miércoles, 22 de abril de 2020

Día 34


Me levanté con energía. Temprano, cuando todavía el aire estaba fresco de veras. Niqui se acostumbró en estos tiempos a levantarse más tarde. Miraba, como desconcertada, mientras yo me vestía. Enseguida se le pasó la confusión, o la fiaca, y después de estirarse, empezó a sacudir la cola. Le rasqué el cuello un ratito, ella volvió a estirarse. 

Abrí la reja y salí al patio. Le puse la comida en su escudilla, me preparé el Nesquik.


No me vestí con las babuchas, ni con el pantalón de corderoi. Me puse unos jeans, botas, un pullover menos rotoso, la campera, los artilugios anti bacterias.

Saqué las dos bolsas de basura (la del container negro, la del container verde) y empecé la caminata.

Pensaba ir solamente al cajero y a comprar queso. Pero me dije qué importa que apenas puedas respirar con el barbijo, o que sea incómodo, o que te parezcas a una IA haciendo compras con una perra eléctrica –había recordado al gato de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, un gato que no está en la película. Me dije soy una replicante con una perra eléctrica. Y me encantó la idea. Pero después me dije que eso no era posible. Si fuese una replicante, no necesitaría barbijo, ni guantes, y sería tan guapa como Rachel, o Pris. Pensé que podría haberme maquillado, un maquillaje bien dramático, como el de Pris en sus últimas horas en la casa de muñecas de Sebastian. 

Me dije qué pérdida de tiempo habría sido eso. Y después me dije que la próxima vez que saliera podría hacerlo, porqué no, si total tiempo es lo que sobra.

Busqué excusas. Compré semillas de girasol en el naturista de siempre, y en el nuevo, más cerca de casa, conseguí unas hamburguesas de lentejas que me encantan. Fui a la verdulería de más lejos, la que uso cuando normalmente me bajo del colectivo a la vuelta del laburo. No caminé mucho más de lo planeado, solamente hice todo con más pausa.

Y entonces vi las hojas de los fresnos, caídas, armando montones en las veredas, las hojas tan amarillas de los fresnos que cuando los vecinos del barrio no están encerrados, barren casi inmediatamente y entonces muy pocas veces se ven tantas. Las hojas caídas suelen juntar mugre, por eso las barren. Por eso las barro yo en mi patio, aunque qué lindos esos montones amarillos refulgiendo en la mañana gris.

Recordé esas últimas palabras de Roy. Dice que todas esas maravillas que vio se van a perder con su muerte, como lágrimas en la lluvia. Pensé que por eso yo le saco fotos obsesivamente al mar cuando sale el sol, a la cordillera cuando se va, a mi padre y mis hermanos cuando estamos de viaje, o todas esas fotos que les sacaba a mis amigas cuando nos pasábamos las horas en mi cuarto de la casa de Tigre. Para que no se diluyan. Para vencer la muerte.

Pensé que tendría que haber llevado el teléfono a mi excursión, para sacarle una foto a las hojas caídas de los fresnos.

Recordé que el actor que hace de Roy, Rutger Hauer, se murió en 2019, el año en el que sucede Blade runner, estrenada en 1982. Rutger Hauer se muere el mismo año que su personaje, Roy Batty.

El tiempo no sobra nunca, me dije, y los replicantes lo saben mejor que los humanos. Pero no apuré el paso.

El Ulises esperará. Voy a releer ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En estos tiempos le he huido a la ciencia ficción. De repente se había convertido en realista, o algo así. Pero con los replicantes voy a estar bien.

Volvimos a casa y después de pasarle alcohol a todo y lavarme las manos y la cara, por si acaso, aunque entre los guantes y el barbijo recuerdo siempre no tocarme la cara, después de cambiarme las botas por un par de zapatillas rotosas y más cómodas, limpié la casa. De nuevo todo huele a lavandina mezclada con Poett, lavandina mezclada con Cif, lavandina.

Subí al escritorio a escribir pero, sobre todo, a no oler la lavandina. Niqui vino conmigo. A veces se sienta en su almohadón (tiene uno arriba), a veces se queda en el descanso de la escalera, tomando sol mientras cuida mi puerta.

Hoy a la mañana no hubo sol, así que se quedó adentro, mientras yo escapaba a la lavandina con la excusa de trabajar, y después escribir. Ahora le ladra vaya uno a saber qué. A veces me figuro que tiene un Netflix interno, que alguna parte de su cerebro genera estímulos. O simplemente escucha el ladrido lejano de un perro, acaso un llamado. Ella tampoco se acerca a los otros perros. Soy la única criatura a su alrededor, todas las horas.


Suena el timbre. Espero a Marga. Me voy, pues, a verla, a escucharle la voz, al menos un rato, aunque sea en la vereda y sin champagne. Me hace ilusión. Me sonrío de sólo saber que está a un pasillo de distancia.