sábado, 9 de mayo de 2020

Día 51




Ayer me levanté tan temprano, y me organicé tan juiciosamente, a pesar de este vaivén de decisiones intrascendentes que llenan el día, que cuando Erne tocó el timbre yo ya había escrito, trabajado, limpiado la casa, cocinado y comido.

Todo muy poco. Pero todo.

Hay otros días en que la pantalla de la tele se cansa de pasar imágenes mientras yo destejo y tejo. El tejido avanza poco, el día se consume rápido, bastante inútilmente, y alejo esa culpa por la poca productividad por ser deprimente, porque no puedo combatir la certeza de mi inutilidad en estos tiempos –en ningún tiempo– con argumentos sólidos –soy de las que gustan de argumentos sólidos.

Así pasan los días.

Erne llegó, tocó timbre y salimos, Niqui y yo, listas para caminar. Metimos la bici de él en el pasillo del edificio y nos fuimos. Siempre a cinco cuadras de casa. Primero para un lado, después para el otro, paradas estratégicas para que Niqui huela las huellas dejadas por sus amigos, para sus necesidades escatológicas.

Los dos con barbijo, caminando siempre por la vereda del sol.

Se cortó el pelo. Y también tiene canas, aunque menos que yo, y mucho menos que Hila. No soy la única que sospecha un lejano pero cierto parentesco de este muchacho, mi hermano menor, con Dorian Gray.

Caminamos y conversamos y nos sacamos los miedos de encima. Unos los sacamos con la presencia del otro ahí, cerca aunque no tanto. Otros los sacamos hablando.

Decidimos que porqué no un asado los cuatro en lo del Pancho, si nos podemos sentar afuera, lejos unos de otros. Decidimos que si el domingo no sopla el viento inclemente que convierte el balcón terraza de ese séptimo piso en lugar hostil, nos vemos los cuatro, ahí, juntos, pero alejados –en el balcón terraza es posible la lejanía.

Me ilusiona la mera imagen. Esa imagen repetida hasta el infinito desde hace años. Imagen que ha cambiado el fondo pero no los personajes, esos cuatro que somos desde hace tantos años ya. Asados en Tigre, en Levene, en Moldes, en Rodeo en mi casa, en Rodeo en cabaña alquilada. Alguna vez, cuando tenía parrilla, se hizo asado acá –y el único motivo por el que querría tener parrilla hoy es para invitarlos, aunque sea dos veces al año. Comidas en ciudades distantes, en pueblos perdidos, en restaurantes de carretera, en hoteles y aeropuertos.

Las mismas cuatro voces, los gestos repetidos, las tareas o roles que cumple cada uno, iguales, siempre.

Antonio Fosca, el personaje de Todos los hombres son mortales, dice que no le interesa mirar la luna. Que hace 400 años que es la misma luna. Yo me convencí, allá lejos en el tiempo, cuando leí por primera vez esta novela, de que era buena cosa ser mortal, de que era bueno no cansarse de mirar la luna, de temer el momento en que no se la mirará más. Estaba segura de que la mortalidad me hacía inmune a la pérdida de sentido de los placeres del mundo.

Nunca ignoré el placer de estar los cuatro juntos, comiendo, o viajando. Pero a veces sí que me daba pereza. Hubo algún que otro domingo en que lo único que quería era quedarme encerrada en casa, escribiendo, leyendo, jardineando o simplemente descansando, frente a la tele.

Me da mucho miedo el contagio. Me da miedo la idea de que se mueran por esta gripe pedorra y asesina.

Pero no es eso, no es la posible mortalidad de mi padre y mis hermanos la que hace que la imagen brille más de lo normal.

Es la ausencia.

Seguro alguien dice la ausencia es una forma de la muerte.

Acaso sea cierto, no lo sé.