domingo, 5 de abril de 2020

Día 17



Los domingos empiezan siempre en silencio.

Los domingos son lentos. Y la lentitud de los domingos me encanta.

Hay domingos en los que me levanto muy temprano y, después de tomar la chocolatada, armo una cartera grande en la que pongo la billetera, una bolsa de compras, el jarro térmico, una botella de agua de la canilla, un cacharro para poner agua para los perros, bolsitas para caca, pañuelos descartables.

Niqui sabe muchas cosas. En realidad, entiende que algunos gestos míos son sinónimo de algo que a ella le gusta. El mero sonido que hago al mover la mecedora, por ejemplo, hace que ella venga corriendo desde donde esté. Sabe que voy a leer o mirar tele sin tejer, lo que significa upa.

Poner todas esas cosas en la cartera es ambiguo. Me sigue para todos lados, todavía no sabe si me estoy yendo a trabajar sin ella o si estamos yendo, juntas, a algún lado. Entonces los domingos le digo, cuando estoy lista, ¿vamos? y su felicidad es inmensa.

Esos días caminamos –en invierno por la vereda del sol, en verano esquivándolo– hasta la Plaza Irlanda y cuando llegamos la suelto, y ella camina bien cerca de mí, hasta que en el centro de la plaza nos encontramos con otros perros, y con los humanos que los acompañan. A veces esos humanos me caen bien, a veces me aburren, a veces me dan lo mismo. Ella corre y corre y corre. Se mordisquea con otros perros, sus pelos  se llenan de la baba propia y ajena, mis pantalones también.

En algún momento, que puede ser más temprano o más tarde, y depende de la amigabilidad de los animales presentes –o más bien de su agresividad, porque a Niqui no le gustan los perros loquitos, lo que me deja muy tranquila, pero entonces se me pega a los pies y me mira con cara de hagamos algo–, le pongo la correa y vamos hasta el Havanna que está en una de las esquinas. Cargo mi jarro térmico, a veces me tiento con un alfajor que me llevo para la tarde, y volvemos a la plaza, y si tenemos suerte los perros malos se han ido, y han llegado otros más amigables. A veces hago lo del café ni bien llegamos, cuando llegamos tan temprano que no hay nadie.

Cuando Niqui empieza a echarse en cualquier pasto fresco que encuentra, es hora de irse. Le pongo la correa de nuevo y nos acercamos a la Feria. Saco número en la pescadería y en el puesto de quesos y fiambres. Con la bolsa de compras llena, vamos de vuelta por otro camino. Para ver otras calles, otros árboles.

Llegamos a casa y yo me acomodo para leer en alguno de mis lugares preferidos. Al sol en la terraza cuando está fresco, o en el patio, bajo la sombra de la Santa Rita cuando hace calor –y esos días de frío de muerte me acomodo en la mecedora, con una manta, y Niqui encima mío. O me siento frente a la computadora y escribo.

En algún momento cocino algo y vuelvo a lo que estaba haciendo antes, lectura, o escritura. A la tarde empiezo a acomodar la casa –suelo lavar ropa y limpiar los sábados, así que no me quedan tareas amacasísticas pendientes, pero seguro que dejé libros dando vueltas, o ropa tirada. Miro el pronóstico del día siguiente, pienso la ropa que me pondré el lunes y, ya bien tarde, prendo la tele y miro una película o serie.

Salvo cuando hablo con humanos en la plaza, o las palabras intercambiadas con la vendedora de café, suelen ser días silenciosos.  

Hay otros domingos. Son los domingos de asado en Moldes. Es decir, en lo de mi señor padre.

Esos días me levanto, un poco más tarde, y salgo con Niqui a caminar, pero no vamos hasta la plaza. Caminamos por el barrio. Suele ser una caminata larga, para que gaste energías.

A eso de las 12, 12.30, pido un taxi. Los del radio-taxi saben que voy con mascota. Sólo los llamo cuando voy con Niqui. La meto adentro de una cartera vieja, ella saca la cabeza, no muy convencida con el plan de estar atrapada ahí, pero al menos durante un rato no ofrece resistencia. El ascensor no la estresa. Se sube, ya liberada, como si se subiera a ascensores siempre. Al llegar al piso séptimo se sienten el olor del humo, el de la carne cocinándose y se escuchan la música de mi padre, y las voces de los que ya llegaron.

Papá, Cristina, Agus, Juan Cruz, Santiago, Chufi, mis hermanos Hilario y Ernesto. Ese es el asado con toda la familia. A veces somos menos. A veces se suma Adri.

Hilario pone la mesa. Cristina prepara ensaladas. Ernesto mueve brasas de un lado al otro, sobrevuela una mano sobre la parrilla, en la otra el tridente. Mi viejo sirve vino. Yo preparo tragos. Niqui se mueve de un lado al otro, pero siempre cerca de donde yo esté.

Chinchulines. Porque si no hay chinchulines, Chufi no va. Solemos estar desordenados cuando salen los chinchulines. Los comemos con la mano, de parados, levantando la tabla de quesos y guardando la picada en la heladera, preparando las ensaladas calientes (pimientos, berenjenas y cebollas asadas), llevando a la mesa otra botella de vino, o de gaseosa. Y después ya todos ordenados, nos sentamos tranquilos, salvo Ernesto, que se levanta cada tanto para sacar algo de las brasas.

La mesa está al lado de la parrilla, en un balcón terraza con luz, mucha luz, y una vista maravillosa de las vías del tren y el barrio de Colegiales. Vemos árboles, casas, edificios, el atardecer. La mesa es grande y nos acomodamos sin problemas.  

Hablamos todos de lo mismo, o se arman conversaciones de a dos o tres. Preguntamos por las vidas cotidianas, pedimos o damos recomendaciones de libros, películas y series, comentamos alguna que otra noticia, a veces se habla de futbol.

Alguien pide helado por alguna aplicación. Comemos el helado, seguimos conversando.

Nadie ha elaborado ninguna teoría filosófica (ni siquiera se han discutido seriamente). Nadie ha creado Frankenstein. No solucionamos ningún problema del mundo –ni siquiera lo intentamos. Tampoco hemos solucionado, en esos asados, problemas personales, ni hemos conseguido la respuesta perfecta al “hola” de Tinder –esa respuesta que me concedería un par de frases más en el intercambio.

A veces está más rico el vacío, otras veces lo mejor es el asado de tira.

Algunos días pinta más tomar vino blanco, o champagne. O tomar un gin tonic antes de empezar, y después seguir con soda.

Si no hay chocolate amargo, no quiero helado. Pero a veces me tienta el dulce de leche empalagoso, ese que viene con pedazos de dulce de leche de verdad.

Después nos vamos. Cristina y sus hijos en auto, Chufi y yo, y Niqui, en taxi, Erne en bicicleta.

Llego a casa con tuppers con sobras para mí, y una bolsita con huesos y cueros para Niqui. Salimos a caminar un rato, suele ser un rato corto, y después nos instalamos, ella y yo, en la mecedora si hace frío, en una silla del patio si hace calor. Al día siguiente es lunes, pero no lo pienso con agobio.

Nada, absolutamente nada, es inmortal, ni infinito, ni inolvidable, en esos asados.

Pero hoy me levanté con eso que los portugueses llaman saudade, una tristeza alegre, leí en algún folleto en Lisboa, una tristeza alegre que es lo mismo sobre lo que canta el fado.

Una saudade enorme por los asados de algunos domingos.