miércoles, 15 de abril de 2020

Día 27



Hoy salí a la calle con un barbijo que le compré a la amiga de una vecina del grupo de whatsapp.

Había pensado hacerme uno. Vi un montón de tutoriales. Saqué  la bolsa de retazos del baúl. Encontré gasa floreada, o quizás sea otro material, que no sé de dónde salió, ni a qué corresponde. Esa bolsa es de las cosas que siempre pienso en tirar cuando decido que tengo que ordenar la casa, limpiarla y sacar todo aquello que no uso. Pero es tan chica esa bolsa, tiene tan pocos retazos, ¿para qué tirarla? Casi no ocupa espacio, y nunca se sabe cuándo habrá una pandemia para la que necesite ponerme a coser pedazos de tela. Uno de estos días me dije qué bien que no tiré el contenido de esta bolsa.

Otro día me dije que por más tutoriales que mire, la costura no es lo mío.

Le escribí un whatsapp a la persona cuyo anuncio nos había pasado la vecina. No conozco personalmente a la vecina. Tampoco a la que hace barbijos. De hecho, el contacto está guardado en el teléfono como “Barbijos”. Pensé que intercambiaríamos nombres, pero al final no sucedió, y a nadie le importó. Me escribió a las 9.30, que pasaría a las 10.30. Desde lejos, como si fuésemos las dos unas apestadas, me entregó la bolsa de barbijos y yo le entregué la plata. Sólo registré de ella que tenía una de esas cabelleras espesas, de mil rulos que salen para todos lados.

Después, vestida para el aire fresco de estos días, cuello y gorro de lana, botas, mis anteojos de sol, guantes de látex, y barbijo, salí a la calle.

Había gente en la calle, mucha más de la que esperaba. Nada del quilombo habitual de autos y colectivos de la esquina de San Martín y JB Justo. Pero sí un montón de gente. En la cola del rapipago, en la cola de la verdulería, también esperaban en la tienda naturista, donde suelo comprar las hamburguesas de lentejas, donde normalmente nunca somos más de dos.

El sol estaba lindo a pesar del aire frío, los ruidos de la ciudad apagados, una esquina llena de voces  -nunca se escuchan las voces en ese cruce. Pero lo más llamativo, de todas maneras, eran los barbijos. O, más bien, el hecho de que con los barbijos apenas se notaba quién caminaba junto a uno, quién estaba en la cola. Entre la abundancia de ropa por culpa del frío, más los barbijos, todos podíamos haber sido la misma persona.

No sólo no se notaba si éramos mujeres u hombres. Tampoco eran discernibles arrugas, color de ojos, gestos.

De nuevo esa sensación de ser inteligencias artificiales realizando tareas específicas, sin ningún otro propósito más que el de cumplir un objetivo concreto.

Salir a comprar no es disfrutar de la charla con algún vecino, o de intercambiar recetas para el pan integral. Mucho menos para disfrutar del sol en la piel, ni la bocanada de aire fresco después de muchos días de encierro. La idea es ir, comprar las hamburguesas de lentejas, pasar por la farmacia y comprar más guantes, ir a la verdulería y llevar bananas de vuelta. Lentejas. Guantes. Bananas. Lentejas. Guantes. Bananas.

El orden tiene sentido. Empezando desde el local más alejado a casa, para ir llenando la bolsa y no caminar demasiadas cuadras cargada, y terminando en el más cercano a casa. Todo eficientemente corto y sin complicaciones tales como sentir un poco de placer en la caminata. El barbijo ayudaba. Seguramente es de los que me protegerán de la bomba atómica, como mínimo, porque apenas podía respirar. Me cubría las bacterias, el aire, y la luz del sol.

Una de las ventajas de vivir en la ciudad es, normalmente, el anonimato, pero esto era ya demasiado. No era alguien más en un montón. No era una persona distinguible de la de al lado aunque igual al resto de los 4 millones que habitan la ciudad. Era un robot. Y además parecía uno.

Lo único que me salvó de la completa deshumanización fue Niqui. También ella estaba abrigada con su chalequito floreado, pero tenía las orejas al viento, y movía la cola como si le hubiese dado cuerda un año entero. Y, sobre todo, el almacenero, que no me había reconocido, y me había mirado como si fuese un cliente de paso, finalmente sonrió y dijo buenos días con entusiasmo, cuando la vio a ella, no antes, atada a la reja de la puerta, la lengua afuera y controlando mis movimientos como si su mundo dependiera de mi presencia.