no se puede salir, y salgo poco y compro para toda la semana.

Tampoco ayuda que desde hace años solamente escribo en computadoras, con teclados amables. Seis párrafos y ya me duele la mano. Yo solía tener un callo en el dedo mayor de la mano derecha, justo al lado del comienzo de la uña. Era en los tiempos en los que no usaba computadora. Hace mucho que no lo tengo. Los callos de mis manos, ahora, son de agarrar la botavara. Son callos de los que mi ex se quejaba, el huevón, porque lo “raspaba” cuando le daba la mano. Después de la separación, me hice un auto regalo de divorcio. Me compré una tabla de windsurf. Y amo los callos de mis manos. Cuando las tengo suaves es porque hace mucho que no navego. Entonces desprecio esa suavidad.



Hablo con Edesur. En realidad, marco números en el teclado y me habla una máquina. Sé que no es un problema de ellos. Es la térmica del pasillo. Es mi casa. Mi responsabilidad.

Hablo con el único electricista que conozco, y en realidad no lo conozco. Me pasaron su contacto en verano, cuando yo quería arreglar la lámpara para la que vi un millón de tutoriales y a la que todavía no me le animo, y para que chequeara una tecla del baño que se resiste a veces, y nunca coincidieron nuestros horarios.

Sí, está activo, sí, tiene permiso. Pero está en San Fernando y su auto está roto. Me cuenta del hombro de su madre. Me cuenta de su auto. Yo, como siempre, demasiado amable para cortarle y decirle man, me quedo sin batería en el teléfono. Pero mi amabilidad garpa, o eso quiero creerme cuando, al fin, me dice que me va a pasar el contacto de otro electricista del barrio, el contacto de Jorge, que quizás él pueda venir.

Llamo a Jorge. Jorge puede. Jorge viene después del mediodía, dice, y yo estoy al borde del llanto de la emoción, de la angustia contenida. Le digo del freezer, le digo de la oscuridad. Le digo un montón de cosas que no solamente no necesita saber para arreglar mi problema sino que además estoy segura de que las sabe mejor que yo. Y para confirmar eso me dice “y además, nena, sin Netflix en este momento y con este día…” Me hace reír. O quizás es una risa nerviosa.

Ahora toca esperar. .



Cae y cae agua y yo trato de figurarme que vivo como en los tiempos de la colonia. Tengo velas. Cuando llegue la noche podré seguir escribiendo o leyendo a la luz de las velas.

Podría leer ahora. Podría relajarme. Pero no. Claro que no. Escribo para escaparle a la desesperación.



Estoy por bajar a hacerme un café, pero de repente llueve más, mucho más. Las gotas engordaron y caen con más fuerza. Suenan truenos. Uno atrás del otro. Miro el piso de la terraza. Las gotas hacen globitos. Mi abuela Elvira decía que si hacían globitos significaba que seguiría lloviendo.

Sería feliz si tuviese luz. Eso me digo. Hasta que me doy cuenta de que hace 41 días que tengo luz en esta casa –antes tenía, también, en la cabaña que me había alquilado para las vacaciones que interrumpí para encerrarme acá, más cerca de todos, en mi casa. Y que si bien nunca ha llovido con tanta intensidad, sí ha llovido. Seguro que me habría preocupado por el olor a perro mojado que dejaría Niqui en sus entradas y salidas. O por el malvón con esa maceta que drena tan mal. O, simplemente, porque no fui feliz los últimos 40 días.

Quizás debería haberlo sido.


¿Cuál es la diferencia entre ser una agradecida de la vida y una esquizofrénica?
¿Cuál es el límite entre la eterna insatisfacción y una ligera insatisfacción antes los problemas reales?
A pesar del encierro, ¿no tendría que al menos haberme sentido satisfecha de tener una heladera llena, luz para ver y calentar, internet y cable?
¿Es la mera satisfacción suficiente para la felicidad?



Amaina un poco y bajo a hacerme un café. Niqui me sigue. Ella siempre está cerca. Ella nunca duerme en su cucha de abajo si estoy arriba. Subo con tres galletitas. Una es para ella. Le gustan las galletitas de cereales con semillas.

La pava eléctrica no es absolutamente necesaria. Me hago un café instantáneo con agua que caliento en un cacharro. Igual puteo.



En una hora viene el electricista. Falta una hora. No más. Y de nada sirve preocuparse por los repuestos que necesite y quizás no se consigan en el barrio. O por la plata que no sé si me va a alcanzar. Me digo iré al cajero. Me mojaré, pero si tengo luz, quizás hasta lo disfrute.



La lluvia aumenta.



La lluvia amaina. Pero el mundo se ha oscurecido un poco más. Me había puesto a leer. Pero he parado porque debía forzar la vista para ver las letras. Escribir cuesta menos. Lo hago de memoria. Después me costará entender las palabras. Me cuesta cuando escribo normalmente –así de horrible es mi caligrafía. Pero el acto, con poca luz, es posible. Hojas blancas, lapicera negra, letras grandes.



Suena el teléfono y veo que es él, Jorge, el electricista.