Ayer me teñí el pelo.
Me había comprado una cajita, con el color que, supuestamente, es el mío. Me
dejaba las canas para darle a mi pelo un respiro de los químicos a los que lo someto
en condiciones normales. Me dije cuando tenga que salir de nuevo al mundo
quizás lo haga canosa. O no. Por eso, por si acaso decidía seguir engañando al
paso del tiempo, tenía la caja. Después de verme en el espejo a la mañana,
decidí que al menos podía evitar la mezcla de colores. No puedo hacer nada
contra la mata deforme que tengo. Si estuviese largo, podría cortarlo. Pero no
me animo a meter la tijera. No sé cómo se soluciona tener el casquito de George
Best. Pero sí el color. Así que a la noche, antes de la ducha, me teñí.
Después, mirando O negocio, una serie brasilera sobre la
vida de tres mujeres que ejercen la profesión más vieja del mundo, una serie de
la que vi las primeras temporadas en Rodeo y que me encantaba, me pinté las
uñas. No me las pintaba por el mismo motivo por el que no me teñía. Estaban
bien mis uñas, pero me aburría a morir de verlas tan pálidas.
Hoy me levanté a las 8.
Trabajé hasta las 11. Y a las 11 bajé a mi cuarto a vestirme con ropa que no
fuesen pantalones manchados de pintura, camisetas deformes, sweaters
deshilachados, ni zapatillas sin cordones (originalmente llevan cordones, pero
las uso sin, como si fuesen unas pantuflas aptas para cruzar mi patio, para
subir escaleras e ir a la terraza).
Hoy, por algún motivo,
mi cabeza estaba llena de ilusión.
Me puse unos pantalones
nuevos, usados una o dos veces nomás. Un pullover casi nuevo y que me encanta.
Me puse los borcegos con plataformas. Metí en una cartera más linda que útil
las bolsas de las compras y la billetera. Entré en el baño y me maquillé. No
como Pris. Pero decidí que me iba a delinear los ojos. Decidí combatir el
anonimato al que me destina el barbijo con los ojos bien negros.
Hoy era un día para
anteojos de sol. Me dije me voy a arrugar entera de tanto entrecerrar los ojos.
Me dije no me importa, porque se me empañan los vidrios.
Salí a la calle.
Justo en la puerta me
crucé con un siberiano gigantesco que casi me tira al piso con su entusiasmo. Perdón,
es cahorro, me dijo el humano que lo acompañaba. El siberiano quería jugar
conmigo. A mí me habría gustado jugar con su amigo humano. Pensé eso y sonreí,
debajo del barbijo, y le dije está todo bien y el humano se me quedó mirando y
me pareció que sonreía. Me pregunté si eran los ojos negros que no son como los
de Pris. O si vio mi sonrisa por debajo del barbijo. O si el amor de su perro
lo hizo mirarme.
Seguí caminando y
sonriendo debajo de mi barbijo horrible.
Caminé mucho más que
500 metros. Y estuve afuera de mi casa más de una hora.
Iba sin Niqui. Me miró
con desconcierto cuando agarré las llaves y no le dije “¿vamos?”. Últimamente
siempre le digo vamos cuando agarro las llaves.
Yo me iba de shopping.
Pensaba entrar en lugares donde no hay postes amables donde atarla, ni veredas
cómodas.
Así que caminaba a mi
ritmo, tranquilamente, taconeando con mis plataformas sobre las veredas.
La lista del shopping
consistía en algodón, crema para el cuerpo, tanza, anilina (si encontraba) y WD40.
El cielo impecable, sin
nubes. Un sol fuerte todavía, el aire seco, mi pelo negro.
Llegué a la avenida y encontré
una bicicletería abierta. Hice la cola para averiguar sobre cadenas y candados.
Me gustó una fucsia. Pero yo no tenía efectivo, y ellos no tenían débito.
Hice otra cola en
Farmacity, al sol, sobre la avenida.
Vi muchos autos
pasando, mucha gente caminando. Vi, desde esa esquina, la librería/papelería
atendiendo desde una ventana. También el vivero y me dije después paso, por si
tienen rosales.
En Farmacity me compré
un objeto que siempre me llamó la atención. Un rizador de pestañas. Imprescindible
para ganarle a las plagas de este mundo. Eso me dije, riendo, cuando lo metí en
el canasto. Uno de estos días busco un tutorial y aprendo a usarlo.
Después entré en una de
las ferreterías, donde solamente conseguí el W80. Ahora se llama así. No es
Penetrit, ni WD40.
En una tienda de
electicidad me compré un enchufe triple.
Seguí caminando por la
avenida, debía ir al banco a conseguir efectivo para pagarle el arreglo de la
lámpara a San Jorge. Y porque además me va a hacer otros arreglos, uno de estos
días.
Me llamó la atención un
cajón de papayas, ahí, en la vereda, en una verdulería a la que nunca voy
porque no me queda de paso ni cerca. Le pregunté al verdulero, con toda la
emoción del mundo por irme a mi casa con una papaya en la cartera, y el tipo me
dijo que estaban horribles.
Entonces volví a
caminar, siempre por la vereda del sol, tranquila, mirando los barbijos de la
gente, los inventos de algunos, inventos afortunados a veces, otras veces unos
objetos más parecidos a vendas para momificar.
En el café Havanna de
la esquina de las dos avenidas estaban atendiendo desde una ventana
improvisada. La promoción decía 2x1 en todos los productos tradicionales. Pensé
me llevo dos de cada uno de los alfajores. Pero la cola de 6 personas me sacó
el entusiasmo.
Me quedaban dos cuadras
para el banco y en la mitad de una encontré un local de ropa abierto. No
abierto del todo. En la puerta habían cruzado una mesa y parecía el mostrador
de una joyería. En exposición: barbijos de tela, de todos los colores. Me puse
contenta y me compré uno negro con lentejuelas.
Finalmente llegué al
banco y después de hacer cola y sacar efectivo me dije ahora voy por la vereda
de la sombra, y paso por el vivero, y por la bicicletería. Pero ya habían
cerrado así que se terminó la mañana de shopping.
Caminé, entonces, de
vuelta a casa. Todavía sonreía.
No era solamente el
humano que había adivinado mi sonrisa atrás del barbijo, ni el atracón de
compras consistentes en algodón y enchufe, rizador y barbijo con lentejuelas.
El sol ayudó, sin
dudas.
Pero, más que nada,
ayudó el ruido humano, ese que normalmente me agobia. Los autos, los
colectivos, la gente hablando por celular a los gritos mientras camina.
Lo que me pasó hoy,
creo, fue que, por primera vez desde que empezó el encierro, no me siento tan
fuera de lugar en el mundo que habito. De alguna manera –aun con un barbijo
enorme y feo, con las manos llenas de alcohol en gel (me quedé sin guantes),
con la cabeza repitiendo no te lleves las manos a la cara, no te lleves las
manos a la cara, no te acerques a la gente, no dejes que se te acerquen, no te
amontones con humanos, esquivá los lugares donde se amontonan, siempre
diciéndome no debo hacer un montón de cosas que habitualmente hacía– me acostumbré.
Hoy no me sentí una IA
tratando de pasar desapercibida en un mundo que quiere mi extinción.
Todavía no sé bien
porqué. Pero así fue.
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