Ayer me levanté tan
temprano, y me organicé tan juiciosamente, a pesar de este vaivén de decisiones
intrascendentes que llenan el día, que cuando Erne tocó el timbre yo ya había
escrito, trabajado, limpiado la casa, cocinado y comido.
Todo muy poco. Pero
todo.
Hay otros días en que
la pantalla de la tele se cansa de pasar imágenes mientras yo destejo y tejo. El
tejido avanza poco, el día se consume rápido, bastante inútilmente, y alejo esa
culpa por la poca productividad por ser deprimente, porque no puedo combatir la
certeza de mi inutilidad en estos tiempos –en ningún tiempo– con argumentos
sólidos –soy de las que gustan de argumentos sólidos.
Así pasan los días.
Erne llegó, tocó timbre
y salimos, Niqui y yo, listas para caminar. Metimos la bici de él en el pasillo
del edificio y nos fuimos. Siempre a cinco cuadras de casa. Primero para un
lado, después para el otro, paradas estratégicas para que Niqui huela las
huellas dejadas por sus amigos, para sus necesidades escatológicas.
Los dos con barbijo,
caminando siempre por la vereda del sol.
Se cortó el pelo. Y también
tiene canas, aunque menos que yo, y mucho menos que Hila. No soy la única que
sospecha un lejano pero cierto parentesco de este muchacho, mi hermano menor,
con Dorian Gray.
Caminamos y conversamos
y nos sacamos los miedos de encima. Unos los sacamos con la presencia del otro
ahí, cerca aunque no tanto. Otros los sacamos hablando.
Decidimos que porqué no
un asado los cuatro en lo del Pancho, si nos podemos sentar afuera, lejos unos
de otros. Decidimos que si el domingo no sopla el viento inclemente que convierte
el balcón terraza de ese séptimo piso en lugar hostil, nos vemos los cuatro,
ahí, juntos, pero alejados –en el balcón terraza es posible la lejanía.
Me ilusiona la mera
imagen. Esa imagen repetida hasta el infinito desde hace años. Imagen que ha
cambiado el fondo pero no los personajes, esos cuatro que somos desde hace
tantos años ya. Asados en Tigre, en Levene, en Moldes, en Rodeo en mi casa, en
Rodeo en cabaña alquilada. Alguna vez, cuando tenía parrilla, se hizo asado acá
–y el único motivo por el que querría tener parrilla hoy es para invitarlos,
aunque sea dos veces al año. Comidas en ciudades distantes, en pueblos
perdidos, en restaurantes de carretera, en hoteles y aeropuertos.
Las mismas cuatro
voces, los gestos repetidos, las tareas o roles que cumple cada uno, iguales,
siempre.
Antonio Fosca, el
personaje de Todos los hombres son
mortales, dice que no le interesa mirar la luna. Que hace 400 años que es
la misma luna. Yo me convencí, allá lejos en el tiempo, cuando leí por primera
vez esta novela, de que era buena cosa ser mortal, de que era bueno no cansarse
de mirar la luna, de temer el momento en que no se la mirará más. Estaba segura
de que la mortalidad me hacía inmune a la pérdida de sentido de los placeres
del mundo.
Nunca ignoré el placer
de estar los cuatro juntos, comiendo, o viajando. Pero a veces sí que me daba
pereza. Hubo algún que otro domingo en que lo único que quería era quedarme
encerrada en casa, escribiendo, leyendo, jardineando o simplemente descansando,
frente a la tele.
Me da mucho miedo el
contagio. Me da miedo la idea de que se mueran por esta gripe pedorra y
asesina.
Pero no es eso, no es
la posible mortalidad de mi padre y mis hermanos la que hace que la imagen
brille más de lo normal.
Es la ausencia.
Seguro alguien dice la
ausencia es una forma de la muerte.
Acaso sea cierto, no lo
sé.