sábado, 28 de marzo de 2020

Día 9



Bienvenida al mundo de mi abuela.


Después de hacerle el desayuno a mi abuelo, de tomarlo junto a él, y seguramente una pava o dos de mate, mi abuela Irma levantaba la mesa, limpiaba la cocina primero y luego el cuarto, el baño, y seguía. No era una casa grandísima, pero era lo suficientemente grande como para que todas las mañanas tuviera que dedicarle unas horas a la limpieza.

El recuerdo que tengo de la casa de mis abuelos en Rafaela es muy preciso, a pesar del paso del tiempo. La cocina, que tenía una gran mesada de acero inoxidable, era igual a la de esas imágenes de limpiadores súper poderosos, imágenes que están retocadas digitalmente porque esa limpieza no existe, porque en la realidad no le salen destellos a los bordes de las hornallas. En la casa de mi abuela sí había destellos. Eran de verdad.

Hoy me levanté, tomé el desayuno, me vestí con mis babuchas impresentables, y después de poner cada cosa en su lugar, limpié la casa, otra vez.

Tambíén hacía compras en la mañana, mi abuela, con esas bolsas tejidas de plástico, o con un carrito, y al volver, cocinaba. No existían los alimentos congelados, ni tenía en el freezer más que hielos, o helado. Era famosa por sus milanesas. Pero todo lo que ella cocinaba era exquisito. Me acuerdo de pasar unas semanas, sola con ellos, antes de que se nos uniera el resto de mi familia, y que me recibiera no solamente con mi comida preferida, sino con una lata enorme llena de alfajores de maicena que había preparado.

Mis abuelos comían a las 12.30. Ella servía lo que hubiese cocinado, comía con mi abuelo, después el postre –normalmente frutas–, levantaba la mesa, llevaba todo a la cocina y limpiaba, de nuevo.

Pasado el mediodía –seguramente mi abuela arrancaba más temprano- me puse a cocinar.

Después era la hora de la siesta. A las 4, mi abuelo se levantaba y ella ya tenía preparada la primera pava de mate. Tomaban el mate de todas las tardes, mirando la novela del momento.

Entonces ella tejía.

Los dulces de mi abuela eran deliciosos. Sus milanesas eran perfectas. Su casa era la publicidad de Mr. Músculo. Incluso tenía plantas en el patio de atrás. En un pueblo donde el agua era escasa, mi abuela tenía todo un sector del patio con sombra natural.
Pero lo que mejor hacía, creo, era tejer. Un año era un pullover para mamá. Al año siguiente me tocaba a mí. Pero antes de eso era sólo para mamá –sigo teniendo una blusa tejida por ella que le hizo a mamá antes de que yo naciera, y dos bufandas que he visto, nuevas, en fotos Polaroid. También tengo una suerte de tapado de lana que me hizo a mí cuando era chica. Lo uso como saco, y es el saco que me pongo encima todos los días de invierno cuando estoy en casa.

La tele prendida, y ella le daba a las agujas con una rapidez que no he visto en nadie.  
Saltándome la siesta –soy de las que no duermen siesta –prendí la tele y me puse a tejer.

No sólo no soy tan buena como mi abuela sino que ni siquiera logré ser tan buena como Eva, la profesora de Tejido en Rodeo, habría querido que yo fuese.

Yo no iba a las clases siempre –eso de aprender a tejer era una manera de pasar el invierno en Rodeo, de pasar las horas, las interminables horas, sin nada que hacer. Pero para mí eso no empezaba en marzo, ni con el primer frío. Para mí, eso de pasar las horas de la tarde empezaba cuando se terminaba el viento.

O, en la primera casa donde viví, donde no había tele, ni internet, tejer era una manera de gastar menos en libros. Prendía la salamandra y me ponía, muy torpemente, a tejer. Tenía un cuaderno, siempre, sobre la mesa, y cada tanto anotaba ideas que se me ocurrían. Para cuentos, para algún capítulo de la novela, para las Crónicas de R. Cuando tuve tele, tejía mirando la tele. Pero no mirando algo nuevo, ni que me interesara, sino alguna película vista mil veces. Tejía, y escuchaba las palabras, y cada tanto levantaba la cabeza y miraba una escena. Eso hice hoy, con la temporada 7 de GOT de fondo.

Y el cuaderno, siempre, a mano.

Alguna vez, no en aquella primera casa donde lo único que se oían eran las agujas entrechocándose y el crepitar del fuego adentro de la salamandra, sino en la otra casa, al lado de una chimenea, con la pantalla prendida enfrente, pensaba en mi abuela. Pensaba en que yo tenía la cabeza llena de ideas, de una conversación interna que podía estar, o no, relacionada con lo que pasaban en la tele, o con lo que sucedía a mi alrededor.

Se me ocurrió, esa vez, que ella se escapaba de mi abuelo, de sus hijos, y de todo, mientras tejía. Que la novela de la tarde era una excusa. Que incluso el tejido lo era. Que habitaba, por un rato, un mundo sólo de ella.

Nadie se ocupaba tanto de la realidad, de la vida cotidiana, como mi abuela. Debía saber los precios de todos los cortes de carne, de la verdura, del pan. Con qué se lavaba mejor la ropa, con qué tratar a las plantas si tenían una peste. Y supongo que también sabría, mucho antes de que sus hijos tuvieran hijos, cómo cuidarlos cuando estaban enfermos, o cómo consolarlos cuando se raspaban las rodillas. Todo lo que se necesita para que la vida fuese posible, ella lo conocía.

Me pregunté si le gustaría tanto tejer. O si lo que le gustaba era la cantidad inmensa de halagos que recibían sus creaciones. O si le gustaba mimarnos a mi madre, su niña, y a mí.

Me pregunté, incesantemente, qué notas habría tomado en su cuaderno (un cuaderno imaginario, claro). ¿En qué pensaba mi abuela todas esas horas?

Estos días cocino, limpio, cuido de las plantas de mi terraza, tejo. Mi casa está impecable, he comido milanesas, y canelones, y tartas, todo hecho por mí. Las plantas no tienen un solo yuyo.  

Hablo con mis amigos, y veo las fotos que postean en las redes. Una de ellas me mandó una foto de sus plantas, diciendo que las pobrecitas no entienden porqué de repente sufren tantos cuidados. Hay fotos de bifes a la criolla, de pollo al horno con papas, de budines de naranja. O de frascos perfectamente etiquetados con las especies que contienen.

La vida de mi abuela.

Después ya había que empezar de nuevo a cocinar. Dejaba el tejido y ponía manos a la obra. Y comía, junto con mi abuelo, y limpiaba una última vez antes de irse a dormir.

Hasta el día siguiente.

Todos los días, todos los años.