Puse un rollo de papel
higiénico nuevo. Lo anoto para ver si los que compraron paquetes y paquetes y
paquetes tienen alguna razón.
No hay ruidos. Es
viernes y este viernes suena como la mañana de un domingo de invierno. No se
escuchan autos. No se escucha el rumor que a veces viene desde la avenida. Una de mis Margaritas dijo que se preparaba
para un domingo. Tenía razón.
Ella vive cerca.
Veinticinco cuadras separan su casa de la mía. Hoy me digo, pese a que hay
quienes piensan que será más tiempo, lo que nos separa son quince días. De la otra
Margarita, la que dejé en las montañas, nos separa un año, quizás menos. Ojalá
menos.
Pienso en lo cotidiano
de siempre. No este cotidiano que trato de armar ahora, de ordenar, de controlar.
Normalmente no veo a mis primas Carmen y Delia más que un par de veces al año,
a pesar de que viven cerca. A mi amiga Georgina la veo también cada vez menos.
Me preparo para muchos días de no ver más que a mi perra y sin embargo no suelo
ver tanto a nadie, nunca.
Quedarse en Rodeo
habría sido lo mismo, me digo. La misma sensación de encierro que he tenido
algún invierno allá, cuando ya no quedaban turistas y los locales que podían se
iban a Maui, a Jeri, a Pozo Izquierdo, dejando al “staff estable” más escueto
que nunca.
Nunca se ve mucho a
nadie, en ningún lado, excepto aquellos con quienes se trabaja. Me digo eso.
Pero después me doy cuenta de que en la ciudad, al menos, se tiene esta idea de
que se puede conocer a otro. El otro existe con mayor contundencia. En Rodeo el
otro es siempre un otro menos extraño, casi el mismo siempre.
En la ciudad mi cabeza
me da menos trabajo, eso pensé antes de volver. Pero no hay rutina de quedarse
adentro. ¿Cuántas veces he deseado tener muchos días por delante y estar
tranquila en casa, escribiendo y leyendo y sin nadie que me rompiera las
pelotas? Los fines de semana largos, esos largos de veras, son como el tesoro
al final del arcoíris. Los pienso como tales. Después esos cuatro días no me
alcanzan, y querría más. Pero en esos cuatro días camino con Niqui, voy a la
plaza, voy al vivero a comprar plantas para mi terraza. Quizás paso por la
ferretería y compro un destornillador Phillips para los tornillos de los footstraps es que estos tornillos no
salen con el típico destornillador negro y amarillo, le digo al ferretero, y el
ferretero entonces me explica que en realidad hay un tamaño específico de
destornillador para cada tamaño específico de tornillo y yo salgo sonriendo de
la ferretería y al llegar al final de la cuadra le explico a Niqui que el señor
tiene razón, que yo ya lo sabía, pero que en general me chupa un huevo eso,
porque nunca necesito que estén tan bien apretados los tornillos. Quizás me
cruce con mi vecina, que seguro se queja de la seguridad, o con el señor de
pelo blanco, una mata espesa de pelo blanquísimo, los ojos celestes, la cara
llena de arrugas, va con tres perros y sonríe, sonríe siempre, y parece el más
feliz de los seres humanos cuando pasea a sus perros.
Y quizás no me
encuentre a nadie conocido. Pero veo pasar gente, veo a todas esas personas
comprar sus verduras, salir del templo (supongo que es un templo, los domingos
a la mañana salen de allí bien vestidos, siempre a la misma hora), algunas
personas caminan, algunas van con bolsas de compras, otras se suben a autos que
las llevarán a algún lugar con pasto, o con parrilla. Están las que llegan a la
plaza cuando Niqui y yo nos estamos yendo, llevan materas y paquetes de papel
gris que en mi fantasía tienen medialunas de grasa recién hechas, de esas que
todavía huelen.
En la ciudad estoy
acostumbrada a mirar a la gente en sus afanes cotidianos.
La idea, estos días, es
no encontrarlos siquiera. No cruzarse a nadie, mantener una distancia higiénica.
Hay un sol que raja la
tierra. Pienso podría jardinear y tomar sol en la terraza, leyendo. Quizás sea
mi oportunidad de leer Ulises. De
releer En busca del tiempo perdido.
Se me ocurren muchas
cosas.
Hay que ponerlas en
práctica nomás.
Cocino. Mi freezer
tiene el aspecto que no ha tenido nunca. Un Tetris de triángulos de tartas de
espinacas y zapallitos, cuadrados de milanesas, rectángulos de canelones,
medialunas de empanadas. En general sólo tiene una botella de vodka y hielos,
siempre hay muchos hielos.
Hago una lista de cosas
que puedo hacer. También una de cosas que debería hacer.
Miro la cuenta del
banco. Decido no deprimirme, ni preocuparme tan pronto.
Todavía no armé un
horario. Pero sí decidí que debo variar las actividades del día.
Lo único bueno de este
encierro es que no hay obligaciones. Pero eso tiene su truco. Sobre todo para
una cabeza como la mía.
Ya son casi las 6 de la
tarde. Hacer yoga o no. Un dolor en el hombro derecho. Nada muy grave. Pero
duele y no sé si es aconsejable hacer ejercicio en este momento. Pero creo que
si no hago algún ejercicio, por más tranquilo, aburrido, o absurdo que sea
(pienso que una opción, por ejemplo, es poner música de esas que suelo
despreciar y mover el culo una hora –mover el culo literalmente), creo que voy
a enloquecer. Y enloquecer encerrada no es buena idea.
Niqui se va a deprimir
sin caminar. Espero que echarse conmigo a leer le resulte un buen negocio. Ni
siquiera hay gente a la que ladrarle. Nadie camina por el pasillo. Nadie sale a
la calle.
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