domingo, 26 de abril de 2020

Día 38



Terminé de tejer un chaleco.

Justo cuando parece que estaré en la jaula hasta el final del otoño. Lo usaré en primavera, me digo.

Me digo tendré tiempo de podar mis plantas, de dejar la Santa Rita prolijamente pelada, sin hojas que cubran el sol en esa parte del patio. Donde en verano se agradece la sombra, y donde ubico, precisamente, la mesa del patio, en invierno es preferible dejar pasar el sol.

No me va a quedar otra que intentar arreglar el cableado de mi lámpara.

No es que me hubiese agarrado por sorpresa, la noticia, como sí me sucedió la vez anterior. Pero de todas maneras no puedo evitar desinflarme.

Tengo esta sensación continua de espera. Espero a que todo se termine, a que todo se normalice. Espero para retomar mis actividades habituales.

Además de esa espera, en el fondo de esa espera, está el ruido constante del miedo. Hago hasta lo más inverosímil en este personaje que soy yo (como arreglar cables) para apagar ese ruido. Tejer y destejer, ordenar un poco, ordenar mucho, pintar muebles que no necesitan pintura. Convocar fantasmas amigables (eso no es inverosímil) que me hablen de otras épocas, de épocas felices. (Los fantasmas malos ni aparecen: pierden la competencia con la realidad, y no les gusta perder.)

He descubierto que ni siquiera es libertad lo que quiero.

Lo que de veras quiero es mi vida de antes, igualita a como estaba.

Conocida, manejable.

Poblada de miedos e incertidumbre, de insatisfacciones, de decepciones y desamores, de a veces un gris tan plano.

Llena de batallas idiotas contra enemigos invisibles.

Repleta de peleas con los eventos más ordinarios de la realidad.

Habitada por innumerables momentos olvidables.

Deslizándome, a veces, por la ciudad atestada de gente y yo acompañada por una soledad pesada, casi siempre fría, en ocasiones triste.

Perdiendo el tiempo en naderías. O simplemente perdiendo el tiempo en la parada del metrobus.

Perdiendo la apuesta por la escritura, como la pierdo desde hace años. Jugando igual, porque el vicio es inclemente.

Puteando por la falta de plata, por los arreglos de la casa. Por un par de botas demasiado caras, por una cita de Tinder que fue un fiasco tan huevón que no da ni para un cuento.

Frustrándome, una tarde, y otra, y otra, cuando el Sudeste sopla y no estoy en el río.

Vencida de cansancio, en esas semanas en las que lo hice todo para tener un sábado en paz, y un domingo de asado.

Todos los detalles, toda la mugre, todas esas acciones iguales a sí mismas y conducentes a la nada, las miserias propias, las ajenas.

Quiero que me devuelvan todo eso.

Quiero mi vida.

Ya vendrá, me digo.

Y entonces vuelvo a empezar.