martes, 14 de abril de 2020

Día 26



Acá estoy, sintiendo en la cara el viento. Oeste, Noroeste.

Lo siento porque abrí la ventana. Es un viento seco y helado y estoy tomando un poco de frío. Pero en este momento viene bien.

Siempre son momentos. Pero como que están ralentizados en estos tiempos de encierro.

Escucho la banda sonora de Motherless Brooklyn.

Hay sol afuera y el cielo está del mismo azul celeste de siempre, con unas nubes algodonosas y blanquísimas que pasan rápido por la ventana.

Los momentos del encierro…

Estoy muy atenta al crecimiento de mi pelo en todas direcciones. También al color, tanto más oscuro, del original, y eso que yo creía que me teñía de mi color. A las canas, que parecen muchas pero quizás no sean tantas.

A las plantas de mi terraza.

Al clima. Siempre lo miro. Siempre estoy pendiente de la dirección del viento, de los cambios de temperatura derivados de esos vientos. O de las nubes que impiden el calor del sol.

A los ruidos que producen mis vecinos, a los intercambios entre ellos.

A los pocos camiones que pasan por la vereda –imagino que son camiones, porque suenan a grandes motores en grandes carrocerías.

Muchas de esas actividades que hoy realizo con tiempo suelen ser aquellas a las que les quito atención durante la vida cotidiana de antes. A las que me saco de encima cuanto antes, mejor.

Me saco de encima la compra volviendo del laburo. Me saco de encima la comida con una ensalada pedorra. Todo eso rápido y apurada y con fastidio.

Hay cosas que, simplemente, no me gusta hacer. Más allá de limpiar, que detesto, soy de las que no encuentran placer en cocinar. Tampoco, estrictamente hablando, en hacer compras. Me saco de encima esas actividades porque no me gustan. Me gusta tener la casa limpia. Me gusta comer algo más que un tomate con una palta. No más.

Escucho esta banda de sonido de Motherless Brooklyn. La vi en el cine. Porque Lethem y Edward Norton eran una combinación irresistible para mí.

Ayer hablábamos con Ernesto de la música en los tiempos anteriores a Internet. De por quién y cómo uno llegaba a conocer bandas que no sonaban en la radio.

De la emoción de comprarse un disco y ponerlo en el equipo, ni bien uno llegaba a su cuarto, y escucharlo entero en ese momento, sin hacer más que escucharlo. Después ese disco sonaba a todo volumen durante muchos días.

De absorber toda información que uno pudiera encontrar. En revistas, en los canales de música. En la radio.

De cómo alguien nos gustaba más si ese alguien escuchaba y buscaba y tenía música o datos sobre las bandas, sobre las influencias de esas bandas.

De cómo sabíamos los nombres de todos los integrantes, quién cantaba, quién estaba en el bajo, porque los leíamos en los libritos de los CDs, o en los desplegables esos que venían con los cassettes.

De cuando llegué a Musimundo a comprarle a mi viejo el CD de Tom Waits, Mule variations, y de cómo el vendedor quiso hacer gala de conocimientos con una mina a la que seguramente se quería levantar, y me dio un montón de datos de Tom Waits, y yo, que en lugar de conmoverme o emocionarme (cosa que me hubiese sucedido si me hubiese dado información desconocida), me fastidié con su arrogancia y le di más datos, y pobrecito se quedó mustio el muchacho, y seguramente odiándome porque fui más arrogante que él.

A mí me gustaban más los chicos que amaban la música. Y sabía que los amantes de la música gustaban más de mí que de otras a las que no les gustara.

Ya no es un valor agregado.

Y ya no hay emoción al comprar un disco.

Pero en cambio, encerrada, le dedico ese tiempo que normalmente no tengo, a buscar música, como hace años no hacía.

Y me alegro, inesperadamente, al descubrir que al menos he recuperado esa parte de mí misma.

Porque después, todos esos momentos que desacelero porque el tiempo parece eterno, como cocinar, limpiar, y comprar, siguen siendo igual de aburridos.

Y encima el tiempo no es eterno. Ni siquiera ahora, que se le parece tanto.

Pero en cambio la música sí lo es.