Sol y algo parecido a
la rutina de los tiempos anteriores a la distopia.
Los fines de semana esa
fantasía es más posible. No hay que preocuparse los fines de semana. Nunca. No
hay que mirar los saldos de los bancos, ni hacer pagos, ni levantarse temprano.
Los fines de semana no debe uno ser productivo. Entonces lo de comer alfajores
mirando Netflix, o lo de leer al sol, es lo único que hayque. Desconectarse de
la realidad, eso que en estos tiempos sucede solamente en las pantallas, es más
fácil. Obviamente, la vocecita que repite el día entero “el planeta va a
explotar” no se calla nunca. Pero es más fácil ignorarla si se olvida todo
aquello que uno no está haciendo.
Ayer a la mañana mi
cuerpo todavía sufría la noche pasada bajo los efectos de los anuncios
oficiales. Me había costado dormir a pesar de haberme levantado temprano el
viernes. Después me desperté una vez, por un ruido en el patio o en mi cabeza,
y ya no pude volver a dormir hasta el amanecer, cuando la luz del sol empezaba
a notarse en mi ventana, cuando me dije me levanto ya, es de día, y dejo de
batallar contra el insomnio –esa es la hora en que los insomnes dormimos,
cuando nos damos por vencidos, cuando decidimos que ya no dormiremos.
Así que me levanté
tarde ayer. Me dio pena al ver el sol radiante. Me dije no seas boluda, es
sábado, uno de los días oficiales para levantarse tarde, y me senté a escribir,
con un rico café hecho en la cafetera de verdad, esos cafés de lujo, de días de
indulgencia. Tranquila, sin perseguirme con los hayques, repitiéndome es sábado, ayer fue un buen día, mañana (hoy)
será otro buen día.
A la tarde, después de
mover algunas cosas de un lado para el otro en mi casa, subí a la terraza y me
dediqué a jardinear. No podé, no todavía, aunque uno de los días fríos pensé quizás
ya es hora de ayudar a las plantas a guardar energías. Saqué yuyos, removí la tierra
de algunas macetas. También barrí juiciosamente, juntando con la pala las
flores muertas de las rosas chinas.
Y después me acomodé en
uno de los sillones de la terraza y me puse a leer.
A la noche vi tele un
rato, quise dormirme temprano pero esa levantada tan tarde no ayudó.
Igual hoy me levanté
temprano. Quizás esta noche pueda dormir bien.
Como la iba a abandonar
a Niqui un buen rato, decidí concederle una caminata. Salimos y caminamos, ella
feliz, yo un poco agobiada con el barbijo. Pero el sol estaba lindo, era
temprano y las calles estaban vacías, los ruidos apagados, como siempre los
domingos, como siempre antes del encierro.
Y después volví, me
desinfecté, incluso me duché, para estar segura de no acarrear bacterias en mi
cuerpo, chequeé las gomas de la bici, armé la mochila, esta vez era pequeña, y me
fui al asado familiar en Moldes.
En el camino estuve
pensando si le ponía un nombre a la bici. O si seguirá siendo “la bici”, porque
es la única.
No sólo le tenía menos
miedo a la calle y sus múltiples obstáculos, sino que además había menos gente
caminando, menos gente en auto, en moto, o en colectivo. Era una mañana
verdaderamente quieta. Sin viento, sin gente, sin motores. Atravesé calles y
avenidas y seguí andando, feliz con mi bici, sin sufrir sobresaltos.
Hablando con Erne, él
me dijo que quizás tenga, él, la antigua fascinación por la bici de cuando era
chico. No sé si es eso, o al menos no lo reconozco tan fácilmente en mi caso,
pero sí que es lindo andar en bici. Ir sola, al sol, el aire revolviendo el
pelo.
Llegué a Moldes, dejé
la bici en el garaje, me desinfecté, y volví a salir, con el carrito de las
compras a cuestas. Un supermercado chino, otro, el Carrefour, el Día. Volví y
Erne estaba con su bici en la puerta.
Papá le dijo a Erne hoy
sos el invitado, aso yo. Hace años era papá el asador, siempre. Después, no sé
en qué momento preciso, cambió, y si estaban los dos, la tarea era de Ernesto.
Papá hacía el fuego a veces, sólo el fuego, y en general se había movido al
lugar del que trae el vino y hace los tragos. Esta vez declaró sos el invitado
y Erne se sentó.
Nos tocó el mejor día
del otoño. La temperatura ideal, nada de viento, sol. Una luz maravillosa sobre
las tipas y los jacarandás y los liquidambar de esa calle. Las vías enfrente, el
cielo azul con alguna que otra nube algodonosa a lo lejos. Silencio y quietud,
una placidez de asado de domingo en familia.
Hablamos de series, de
películas, de actores y actrices (de Jeanne Moreau y Rita Hayworth, de Charlize
Theron y Meryl Streep, de John Cazale, Christopher Walken, de Al Pacino y
DeNiro, de Laura Linney), de la pandemia, de personajes de la historia que
nunca ninguna película o serie retrata de manera amable (Nixon, por ejemplo).
Hablamos de presidentes gringos impresentables, del conflicto en Palestina, de
lo imposible de entender que nos resulta.
Hablamos y comimos
asado de tira y bifes anchos.
Y cuando terminamos de
comer e Hila se había ido a dormir la siesta, nos acomodamos los tres restantes
donde el sol da en la cara y nos quedamos conversando, sin apuro, sin preocupaciones,
disfrutando de ese aire tan limpio, de la luz de otoño cuando el sol se pone,
del simple estar ahí, juntos, los fantasmas alejados por la mera presencia del
otro, con la vida como siempre. O quizás con una nueva vida, distinta del todo
de la de antes, pero con el mismo querer.
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