jueves, 26 de marzo de 2020

Día 5



Hoy me subí al techo del estudio, que es el techo más alto al que puedo acceder en mi casa. Recordé al Pata, recordé una lista de recomendaciones que habíamos leído. No hacer cosas que pongan en peligro tu salud o tu cuerpo, porque cualquier problema contribuye a la saturación del sistema sanitario. Por culpa de la pierna rota de una pelotuda subida a un techo,  se puede morir uno de neumonía. Lo recordé cuando subía. Lo recordé cuando bajaba. La única diferencia con el resto de las veces que he subido a ese techo fue que mis movimientos fueron considerablemente más torpes. Eso sí, más conscientes.

Quería sacar fotos. La luz estaba bien. Quería mirar el universo que me rodea desde el punto más alto que encontré. Es más bien escueto mi universo. Cien metros a la redonda. Y ni un solo movimiento. Si había seres humanos detrás de las ventanas que hay en los edificios que se ven desde ahí, debían estar durmiendo, o quietos, de manera tal que ni sus sombras se veían.

Era temprano. El sol se reflejaba oblicuo sobre los techos con membrana. Más que las hojas que barro todos los días, el otoño se ve en la luz. La que más me gusta. Lo he dicho un millón de veces. Pero no dejo de pensarla la mejor luz. Y eso que anuncia, con la misma contundencia que los Stark: Winter is coming. Y yo detesto el invierno.

Yo no estaba en Buenos Aires en el invierno de la Gripe A. Estaba en Bogotá y a nadie allá le preocupaba. Me acuerdo que una prima me dijo que acá era horrible, que si tosías en el bondi la gente te miraba con cara de odio, como si fueses un asesino serial.

Una cosa es cuidarnos los unos a los otros. Por eso estoy encerrada. Por eso le hago más upa a Niqui. Por eso le compré uno de esos juguetes que no suelo comprar nunca porque, como los bebés de Mastercard, después termina jugando con cualquier porquería. Si le dejara el cantero de la Santa Rita sin tapar, sería la perra más feliz del mundo.

Otra cosa es juzgar al otro. O denunciar.

Los vecinos de la cuadra tenemos un grupo de whatsapp. No sé cuál fue el objetivo con el que lo crearon. Me agregaron cuando volví de Rodeo, hace dos años, y me dio terror un grupo de tanta gente desconocida. Pero no fue grave. En general es para chequear quiénes tienen luz, quiénes no, para decirnos que hicimos los reclamos, para compartir lo que Edesur tiene para decir en cada caso.

El primer día una mina pidió que no la denunciáramos, que ella sale porque trabaja en un hospital.

Supongo que yo miraría a los vecinos que pasan por la calle, si tuviera vista a la calle. Pero no los miraría para ver quién cumple las normas y quién no lo hace. Mucho menos para denunciarlos.

Otra cosa me llamó la atención. He visto gente comentando lo bien que le hace esto al medioambiente. El planeta pidiendo un respiro de los afanes humanos. No me queda duda de que el planeta más que pedir, exige a gritos. Pero esa misma gente que comentaba tan ufana lo bien que le hace al planeta que el ser humano deje de trabajar es la misma que no puede vivir sin el trabajo del ser humano. ¿O creen que fue la contemplación filosófica de las estrellas lo que inventó internet? ¿O que los que hacen la larguísima lista de películas y series que consumen son fans del aire puro?

La abulia es el pico medio del lado oscuro, un escalón más arriba está el malhumor. El más alto es la tristeza sin nombre. Esa que no se sabe de dónde sale.

Así que mejor me pongo a hacer algo.

Bajo las fotos del teléfono. Miro viejas fotos. Miro mi viejo blog, al que le saqué todo, un día al volver de Bogotá. El único motivo para mantenerlo así como está es la pereza que me da diseñar una de estas vainas. Además de ser horrible en eso de diseñar, me cuesta un huevo la cosa tecnológica. No entiendo a lo que se refieren la mayor parte del tiempo. Cuando necesito cualquier ayuda le escribo a Chu, o a Ayala. Sigo sin saber cómo bajar libros de internet sin pagarlos. Y eso que me han dado un montón de instrucciones. De repente siempre hay una ventana que se abre y con suerte entiendo lo que me preguntan. En general no tengo suerte.

Escucho una clase de salsa. Y risas. Risas todo el tiempo. Son las vecinas. También tiene esa otra curiosidad la familia de al lado, la del verde y los niños que nunca dejan de ser niños. Sólo las voces de las mujeres se oyen. Conozco a quien diría que las mujeres gritan. Puede ser, porque en general les hablan a los niños y los niños están en el jardín y ellas adentro de la casa. Pero más me gusta pensar que en esa casa las mujeres hacen, todo el tiempo, y que también son las que dicen siempre. Presto atención y me doy cuenta de que siguen una clase de salsa online. Y se ríen. Pero no sé porqué. Entonces las imagino sintiéndose un poco ridículas, torpes, y que la risa es porque son absolutamente cómplices en los crímenes de torpeza y absurdidad.

Y estoy por saltar derecho a la tristeza sin nombre cuando me digo, y no me miento (porque a veces me digo y me miento descaradamente) que tengo un montón de cómplices. O bueno, no un montón, pero algunos. Que no puedo quejarme de no tener amor, o complicidad.

Estaba por saltar derecho a la tristeza sin nombre por recordar una mirada entre mis padres, hace un millón de años, quizás un par más, viendo una escena de El Padrino. Vito le dice a Michael que les faltó tiempo. Papá y mamá se miraron. Mamá se moría. No fue tanto lo que dice Vito, ni el hecho de que mamá estuviera muriéndose. Sino el hecho de que se miraran, mamá y papá, el uno al otro, en ese mismo segundo.

No es necesario que la complicidad sea tan filosófica. Recuerdo mirar a Chu cuando la risa de Nicolás estalló esa noche de invierno. Es ese momento en el que uno sabe que el otro sabe. El instante en el que queda de manifiesto lo mucho que el otro nos conoce. Incluso nuestras muy humanas miserias.

Marga, la que vive acá cerca, me conoce hasta el más mínimo gesto.

Y se siente tan bien.

Mis amigas se quejan de la escuela online. Ni en pedo los chicos hacen todo esto en un día en el colegio. Detestan la plataforma. Una de ellas me dijo que ella es del papel y el lápiz, que no entendía nada (qué puedo decir yo, si ni siquiera distingo el peso de un archivo de texto del de una foto), pero que el hijo, claro, la entendió enseguida.

Hay quienes hacen las compras online desde siempre.

Yo he intentado flirtear por chat. Fracasé estrepitosamente y estoy segura de que en Tinder hablan un lenguaje que yo no conozco. Sánscrito, por ejemplo.

Pienso en una peli en la que tenían sexo virtual para no intercambiar fluidos. Me digo el futuro está acá. IUJU! Lpm.

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