Ayer me quedé pensando
que mi máquina del tiempo podía ser usada como un órgano de ánimos Penfield. Ese
es un aparato que tienen Deckard y su mujer en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en el que se marcan
diversos “programas” y se produce un estímulo cerebral específico.
Se puede marcar 481:
conciencia de las múltiples posibilidades que el futuro ofrece. En el 382 se
puede percibir intelectualmente la soledad pero no sentirla. 594: reconocimiento
satisfactorio de la sabiduría del marido en todos los temas (juro que dice eso,
y a pesar del disgusto, sigo amando a Phillip K. Dick). O se le puede pedir una
actitud creativa y nueva hacia el trabajo. Se ponen volúmenes más altos o más bajos,
dependiendo de cómo uno quiera despertarse, y se marcan con anticipación (el estímulo puede
programarse para horas más adelante) teniendo en cuenta la agenda del día –día difícil
de trabajo, sábado de compras, etc.
Pensé que uno podía
tener una lista de momentos que le generaran determinados ánimos, y que con mi
máquina del tiempo se podrían replicar esos ánimos.
Después descarté la
idea. Mi máquina del tiempo me encanta, pero no es tan precisa como el órgano
de ánimos Penfield.
Revivir un momento
feliz me haría sentir feliz, claro, y por un rato, al volver de esa hora de
felicidad, quedarían resabios en mi cuerpo. Pero corro el riesgo de comparar
esa felicidad con el momento presente, que puede no serlo tanto, y en esa
comparación deprimirme absolutamente. O depender del contraste, y entonces
revivir, en lugar de los mejores momentos, los malos, los habitados por miedos
e incertidumbre, las horas más tristes, ese instante de decepción, o de enojo,
para que al volver de esa hora me sienta mejor con el presente, porque la
comparación convertiría al presente en algo mejor.
Estuve, entonces,
buscando recuerdos de distintos signos. Por si lograba armar mi máquina del
tiempo. Qué momentos repetiría para conseguir determinados ánimos. Suponiendo,
de todas maneras, que el ánimo se quedaría, suponiendo que no funcionaría por
contraste.
Se me ocurrió,
entonces, que no tiene ningún sentido cargarle a mi máquina del tiempo los malos momentos. Había
pensado que para la tristeza podía revivir la vuelta a casa después del
entierro de mamá, ese instante de comprensión de la ausencia, una ausencia para
siempre.
Para la decepción, el
momento en que el Chino me dijo creo que va a ser lo mejor, y yo tuve que
preguntarle qué iba a ser lo mejor, porque él ni siquiera quería hacerse cargo
de esa frase, de decir quiero separarme. Y a la decepción por el amor perdido,
la decepción que me produjo su cobardía.
Para el miedo a secas:
la noche en que entraron ladrones a la casa de Georgie. Luna, su perra, ladraba
enloquecida, y no eran los ladridos de siempre. Eran furiosos, eran
desesperados. Luna nos despertaba, a Georgie y a mí, para avisarnos de la
invasión, y para que los ladrones supieran que ella estaba ahí, que sólo por
sobre su cadáver. Era una perra maravillosa Luna, y revivir esa noche sería
revivir el miedo al ver a los tipos saltar la reja, pero también el amor de ese
bicho, e inmediatamente la pena por su muerte, años más tarde.
Para la desesperación
física: la primera vez que me quedé enganchada al arnés, debajo de la
vela. Había sido advertida, cuando me enseñaron a usar el arnés, de un error habitual.
Si te caés al agua, y quedás debajo de la vela, enganchado el arnés al strap de
la botavara, desenganchate primero. Eso me habían dicho. Pero no, hice lo que
específicamente me dijeron que no hiciera. Intenté salir de debajo de la vela a
respirar, al menos un poco, pero claro que no podía, no da la distancia si una
está enganchada, y en lugar de tomar aire respiré una profunda bocanada de agua
de río podrido que vino, derecho a mi boca y a mi nariz, en una ola gigante. Eso
disparó el ahogo, una tos de agua, más desesperación por respirar, y el error
de querer salir, otra vez. Es horrible la sensación de vomitar agua por la
nariz.
No hay motivos para
revivir ese momento. Con saberlo, con recordarlo, basta: en el agua
desesperarse es la peor elección, siempre.
En realidad, no hay
motivos para desear revivir ninguno de esos momentos. Lo que yo quería, ayer,
era el momento de la foto, bajando al agua desde la guardería, la primera
navegada, el invierno yéndose, el viento Sur ganándole al Zonda, y toda la hora
que le seguía al instante de la foto.
También había empezado
a hacer un listado de otras horas, no necesariamente buenas en sí, pero que
podrían dejarme con el ánimo más arriba.
