Había decidido no
reptar. Ni que el día lo hiciera.
Me levanté a las 7 de
la mañana.
Enseguida me dije es el
cumpleaños de Helena. Fue curioso recordarlo tan instantáneamente después de
haber abierto los ojos. No porque no suela hacerlo, sino porque en estos días
me cuesta distinguir el paso del tiempo. Se hace de día, se hace de noche. Hay
mañana, hay tarde, y se ve la luz del sol moviéndose por la terraza. Pero la equivalencia de los días hace que no
se registren. Ni el agobio de los miércoles, ni la alegría del viernes de
enamorado, ni la lentitud tan maravillosa de los domingos. Los días son
indefinibles. Entonces también lo es el paso del tiempo.
Me vestí, menos
zaparrastrosamente que el resto de los días, y me fui al Carrefour.
Salí con botas. Hacía
frío. Soplaba el viento. No lo confirmé, pero no necesito hacerlo: seguro es
del Sur, o Sudoeste. Sólo así podrían haberse ido todas las nubes, el agua, y
haber dejado el aire eléctrico y helado.
Me soplaba el viento en
la cara y pensé debí ponerme un gorro. Pero caminaba al sol, y veía cómo las
hojas secas se arremolinaban en la vereda, y de repente me encontré sonriendo.
Estaba mirando el mundo.
Es la segunda vez que
me pasa lo siguiente en el supermercado: la persona adelante mío en la cola
para entrar es después la persona que tengo adelante en la cola para pagar.
Pero no puedo definir si todos tardan lo mismo que yo en hacer una compra, o si
en el fondo tardamos lo mismo porque en los dos casos éramos gente de edad
parecida, y claramente solos.
Viviendo sola, nunca he
tardado más de media hora en el supermercado. Y eso exagerando. Voy con la
lista, compro siempre lo mismo, busco algún que otro precio, pero soy rápida.
Conozco muy bien los supermercados.
En estos tiempos hago
cola para entrar. Después tengo que buscar y rebuscar opciones. Sigo la lista,
pero debo ponerme creativa. No hay ricota, entonces crema. No hay fideos
largos, busco y decido por los resortes –los moños me recuerdan la comida del
colegio, y no me gustaba la comida del colegio. Y al final, otra cola para
pagar.
Ahora tardo en el
supermercado casi una hora y media. Si fuese así el resto del año, sería
fanática de los deliverys. En este momento, aprovecho y miro a la gente. Escucho
sus conversaciones.
Los de atrás en la cola
se quejaban amargamente de un compañero de laburo que se comía todo y no pagaba
nada. Vas a ver ahora, le decía uno a otro, que no va a pagar nada de lo que
compremos para el desayuno. Y se lo va a comer todo. A mí no me molesta, ¿viste?,
darle una mano a un tipo que no tiene un mango, pero éste ni siquiera se
rescata.
La de adelante hablaba
por teléfono con la mamá. Le decía no tiene sentido que te pongas los guantes y
el barbijo y después dejes que la peluquera entre a tu casa y no se lave las
manos ni tome alguna precaución. Mamá, estás haciendo todo mal. Mamá, pero si
te toca la cabeza, y te lava el pelo. Mamá, no jodas. Mamá. Mamá. Bueno, hacé
lo que quieras.
Tuve ganas de decirle
que era un caso perdido en el momento en el que dijo “mamá, estás haciendo todo
mal”. Pero no le dije nada, claro. Y sonreía para mis adentros. La señora madre
de esta mujer recibe a la peluquera en su casa para que le tiña el pelo. Y yo
con mis canas al aire, evaluando de qué color sale lo que no es blanco.
En la verdulería tardé
poco. Había una sola persona. Un hombre más joven que yo, cuya lista era
interminable. No acopiaba. No se llevó 8 atados de rúcula. Se llevó nada más
que uno. Pero llevó rúcula, tomates redondos, tomates cherry, bananas, peras,
manzanas, lechuga, brócoli, espinacas, limones, jengibre, un maple de huevos,
cebollas, papas, calabaza, zapallitos, berenjenas, apio, zanahoria, albahaca.
Salvo paltas, son muy caras, dijo, se llevó de todo. Incluso mandarinas, y eso
que la verdulera le dijo son las primeras, no están tan buenas.
Este hombre tenía una
lista de las ensaladas que iba a comerse. Es que estoy empezando una dieta
nueva, le dijo a Jenny, y le mostró la lista, y le explicó. Jenny, que es tan
flaca como un espárrago, lo miró y le dijo a las mujeres nos gustan carnosos.
No se lo dijo para seducirlo, ni para hacerle un chiste. Jenny hablaba en serio.
Yo miraba, a la distancia más higiénica posible en la vereda, el intercambio. Me
acordé de la panadera de Rodeo, que una noche, saliendo de un bar, dijo, de un
hombre del que una amiga estaba enamorada, que ese hombre era medio pavito, que
le faltaba carne. Nunca supimos vez si lo decía en sentido literal o
filosófico. Era flaco, es cierto, pero yo siempre creí que a ese chico le
faltaba sustancia y que a eso se refería ella. En realidad, me parecía un bobo.
Jenny vio mi sonrisa,
perdida en el recuerdo del fuerte acento sanjuanino de la montaña, y supuso que yo estaba de
acuerdo con ella. Si no, preguntale a ella, le dijo al hombre joven, que se vio
acorralado por dos flacas supuestamente en desacuerdo con que
hiciera dieta. Me miró apenas, y se rió nervioso.
Y me volví a casa, a
colgar la ropa que había dejado lavándose y a sentarme a trabajar un poco, a
escribir otro poco, y a rumiar cómo se enciende la invención de Morel de la
casa de al lado –si funciona con calor, o si funciona cuando no hay viento.
Había pensado que tal
vez el sol activaba las voces sin cuerpo de mis vecinos. Pero no, porque hoy no
se escuchan. Descarto: no se activa con el sol, no se activa con el viento,
tampoco con lluvia. Por ahora, parece que solamente con calor. Queda ver si con
un poco de calor o con calor de muerte.
Jugué dos veces al
Tetris. No más. El Tetris es como la tele. Cuando abuso, empieza a aburrirme.
Aunque me obsesiona. Quiero romper al menos el más bajo de mis records. Y sigo
hasta que lo logro. Hoy no. No rompí ninguno, y no seguí. Es curioso lo muy
chota que sigo siendo a pesar de los años que hace que lo juego. Desde que
había fichines en Pibelandia en Miramar. Hasta recuerdo a mi primo Oso
contándome trucos.
También me puse a
ordenar el ropero. No quería hacer eso hasta que se acercara el cambio de
temporada –tengo ropero pequeño, así que la ropa de invierno hiberna en un
baúl, de donde siempre todo sale con un ligero olor a humedad, además de un
nada ligero aplastamiento.
Y de nuevo escribí un rato,
aunque no más que apuntes, algunas murmuraciones. Me pregunté, entre otras
cosas, cómo se escribía un poema. Le iba a preguntar a Google, pero no lo hice.
Seguro que Google sabe.
Y como hice tantas
cosas, tan productivas, entonces me sentí menos parásito y me puse a hacer
yoga.
Ahora voy a tejer. Tejo
igual que juego al Tetris. Es un hecho. Pero insisto.
Porque así soy: del lado
luminoso, persistente. Del lado oscuro, terca como una mula.
Pero si decido no
reptar, entonces no repto.