Hoy tengo muchas ideas.
Ninguna se queda.
Estuve buscando más
gente en internet. Encontré a varios personajes a los que no veo desde hace
unos 17 o 19 años. A algunos los he amado, a otros les tengo un cariño infinito
por haber sido testigos de algún tiempo mágico. Miro sus fotos, busco y busco. No
le escribí a Hana. Pero mandé una solicitud en Instagram a su editorial. Uno de
estos días me animo y le escribo.
Buscando una tarjeta de
puntos en los cajones de mi escritorio, encontré en cambio la tarjeta de
presentación de un rubio muy rubio y de
veras alto, que una mañana de amontonamiento en el bondi me cedió su lugar y se
quedó formando una barrera a mi alrededor, sin tocarme. Cuando se estaba por
bajar, me dijo me gustaría que me llamaras, y me dio su tarjeta. No la guardé
para llamarlo. La guardé para recordar el momento. Hacía tanto frío y yo estaba
de tan espantoso, horrible y desmadrado malhumor. Y Marcelo, así dice la
tarjeta que se llama, me hizo sonreír y esa sonrisa le cambió el signo al día.
A la mañana fui a la
verdulería. Quería aventurarme con alguna tarta distinta. Comí ensalada.
Ayer pensé que debía
reorganizarme. Poner horarios para todo. Recalcular. Eso. Una rutina bien
definida, sin huecos donde la neurosis pueda anidar. Estoy segura de que
funcionará mejor. No lo hice, claro. No creo que lo haga.
La panza de Niqui hace
muchos ruidos. Tanto huesito de asado. Estará a dieta estos días.
Los vecinos han estado
ruidosos hoy. Los niños salieron a jugar. Uno tuvo un berrinche –gritaba y
gritaba y Niqui empezó a ladrarle. Le grité yo a Niqui. Ella se calló, el niño,
no.
Puse el disco Pet sounds, de los Beach boys, en
Spotify. Esta mañana me desperté con “God only knows” en la cabeza. No tengo la
menor idea de lo que hacía allí, esta mañana, esa canción.
Estuve buscando un
texto perdido en los archivos de la computadora. En cambio me encontré una foto
del comienzo de la temporada 2017 – 2018. Adivino la lycra negra debajo del
neoprén, el neoprén más abrigado (5/3) debajo de la lycra fucsia, por arriba.
Tenía el pelo largo, o más largo que ahora. Debía ser septiembre, porque
soplaba Sur. Todo en la foto sugiere un frío atroz. También se ve la ilusión de
la primera navegada después del invierno.
No me deprimí mirando
la foto. Un día elegí volver de Rodeo, y desde entonces me perdí dos comienzos
de temporada. El encierro, esta vez, no es el culpable.
Igual, la foto me hace
sentir más encerrada. Pero si me concentro, me puedo ver haciendo lo mismo,
pronto, después del invierno. Me gusta esa fantasía. Me quedo con esa idea.
La lycra fucsia me la
regaló Chufi. Extraño a Chufi.
Al fondo de la foto se
la ve a Iru, cuando recién empezaba a corromperse. Ahora salta olas en Chile.
Quiero una máquina del
tiempo. No el DeLorean. Tampoco la de Wells. Sería una máquina donde poner repeat a momentos elegidos. Como si
fuesen tracks de un CD. Momentos de no más de una hora –para no quedarse
pegados. En esa hora se volvería a vivir, exactamente, lo mismo que se vivió en
el momento elegido. No es para observarse a una misma de lejos, ni para incidir
en las acciones del momento y así cambiar el rumbo del destino. Ni siquiera
para analizar esas acciones, o los pensamientos o sentimientos. Nada de todo
eso. Simplemente volver a vivir, en ese momento, siendo la misma persona que se
era. Se puede hacer eso una vez por día.
Quiero repetir esa navegada,
empezando por el instante que retrata la foto. Bajando, abrigada con todos los
chiches, con el equipo, al dique. Ese es el comienzo. Y la hora que le sigue.
Quiero sentir esa ilusión, esas ganas, esa alegría, quiero estar en el agua ese
día frío, congelándome los pies en el agua helada, el viento en la espalda, a
sotavento la cordillera, y surcar, rápido, el agua.
Ni el frío le cambiaría.
Haré yoga hoy. O quizás
no. La comparación con ese momento deja a cualquier sesión de yoga muy mal
parada.
O siga buscando
personajes del pasado en internet.
O cocine una tarta
distinta.
O lea.
Probablemente mire
tele.
Está linda la luz del
anochecer en la ventana.