jueves, 2 de abril de 2020

Día 14



Había decidido no reptar. Ni que el día lo hiciera.

Me levanté a las 7 de la mañana.

Enseguida me dije es el cumpleaños de Helena. Fue curioso recordarlo tan instantáneamente después de haber abierto los ojos. No porque no suela hacerlo, sino porque en estos días me cuesta distinguir el paso del tiempo. Se hace de día, se hace de noche. Hay mañana, hay tarde, y se ve la luz del sol moviéndose por la terraza.  Pero la equivalencia de los días hace que no se registren. Ni el agobio de los miércoles, ni la alegría del viernes de enamorado, ni la lentitud tan maravillosa de los domingos. Los días son indefinibles. Entonces también lo es el paso del tiempo.

Me vestí, menos zaparrastrosamente que el resto de los días, y me fui al Carrefour.

Salí con botas. Hacía frío. Soplaba el viento. No lo confirmé, pero no necesito hacerlo: seguro es del Sur, o Sudoeste. Sólo así podrían haberse ido todas las nubes, el agua, y haber dejado el aire eléctrico y helado.

Me soplaba el viento en la cara y pensé debí ponerme un gorro. Pero caminaba al sol, y veía cómo las hojas secas se arremolinaban en la vereda, y de repente me encontré sonriendo. Estaba mirando el mundo.  

Es la segunda vez que me pasa lo siguiente en el supermercado: la persona adelante mío en la cola para entrar es después la persona que tengo adelante en la cola para pagar. Pero no puedo definir si todos tardan lo mismo que yo en hacer una compra, o si en el fondo tardamos lo mismo porque en los dos casos éramos gente de edad parecida, y claramente solos.

Viviendo sola, nunca he tardado más de media hora en el supermercado. Y eso exagerando. Voy con la lista, compro siempre lo mismo, busco algún que otro precio, pero soy rápida. Conozco muy bien los supermercados.

En estos tiempos hago cola para entrar. Después tengo que buscar y rebuscar opciones. Sigo la lista, pero debo ponerme creativa. No hay ricota, entonces crema. No hay fideos largos, busco y decido por los resortes –los moños me recuerdan la comida del colegio, y no me gustaba la comida del colegio. Y al final, otra cola para pagar.

Ahora tardo en el supermercado casi una hora y media. Si fuese así el resto del año, sería fanática de los deliverys. En este momento, aprovecho y miro a la gente. Escucho sus conversaciones.

Los de atrás en la cola se quejaban amargamente de un compañero de laburo que se comía todo y no pagaba nada. Vas a ver ahora, le decía uno a otro, que no va a pagar nada de lo que compremos para el desayuno. Y se lo va a comer todo. A mí no me molesta, ¿viste?, darle una mano a un tipo que no tiene un mango, pero éste ni siquiera se rescata.

La de adelante hablaba por teléfono con la mamá. Le decía no tiene sentido que te pongas los guantes y el barbijo y después dejes que la peluquera entre a tu casa y no se lave las manos ni tome alguna precaución. Mamá, estás haciendo todo mal. Mamá, pero si te toca la cabeza, y te lava el pelo. Mamá, no jodas. Mamá. Mamá. Bueno, hacé lo que quieras.

Tuve ganas de decirle que era un caso perdido en el momento en el que dijo “mamá, estás haciendo todo mal”. Pero no le dije nada, claro. Y sonreía para mis adentros. La señora madre de esta mujer recibe a la peluquera en su casa para que le tiña el pelo. Y yo con mis canas al aire, evaluando de qué color sale lo que no es blanco.

En la verdulería tardé poco. Había una sola persona. Un hombre más joven que yo, cuya lista era interminable. No acopiaba. No se llevó 8 atados de rúcula. Se llevó nada más que uno. Pero llevó rúcula, tomates redondos, tomates cherry, bananas, peras, manzanas, lechuga, brócoli, espinacas, limones, jengibre, un maple de huevos, cebollas, papas, calabaza, zapallitos, berenjenas, apio, zanahoria, albahaca. Salvo paltas, son muy caras, dijo, se llevó de todo. Incluso mandarinas, y eso que la verdulera le dijo son las primeras, no están tan buenas.

Este hombre tenía una lista de las ensaladas que iba a comerse. Es que estoy empezando una dieta nueva, le dijo a Jenny, y le mostró la lista, y le explicó. Jenny, que es tan flaca como un espárrago, lo miró y le dijo a las mujeres nos gustan carnosos. No se lo dijo para seducirlo, ni para hacerle un chiste. Jenny hablaba en serio. Yo miraba, a la distancia más higiénica posible en la vereda, el intercambio. Me acordé de la panadera de Rodeo, que una noche, saliendo de un bar, dijo, de un hombre del que una amiga estaba enamorada, que ese hombre era medio pavito, que le faltaba carne. Nunca supimos vez si lo decía en sentido literal o filosófico. Era flaco, es cierto, pero yo siempre creí que a ese chico le faltaba sustancia y que a eso se refería ella. En realidad, me parecía un bobo.

Jenny vio mi sonrisa, perdida en el recuerdo del fuerte acento sanjuanino de la montaña, y supuso que yo estaba de acuerdo con ella. Si no, preguntale a ella, le dijo al hombre joven, que se vio acorralado por dos flacas supuestamente en desacuerdo con que hiciera dieta. Me miró apenas, y se rió nervioso.

Y me volví a casa, a colgar la ropa que había dejado lavándose y a sentarme a trabajar un poco, a escribir otro poco, y a rumiar cómo se enciende la invención de Morel de la casa de al lado –si funciona con calor, o si funciona cuando no hay viento.

Había pensado que tal vez el sol activaba las voces sin cuerpo de mis vecinos. Pero no, porque hoy no se escuchan. Descarto: no se activa con el sol, no se activa con el viento, tampoco con lluvia. Por ahora, parece que solamente con calor. Queda ver si con un poco de calor o con calor de muerte.

Jugué dos veces al Tetris. No más. El Tetris es como la tele. Cuando abuso, empieza a aburrirme. Aunque me obsesiona. Quiero romper al menos el más bajo de mis records. Y sigo hasta que lo logro. Hoy no. No rompí ninguno, y no seguí. Es curioso lo muy chota que sigo siendo a pesar de los años que hace que lo juego. Desde que había fichines en Pibelandia en Miramar. Hasta recuerdo a mi primo Oso contándome trucos.

También me puse a ordenar el ropero. No quería hacer eso hasta que se acercara el cambio de temporada –tengo ropero pequeño, así que la ropa de invierno hiberna en un baúl, de donde siempre todo sale con un ligero olor a humedad, además de un nada ligero aplastamiento.

Y de nuevo escribí un rato, aunque no más que apuntes, algunas murmuraciones. Me pregunté, entre otras cosas, cómo se escribía un poema. Le iba a preguntar a Google, pero no lo hice. Seguro que Google sabe.

Y como hice tantas cosas, tan productivas, entonces me sentí menos parásito y me puse a hacer yoga. 

Ahora voy a tejer. Tejo igual que juego al Tetris. Es un hecho. Pero insisto.

Porque así soy: del lado luminoso, persistente. Del lado oscuro, terca como una mula. 

Pero si decido no reptar, entonces no repto.