Los vecinos, anoche,
hicieron de cuenta de que era un sábado como cualquier otro. Pusieron música a
todo volumen después del Himno y de aplaudir, ritual que han cumplido todas las
noches, incluso desde el día que llegué.
Una mina le gritaba a
otra que tenía dos botellas de vino y una de Campari. No sé dónde estaba una,
dónde estaba la otra. Se escuchaban risas, ruidos de cubiertos. Hacían asado.
Y hoy se despertaron
como si fuese un domingo normal, y es domingo, pero no es normal. Los ruidos
que hacen los niños no se escucharon casi hasta el mediodía, y la cortadora de
pasto no se oyó hasta antes de comer.
Me duele tanto el
hombro que me tomé una pastilla de Diclofenac. Hoy no voy a hacer yoga. Hoy no
puedo hacer casi nada, en realidad.
Más allá de Maggie, ¿quién
podría leerme? O, más bien, ¿por qué alguien querría leerme?
¿Qué tengo para decir?
Nada más que lo que han dicho millones, antes que yo, y mejor que yo. Eso
siempre lo supe. Pero contar historias, que es lo que quiero hacer, lo que más
me gusta, es algo que no puedo evitar –incluso creo que escribir diarios es
absurdo, porque ni yo vuelvo a leerlos, excepto cuando hago limpieza de la
biblioteca y abro, en cualquier hoja, un viejo cuaderno, pero acá estoy,
haciendo lo que hago casi todos los días de mi vida –aunque por lo general con
menos tiempo, y siempre, siempre, cuando me voy de viaje. ¿Para qué?
En mi caso, porque hay
tantas y tantas palabras dándome vueltas que algunas se tienen que quedar
quietas. Algo así.
Porque ordenan mi
mundo. Porque lo crean.
Porque pocas cosas me
divierten tanto.
Y por otro lado la
fantasía, la lectura de la ficción, es algo que, para mí, es irresistible. Yo
querría que hubiese siempre más. Sé que la biblioteca universal es inabarcable.
Que quizás podríamos vivir sin nuevos escritores durante años, si se
mantuvieran los libros de ficción que hay hasta hoy. Y aún así, me gusta que haya
más y más. Esa característica de inabarcable que tiene la biblioteca universal
la acerca a la infinitud. Al menos para un ser humano común y corriente; es
decir, una servidora.
Pero esto no sería
ficción, de la misma manera que no lo eran las Crónicas bogotanas ni las Crónicas
de R.
¿Qué hay de diferente en
esta experiencia nueva que los demás quieran saber? Las Crónicas bogotanas
surgieron por una necesidad de responderle a la gente una serie de preguntas
que era la misma. Mi suegra de entonces preguntaba lo mismo que una tía, que
mis amigas, que todos los que poblaban mi universo porteño antes de irme a
Bogotá. ¿Qué tal el hotel? ¿Cómo va la búsqueda de departamento? ¿Cómo es la
comida? ¿Cómo son los colombianos? ¿Cómo es el clima? ¿Cómo se adapta Oli a
vivir en departamento? Me encontré un día escribiendo la respuesta a un mail y
copiando y pegando partes de otro mail que había escrito hacía minutos. Las
crónicas me ahorraban un montón de trabajo. Y me resultaba infinitamente más
divertido escribirlas. Con el tiempo se convirtieron en un ejercicio de
escritura más. Las hubo mejores, otras francamente malas. Algunas más
divertidas, o emocionantes, otras una serie de datos sobre la presión y la temperatura
–papá odiaba esas, porque contenían incluso menos información que la que ya le
había dado por Skype.
Nada de lo que yo
experimente en estos días será distinto de lo que el resto experimentará. Todos
lidiaremos mejor, o peor, con las interminables horas de encierro.
Yo voy a escribir esto.
Pero no será diferente de lo que hago habitualmente. ¿Por qué exhibirlo?
Hablando de las redes
sociales, mi hermano Ernesto me dijo una vez que era una cuestión de
narcicismo. Que quienes posteaban todo el tiempo necesitaban del alimento que
les suponía la respuesta, las reacciones.
Yo pensé que era
exhibicionismo. Pero la verdad es que no conozco gente menos exhibicionista que
Mauricio Koch. Y sus Cuadernos de crianza,
una serie de relatos sobre la vida con su niña, recién nacida, me parecían imposibles
de dejar cada vez que me los encontraba en Facebook.
Pensé, en ese entonces,
que eso la hacía a su niña tan inmortal como Shakespeare quería que fuese la
belleza del destinatario del famoso Soneto 18. Después pensé que en realidad lo
de Mauricio era una manera de fijar ciertos momentos preciosos. De que se
quedaran quietos, de que nunca se fueran.
Cociné. Terminé de
cocinar toda la verdura que compré. Si no se corta la luz, tengo comida en el
freezer para los 15 días. No es necesario salir. Pero me di cuenta de que no tengo
analgésicos musculares. No pensé que los necesitaría. Planeo entonces una
excursión al exterior. Pero por si acaso no me tomo la última pastilla del blíster,
y soporto el dolor. Ningún estoicismo. Puteo tranquila. Total, no hay nadie a
quien irriten mis quejas.
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