martes, 7 de abril de 2020

Día 19




Hoy me levanté muy temprano y salí. Necesitaba sacar plata de un cajero.

Hacía frío a la mañana. Frío de veras. Me puse el gorro de lana, y me pregunté lo que suelo preguntarme en los comienzos del invierno cuando tengo pelo corto: ¿cómo es posible que la mayoría de los hombres que conozco no usen gorros de lana todo el tiempo? ¿Cómo es que las pocas mujeres que conozco con el pelo tan corto como el mío no vivan siempre con gorro de lana y también bufanda? Entra un ofri matador por ese espacio de nuca desnuda. Es apenas un pedacito, tan apenas que ni se ve con el resto de la ropa, pero necesita burlete, claramente.

Todos saben que el invierno no me gusta. Una de mis Margaritas una vez definió mi estado en invierno. Ella hiberna, dijo de mí.

Y tenía razón. Si me invitan a algo con una semana de anticipación, entonces voy. Me paso casi toda la semana pensando que voy a ir, diciéndome va a estar divertido. El mismo día del evento me levanto y me digo que iré, que el plan hoy es llegar a casa después del laburo, bañarme, ponerme linda y salir. Y lo hago, sin importarme la temperatura.

Pero si un viernes llego a casa, me pongo el equivalente de invierno a las babuchas deshilachadas –unos pantalones de corderoy arratonados y con manchas de pintura –unas medias bien gruesas, las zapatillas, el saco de mi abuela, y me acomodo en un sillón a leer, con una manta, y Niqui arriba, y me llaman o me mandan un whatsapp y me dicen venite a comer o vamos a tomar un trago en, no existe ni la menor posibilidad de que vaya. Ni la promesa de un polvo con Ryan Gosling me haría salir de ese capullo.

Es uno de los motivos por los que el invierno no me gusta. Porque me encierra. Porque el frío me acobarda. Porque no le veo ningún sentido a salir a chupar frío cuando puedo estar calentita en casa. Porque nunca hay ropa suficiente para combatir la humedad

Y si bien amo las bufandas y los gorros, y las chaquetas de invierno, no las amo tanto como a un vestido de tirantes y unas sandalias.

Hay algo, en cambio, que sí me gusta con los primeros fríos –cuando todavía no son tenaces. Caminar por la ciudad. Ir a todos lados caminando. Aprovechar cualquier mandado, trámite, o excusa de cualquier tipo, y caminar.

Voy con los auriculares puestos casi siempre. Y otras veces, muy pocas, me los saco para escuchar las voces. No quiero oír conversaciones ajenas. Es escuchar, simplemente, cómo suena el mundo. Pero son pocas esas veces. Prefiero musicalizar esos momentos con mis propias melodías. Con el ritmo con el que quiera caminar. Quiero, sobre todo, apagar los ruidos de motores y bocinas y máquinas.

Caminar, con música o sin música, mirar la luz entre los edificios o los árboles, sentir en la piel la diferencia entre una vereda al sol y una vereda a la sombra. Mirar la vidrieras y enterarme acá hay una ferretería, acá una farmacia, acá una papelería. Mirar cómo caminan los demás, mirarlos ir rápido, o desganados. Encontrar, cada tanto, alguien que sonríe por algo secreto. Al que camina y gesticula violentamente mientras habla por teléfono. A los que van grabando un audio interminable. A los que van como yo, paisajeando.

Hoy me puse el gorro y salí.

Caminé con Niqui, feliz ella siempre que me acompaña en mis afanes cotidianos, a buen paso, por las calles del barrio. Y llegué a la avenida, donde está el cajero que buscaba.

Pasé por los lugares habituales.

El lugar donde me compré un vestido una navidad que pensaba pasar en la costa y que después pasé en Buenos Aires, porque repentinamente quise estar con mi padre y mis hermanos.

Una librería de saldos donde casi compro un libro de Corín Tellado porque la leyenda cuenta que mis tías los leían en Miramar, en las tardes frías o de lluvia.

El local de ropa india donde cada tanto consigo un vestido de verano o unas babuchas que después de usar  hasta que se deshilachan son las que me pongo cuando estoy encerrada.

La tienda donde a veces me compro los calzones y las medias, atendida por una vieja que siempre quiere venderme unos corpiños 3 talles más grandes porque me asegura que mis tetas no son tan chicas, hasta que se da cuenta, otra vez, de que sí lo son.

El kiosco donde te atienden dos señoras que hablan y hablan y hablan entre ellas. Todas las veces que paso por ahí, ellas están hablando. Paso todos los días, una vez a la mañana, otra a la tarde. A veces compro algo. Y si ellas están hablando, y están en un momento crítico de la charla, no interrumpen sus palabras sino que siguen hasta que el tema se agotó. Es posible interrumpirlas, pero una de ellas te larga una mirada que te condena al infierno seguro. No lo sé, porque nunca las interrumpí. Creo que fue una de las primeras veces que fui a ese kiosco. Un chico llegó dos segundos antes que yo, y ellas hablaban. Él esperó antes de decir, amable, ¿“disculpe, me podría dar un Lucky box”? La de la mirada de Medusa lo miró y estoy segura de que el muchacho sigue teniendo pesadillas. Después de eso, soy de las que esperan a que ellas terminen su tema. He vuelto a ver otras interrupciones. Nunca son bienvenidas.

Todo cerrado.

Todo lo de esa esquina, que suele ser ruidosa y estar llena de gente esperando el semáforo para cruzar, estaba cerrado.

No es que no lo supiera. Lo sabía, lo imaginaba. Me había enterado. Lo que no me había sucedido había sido verlo. Ver todas esas persianas cerradas, como si fuese un barrio abandonado. 

Quise ponerle la onda. 

Me dije en realidad es de noche (de noche esa esquina está desierta), pero han prendido unas luces que hacen que parezca de día. 

Me dije es como la escena de Abre los ojos

Me dije todos duermen aún, ya van a salir, ya van a llegar las minas del kiosco, la vieja de la lencería.

Y entonces caminé rápido de vuelta a casa, porque hace frío y no hay motivos para estar chupando frío cuando se puede estar calentita en casa.