sábado, 25 de abril de 2020

Día 37



Pienso en las lluvias de los tiempos anteriores a la peste.

En Rodeo eran una rareza. Sucedía dos o tres días al año, en enero siempre. Eran chaparrones violentos, el agua cayendo a chorros durante una hora, o dos. Después paraba, y al rato todo estaba seco de nuevo. La lluvia no se quedaba en el aire nunca.

En París siempre estaba nublado o lloviznaba. Una tarde, en una tienda cercana a St. Michel, me compré un sombrero para la lluvia. Parecía un capricho, y eso insinuó Ernesto cuando se lo mostré, tan ilusionada, de vuelta en el hotel de estudiantes donde vivíamos. Lo sigo teniendo, y lo uso los días de lluvia.

En Bogotá lloviznaba o llovía a cántaros. El verde del Parque del Virrey era espeso en las tardes de lluvia. Los cerros orientales se escondían detrás del agua. Bogotá tenía buenos arcoíris. Era la tierra donde habitaban los tesoros secretos. Probablemente lo siga siendo.

En Londres me compré un paraguas amarillo. Lo perdí al poco tiempo de volver a Buenos Aires. Nunca más tuve un paraguas que me gustara tanto.

El que tengo ahora lo compré al llegar de Rodeo, es fucsia y gris.

Llevar paraguas es normalmente un incordio. Llevarlos en la cartera, o colgando de la mano, o abiertos cubriendo la cabeza. Se es mucho más consciente de la necesidad de las dos manos, y de ese objeto molesto ocupando una.

Pero en cambio me gusta mirar paraguas en las veredas.

Es que la lluvia me gusta.

Y hoy descubro algo curioso de mi gusto por la lluvia, algo de lo que alguna vez he tenido un indicio de esos que uno deja pasar –una suerte de susurro que llega desde el aire, o desde muy adentro, y al que no se le presta atención.

No me gusta sólo por el ruido que hace contra los techos de chapa, ni contra el piso del patio, o contras las hojas de los árboles.

Ni siquiera es por el sonido de los truenos. En Mar del Sur, los últimos años, se me dio por contar los segundos entre los relámpagos y los truenos. Para saber cuán cerca caen los rayos. Eso me digo, pero no tengo la menor idea de cómo se mide.

Tampoco es esa limpieza flotando en el aire. O la sensación, tan suave a la piel, de ese aire húmedo. O la limpieza de las calles y las veredas, donde una buena lluvia arrasa con el polvo, las meadas de los perros, incluso los soretes que no han sido levantados.  

Hay algo de desafío, o de aventura, en la lluvia. La lluvia no deja indiferente. No se llega a la oficina en estado de abulia y aburrimiento cuando llueve.

Hay que saltar charcos, tratando de no pifiarle al cálculo y meter el pie derecho en la parte más honda. Debo estar atenta al auto ese, tan rápido, tan ciego, y esquivar la salpicadura alejándome del cordón, tratando de no llevarme a nadie por delante cuando reculo de repente.

Si además sopla un viento fuerte, de costado, es necesario encontrar el ángulo preciso del paraguas, el punto justo para que al mismo tiempo de cumplir la función de taparme, no se dé vuelta y se vaya volando.

Me he quedado parada en esquinas con techo –a veces esperando una de esas pausas que conceden las tormentas, a veces mirando, fascinada, pequeños ríos en los bordes de las calles.

He decidido seguir adelante, y llegar a destino chorreando agua, las medias empapadas, el frío en los huesos.

Tampoco hay abulia al llegar a casa atravesando la lluvia. Dejar el paraguas colgado afuera, para que chorree tranquilo en el patio y se seque un poco. Sacarme el calzado ni bien entro a la casa, para no dejar el piso de madera marcado, para no ensuciarlo, para seguir manteniendo el refugio seco y limpio. Cambiarse por ropa seca y cómoda, a veces ducharse para quitarle a los huesos  esa humedad helada. Y entonces quedarse adentro, respirar hondo, y escuchar aliviada el ruido de afuera, el caos del que ya no hay que escapar.

La lluvia ofrece un sucedáneo de pelea contra la naturaleza que normalmente nosotros, las ratitas de ciudad, no enfrentamos nunca.

Se siente heroico llegar a destino. Y es un lujo poder quedarse en la cueva.

Hoy me despertó el ruido de la lluvia. Y a pesar de no haber sorteado obstáculos, de la ausencia de heroísmo, fue un privilegio leer con esa música de fondo.