domingo, 3 de mayo de 2020

Día 45



Hoy salí, de nuevo. Me digo que las chances de morirme aumentan proporcionalmente con la cantidad de veces que salgo. Eso me dije desde el primer día, eso me sigo diciendo. Pero en el día 45 ya no me convence. No. No es eso. Me sigue convenciendo, estoy segura de que es así. De la misma manera en que sigo estando segura de mi preferencia sobre la vida. Lo que pasa es que ya no aguanto no salir.

No me hice unos ojos negros. Pero usé el rizador de pestañas, porque es importantísimo tenerlo durante la peste, seguro que con eso me muero menos. Y después me puse máscara de pestañas. Y me vestí normalmente, como cualquier otro domingo, aunque los domingos no voy al supermercado nunca. De hecho, casi toda la semana está organizada para no tener que ni acercarme los domingos. A lo sumo, el sábado después de yoga, porque queda ahí nomás, pero sólo si no hay forma de evitarlo.

No me encontré con el amigo humano del siberiano. La verdad, me hubiese gustado. Hice las tres cuadras hasta el supermercado pensando en esa cara que no vi porque estaba tapada por un barbijo. En sus ojos, que creo que eran negros, o marrones muy oscuros. Al perro lo vi muy bien, a él no. Me gustó, en realidad, su mirada sobre mí.
Me pregunté porqué me había gustado. Qué lo había diferenciado de otros hombres, o mujeres, que me miraron ese día. ¿Por qué él, y no otro?

En la cola del supermercado no pensé más en el asunto. Nos vi, a todos los que estábamos esperando para entrar, con los barbijos, algunos con máscaras de plástico más barbijo, a algunos con guantes, otros sin. Unos hablando por teléfono, otros leyendo el teléfono. Respetando las marcas de distancia sobre el piso, con sus propios carros. Sin carros. Con bolsas. Con nada.

Entré, miré, compré, hice otra vez cola, las marcas en el piso, la música del supermercado.

Volví al sol de la vereda cargada. Por eso no me puse plataformas hoy, para no tener que caminar sobre los zancos llevando además peso. No odio tanto a mis rodillas.

Decidí que iba a dar una vuelta con Niqui. Hacía mucho que no dábamos una vuelta por el mero hecho de darla. Total, ya había salido. Ya había contaminado mis botas, la ropa, mi cuerpo.

Dejé las compras en la mesada de la cocina, las rocié con alcohol, les pasé un trapo. Me lavé las manos antes de hacer eso. Me las lavé después. Alcohol en gel. Me había destrabado el barbijo después de lavarme la primera vez, me lo ajusté bien al salir de nuevo.

Tampoco me encontré al siberiano. Estaba segura de que no lo encontraría. De que nunca más lo volveré a ver.

Cada tanto me pasa eso. Encuentros fugaces, intrascendentes, con algún desconocido. Encuentros que, por algún motivo, se quedan para siempre en la memoria. O alguno de los detalles –circunstancias, personajes, sentires. O, todo entero, el momento. A veces son encuentros cortos, precisos, otros han durado horas –terminados esos momentos, el desconocido sigue siéndolo, y lo será siempre.


El más ridículo de todos fue esa vez, creo que lo conté en alguna Crónica de R, en que bajé una de las miles de escaleras de mármol del interior de la Facultad de Derecho con el culo. Vaya uno a saber qué fue lo que le pasó a mis pies. Me caí, y bajé con el culo una escalera interminable. Se me acercó al que recuerdo como el hombre más guapo del mundo, a preguntarme si estaba bien y le dije, con todo el orgullo que pude fingir, que sí, que no había sido nada. Me dolía tanto el culo que apenas podía moverme. Pero caminé, erguida, hasta el primer baño que encontré, para llorar de dolor, o vergüenza, o las dos. El muchacho había sido amable, además de guapo, y yo había salido corriendo. Era chica yo, no había cumplido todavía 20 años. Querría tener el DeLorean para contestarle al muchacho que estaba bien, salvo que no iba a ser fácil sentarme en el tren de vuelta a Tigre esa tarde, ni ninguna tarde de la siguiente semana, pero que lo único que se había roto en mil pedazos era mi orgullo. O volver en el tiempo para simplemente reírme de mí misma, eso que aprendí a hacer de grande.