Pensé si alguna vez me
siento insegura en el laburo, puedo revivir una mañana en Jáchal, el pueblo
cercano a Rodeo donde yo hacía trámites bancarios y las compras del complejo de
hotel y cabañas para el que trabajaba. Esa mañana en especial había logrado, en
las 4 horas que tenía hasta el cierre por siesta, solucionar un problema con el
homebanking, comprar todo lo de la lista en los lugares habituales (chiringuito
de artículos de limpieza, mayorista de lácteos, mayorista de gaseosas, un
supermercado, otro supermercado, la farmacia donde le compraba al jefe sus
anti-alérgicos, la cera de depilar a una amiga, y el esmalte de uñas para mí). Y
además un pedido a último momento, por teléfono, justo cuando estaba por ir a
la estación de servicio a cargar nafta, ir al baño y conseguirme el café que
tomaría volviendo a Rodeo por el Camino de la Muerte (Jáchal queda cerca pero se hacen largos
los 45 km por camino de cornisa). Debía conseguir unas pelotitas (tienen nombre
específico olvidado), para rellenar los pufs de la pileta del complejo. Y en la
cuarta ferretería a la que fui, los encontré.
Era casi imposible la
lista original. No solamente porque el tiempo era ajustado, sino porque muchos
de los ítems no se conseguían nunca en Rodeo, ni en Jáchal, a veces ni siquiera
en San Juan. Y esas bolsas de pelotitas malparidas fueron las únicas bolsas que
esa ferretería había comprado. Odié esas pelotitas después, porque las pocas
que se escaparon de una bolsa se quedaron dando vueltas en le camioneta por
meses.
Era imposible hacerlo
todo. Pero lo hice. E hice más. Claro que no reviviría ningún momento de esa
mañana si fuese por el mero placer. Hacía un calor de muerte en
Rodeo, donde todavía no soplaba el viento –en Jáchal era peor. No tomaba agua
ni gaseosa ni nada en esos viajes porque no había tiempo de ir al baño, al
menos no hasta que todo se hubiese terminado. Sentía la piel resquebrajándose,
la boca seca, y el sol en la cabeza. No podía despegar mi atención de las
listas ni medio segundo, ni desviarme del camino trazado para no perder tiempo.
No querría vivir esas
mañanas de nuevo. Pero si alguna vez no me sintiera capaz,
con ese recuerdo bastaría para convencerme de que lo soy. También serviría para eso revivir la vez que me enterré en el barro con el auto de mi padre, bajo una
lluvia torrencial y, más allá de quedar cubierta de barro de los pies a la
cabeza, logré sacar el auto.
Para sentir ternura no
necesito los momentos precisos de abrazos de Pedro, Dante, Titi, o una vez
que Amadeo me miró y me sonreía, me acuerdo de sus ojos, Amadeo tiene ojos
bellos. Me gustaría estar de nuevo ahí algunas veces. Pero para sentir hoy
ternura me basta sentirla a upa a Niqui, esas noches en que miro tele y ella se
duerme con un abandono absoluto sobre mi regazo.
Para el amor y esa cosa
emocionante mezcla de anhelo y miedo, empezaría el repeat en los minutos
anteriores al primer beso con Jon, un inglés del que me enamoré hasta el
infinito.
Para creer que la
Humanidad no está fregada del todo, cualquier momento de comprensión entre mis
amigas.
Para no desanimarme: la
vuelta, caminando, hasta lo de Etelvina, después de haberme despedido de
Helena, por quinta vez en la vida, sintiendo que hay amistades que duran toda
la vida. Para la inmortalidad.
Para sentir absoluta
calma: la noche del cuarto o quinto día en Mar del Sur, el momento en el que ya
no hayque nada, el momento en el que se toma vino con un libro al lado del
fuego, o se lee echada en la playa, sólo el sonido de las olas de fondo, nada
pendiente.
Así, cualquier asado en
familia, o reunión con amigas, incluso alguna tarde con el Chino, antes de la
decepción. Una caminata con Erne por la orilla del Sena, el cumpleaños de
Carmencita que terminó en La Cantina, con un maravilloso y psicodélico clericó
hecho por la tía Conga, la tía Conga cortando las frutas en la galería de la casa de Tigre, para
otro clericó, el de Navidad –esas horas, algunas más felices que otras, que nos
pasábamos arreglando la casa para la fiesta.
Volver de los momentos
tristes en estos días no me haría más feliz por contraste. Quizás sí me
ayudaría volver de momentos difíciles, de desafío. (Estoy tan desesperada por
meterme al agua que hasta ahogarme un poquito tiene su encanto.)
Al final, mi máquina
del tiempo es más parecida a la convocatoria de fantasmas amables con los que
pasar una tarde de pintura que al órgano de ánimos Penfield…
En estos días de encierro, creo
que querría cualquiera de los dos aparatos. En realidad, quiero los dos.
Programaría confianza
en el futuro y calma absoluta en el Penfield. Y a la tarde, justo cuando el sol
se está yendo, me metería al agua. Una y otra vez. Todos los días. Aunque sea
solamente una hora.
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