De ese encuentro, además de mi orgullo machucado, recuerdo el pelo negrísimo de él, su preocupación, su mirada en mí. De veras me había mirado, de veras quería ayudarme. Yo lo desprecié por eso mismo. Por su mirada en mí justo en ese momento. Más tarde, después de haberme secado las lágrimas, me di cuenta de que no había sido grave, de que a él no le había parecido tan ridícula, o sí ridícula, pero no fea, para nada. Que yo podría al menos haber sido amable en lugar de la perra cortante que fui. Muchos años después me di cuenta de que no sólo no fui amable sino que además había sido absurda. No ridícula, sino absurda. Había creído que mi culo había sido el único culo en lustrar esos escalones. El único en lustrar los escalones de cualquier escalera de cualquier parte del mundo. Nunca más me lo encontré.


Hubo un encuentro que me hace sonreír todavía. Victoria Train Station. Londres. Había ido en subte desde mi hostel a tres cuadras de Carnaby St.  Mi mochila pesaba una barbaridad y quise uno de los carritos. Ya la había cargado, ya estaba ahí nomás, pero quise un carrito. Puse la moneda y no lograba sacarlo. Se me ocurrió mirar la hora. En esas épocas yo llegaba tarde a todos lados. De veras tarde, de veras siempre. Jamás me había perdido un tren, ni un avión, ni un bus. Pero era impuntual para todo lo demás. Mirando el reloj de la estación descubrí que era mucho más tarde de lo que yo creía, no sabía dónde estaba el andén, y el carrito era indispensable para poder moverme libremente en busca del andén. Y no salía. No salió nunca. Pero había un chico, tan joven como yo, que me miraba curioso mientras yo me peleaba con el carrito, la moneda, la mochila pesadísima (llevaba alfajores para media España, y dulce de leche, y más ropa de la que necesitaba, claro, además de unos, de muchos, CDs comprados en Londres). May I help you? preguntó. Yo, a diferencia de la vez de las escaleras, le dije que no sabía si me podía ayudar. Que no sabía dónde estaba el andén, que mi mochila pesaba una barbaridad, que el carrito no salía. Y, por algún motivo, seguramente relacionado con el hecho de que estaba en la ciudad de los sueños, haciendo el viaje más deseado de mi vida, le sonreí. Él se comportó como el estereotipo del inglés en mi cabeza. Con un aplomo y una calma absoluta, se puso la mochila en la espalda, me preguntó a qué hora salía el tren, y el número de andén, me dijo vamos y me acompañó hasta el tren. Subió conmigo y acomodó la mochila en uno de los estantes más bajos, así yo no tenía que hacer fuerza al sacarla, me explicó, porque tu mochila pesa mucho, agregó, y no se le había despeinado ni un mechón, ni se había puesto rojo con el esfuerzo y mucho menos sudar. Me bajo antes de que me lleve, dijo enseguida, y se bajó rápido, dejándome a mí petrificada en la escalera, sin saber qué hacer, hasta que reaccioné y le grité, yo, que nunca grito, “thank you!” a las espaldas de él, que caminaba tranquilo. Se dio vuelta con una sonrisa enorme, inclinó la cabeza, y hasta hoy pienso que si hubiese tenido un sombrero se lo habría sacado, se dio media vuelta y siguió caminando.


Otro parecido, aún más fugaz, fue el saxofonista en el medio del puente que une la Ile de la Cité con la Ile Saint Louis. Tocaba algo que sonaba bello y triste. Él era bello, París es hermosa y me resultaba melancólica, y justo ese día yo andaba recordando amores perdidos, o nunca encontrados, y le pasé por al lado, y fue una sola mirada y supe que debía quedarme. No me quedé. Los ojos de ese chico sí los recuerdo. Eran verdes.


Una noche en Miramar la dejé sola a Marga. No recuerdo si se había quedado en La Cantina y yo ya quería volver, o si estaba charlando con algún muchacho que le interesaba y yo me sentía en el medio. Lo cierto es que volví, sola desde el muelle, caminando (esa era la otra rareza, además de estar sin Marga, porque siempre íbamos en bici a todas partes). En la peatonal decidí entrar en Central Park, uno de los lugares de videojuegos a los que ya no entraba (era esa edad en que se decide que una no está para fichines). Fui al Tetris, claro, que es el único juego de mi vida que me ha obsesionado. Se paró al lado mío un joven que, creí, estaba esperando para jugar y cuando perdí le hice seña para dejarle el lugar frente a la pantalla. Me dijo te esperaba a vos, no al juego. ¿Te quedan fichas? Me quedaban, pero le dije que no tenía más, y que era hora de irme. Te acompaño unas cuadras, dijo. Caminamos mucho más que unas cuadras, conversamos toda la noche, y finalmente me acompañó hasta la puerta de la casa de la 22, donde nos dimos un beso largo. Había zaguán, pero el beso fue en la vereda, del lado de afuera de la reja. Hablábamos bajito aunque estoy segura de que Pira, cuya cama estaba debajo de la ventana frente a la que nosotros nos despedíamos, podía escucharnos. Claro que eso lo pienso hoy y por suerte no lo pensé entonces.

Se llamaba Matías. No recuerdo nada de su cara. Ni de su cuerpo. Era uno o dos años más grande que yo, así que debía tener 18 o 19 años. Incluso a esa edad, esa noche, pensé que habíamos jugado un juego. El juego era el de los enamorados. Ninguno estaba enamorado del otro. A ninguno lo había flechado un Cupido emprendedor y obstinado. Pero seguimos las reglas del juego. Y se sintió bien. Y todavía recuerdo su voz, raspaba un poco.


Una de las últimas clases de Teoría y análisis literario me senté, muy temprano, en el aula 218. O quizás era la 217. No me fui al fondo de todo, me fui a la mitad. Era una clase tan concurrida que una podía pasar desapercibida aún en la mitad. Panesi hablaba con micrófono. Hablaba y fumaba y algunos en las primeras filas osaban hacerle preguntas pero eran siempre los mismos y se sentaban cerca de él. A mí me intimidaba tanto él que nunca fui a darle los saludos que le mandaba mi tía Conga, que había cursado con él la carrera, hacía unos treinta o treinta y cinco años. Me senté a tres sillas de un chico al que no le presté atención al principio. Noté que me miraba una vez, dos veces. Yo lo espié mientras buscaba en mi bolso el cuaderno, o los chicles. Tenía una mata de pelo castaño, casi dorado aunque no era rubio. Una mata de ondas espesas y que lucían suaves. Un poco de barba, la piel muy blanca. Recuerdo eso, y que me miraba. Yo me obstiné en mirar al frente, o a mi cuaderno. No supe, en realidad, qué hacer. Cuando terminó la clase me di vuelta para mirarlo, de una buena vez. Había estado toda la clase juntando coraje para mirarlo sin pudor. Se había ido. Lo busqué, disimuladamente, las veces siguientes. Nunca más lo vi.


Hay una noche a la que le sigo dando vueltas y vueltas y más vueltas. No hay angustia, ni tristeza, ni decepción. Es una noche a la que le doy vueltas por deformación profesional. Una noche en la que todo pudo haber cambiado. Lo sé. Y entonces no dejo de preguntarme, ociosamente, qué hubiese pasado si.

En una de esas épocas en que las cosas no iban bien con el Chino, entré en el bar donde se celebraba el cumpleaños de una amiga y desde que me senté y me pedí un mojito, me pasé toda la noche esquivando la mirada de un hombre. Yo lo había visto  antes que él a mí. Lo vi y tuve la sensación de que sería un problema. Y en algún momento me miró, me miró a los ojos y en esos segundos de miradas cruzadas, supe, sin dudarlo, que ese hombre iba a ser un problema. No era simplemente mi ego de entonces (lo extraño a ese ego de entonces, era invencible). Sigo creyendo, aún hoy, que si no lo hubiese esquivado, que si hubiese dejado que el problema se materializara, yo, por ejemplo, no habría ido nunca a Bogotá. No conocería a mis amigas colombianas, no me habrían enseñado a amar la ciencia ficción mis amigos el Pastuso y Ayala, no me habría hecho un auto regalo de divorcio consistente en una tabla, no me habría ido nunca a Rodeo.  Todavía siento la atracción de esos ojos. Y no hay una sola parte del cuerpo y de la cara de ese hombre que haya olvidado.


Pienso nunca sucede como en las películas, eso de volver a encontrarse, en la verdulería, por ejemplo. Pero se me ocurrió, caminando con Niqui, que estando tan al pedo podría salir a buscar al siberiano y su amigo. Salir en diferentes horas, caminar siempre por la misma vereda, o la misma manzana, tentar a la suerte.

También pensé, escribiendo esto, que todos esos hombres son, y seguirán siendo, perfectos.

Y, sobre todo, que yo lo seré para ellos, siempre.