El electricista, en
adelante SAN JORGE, llegó, puntual, a la 1. Con un barbijo pequeño, rígido. Me
dijo me gusta más el tuyo, pero se me empañan los anteojos. El mío tapa la
mitad de la cara, pero dicen que se respira mejor. La verdad, se respira como
el culo y hoy a la mañana descubrí que no es amable con los aros –lo de los
anteojos empañados ya lo había descubierto en la primera salida. El de él,
después me mostró, le deja marcas en la cara porque debe estar ajustado.
Yo le había contado el
problema, escuetamente, por teléfono. En la puerta precisé: idas y venidas, térmicas,
disyuntores, enchufes.
Ahí nomás en la entrada
subió la térmica rebelde, y escuchamos
la explosión. Dijo está por acá, más o menos en la mitad del pasillo. Pero
vamos a hacer unas pruebas primero.
Lloviznaba en ese
momento. Nunca, en toda la mañana, dejó de caer agua. Yo me inquietaba. Mirá si
se electrocuta.
No hacía mucho frío,
pero el aire estaba hostil, los pisos mojados, todo lleno de charquitos.
Soplaba viento, supuse
que este, noreste, sudeste. Alguna de las combinaciones con el este, agua como
peste. No le consulté a mis informantes. No quise saber que además de no tener
luz era un día perfecto para navegar. Intenté consolarme diciendo con
relámpagos no se navega. El consuelo ayer se me hacía inalcanzable.
En casa San Jorge fue
derecho a la caja, a hacer unas pruebas. La caja está en el patio, debajo de la
escalera, así que está resguardada de los elementos, pero yo lo perseguía a él
con mi paraguas y trataba de taparlo. No me importa mojarme, me dijo. Yo le
contesté que se iba a enfermar. Me preocupada que se electrocutara y si bien
era él el electricista, es decir la persona que mejor sabía de los dos los
riesgos de jugar con cables y agua, no quise decirle que ése era mi miedo y no
un posible resfrío.
No está en la casa el
problema. Dijo eso y preguntó por una escalera. No tengo, pero le puedo pedir a
Hugo. Y Hugo, que es siempre el vecino más molesto, más chusma, más invasivo
del mundo, también es de esos vecinos que tiene todo y presta todo, así que
repreguntó: ¿pequeña, mediana o grande? Pequeña, es para ver el farol del
pasillo, el que está desprotegido. Nos dio la escalera y habló un rato con el
electricista. Hugo siempre quiere hablar, siempre quiere opinar, y siempre
tiene razón (él, al menos, está convencido de eso).
Llevamos la escalera al
lugar donde estaba la lámpara y empezó a caer más agua, con más fuerza. Nos
metimos en casa, nos quedamos en el patio, pegados a las paredes, donde hay
techo, y conversamos. Me contó de su perra Amy, y yo estoy segura de que la
conozco de la plaza, hablamos de Niqui, que le olía los pies, le apoyaba las
patas empapadas en los pantalones y él le rascaba el cuello. Me contó de sus cuatro hijos. Me contó que ya
el mes pasado les tuvo que pedir plata. Mi mujer no estaba trabajando, dijo. No
me dieron el subsidio, la cosa está complicada. Se había levantado a las 4 de
la mañana por el enrosque, ¿viste? Me despierto y le doy vueltas y más vueltas.
San Jorge no se
quejaba. No había nada en su tono de voz que indicara su angustia, ni sus
problemas. Me dijo en este país me acostumbré a las malas rachas. Esta es más
curiosa nomás.
La lluvia amainó y
salimos al pasillo. Yo llevaba el paraguas, pero no podía taparlo cuando él se
subió a la escalera, así que lo dejé colgado en mi patio y fui a hacerle de
ayudante. Sostener tornillos, las partes de la lámpara, ir a buscar a su bolso
(lo había dejado adentro) el alicate, o el otro destornillador. Él tenía botas
de lluvia, yo tenía botas de cuero y sentía cómo la humedad se iba colando en
mis pies. Me mojaba el pelo, se me enroscaban los remolinos del flequillo, mi
pelo está más deforme que nunca.
Sacó todo el artilugio
y empezó a tirar de cables y a mirar y los dos ilusionados con solucionarlo ya
al problema. Pero no estaba ahí. No había ni un solo cable pelado, no había
señales de algo quemado.
Volvió la lluvia
torrencial. Volvimos al patio.
Me contó de su gata, le
conté del gatito gris que hace unas noches asomó su cabeza, sólo la cabeza, por
la puerta del living, mientras yo miraba tele con Niqui a upa, profundamente
dormida, y de repente miré hacia la puerta, y vi su cabeza de gato gris, ojos
celestes, mirando con curiosidad hacia adentro. Esa noche me sacó una sonrisa enorme
el gato descarado.
Me dijo que Amy juega
con Vader, el perro rojo de la plaza.
Salimos al pasillo.
Desarmó otra caja. Tampoco era esa. Intentamos ver de dónde salía,
específicamente, el ruido a explosión. Pero de repente ni siquiera hizo ruido.
Mm, dijo, quizás se quemó también la térmica. Yo hacía cuentas en la cabeza, le
pregunté si era fácil conseguir una por el barrio, me dijo en casa tengo, te
presto, para al menos dejarlo hoy funcionando.
Lluvia fuerte. Patio,
otra vez. Me preguntó por el nombre de Niqui. Si se llamaba así o era el
diminutivo. Le dije el nombre es Niquivil, como un pueblo cercano a Rodeo donde
siempre te para Gendarmería y donde no zafan ni los portadores de tablas ni los
portadores de rastas. Es el control más temido de los fumones. Es el control
donde Lucila, con su pelo rubio, sus piernas largas, y sus maravillosas tetas,
pidió ir al baño. Dice la leyenda que el gendarme no salía de su asombro ante
el pedido, pero que, obviamente, no se pudo negar.
Entonces dejó de
llover. El aire seguía tan cargado que parecía mojar, pero no caía agua. Me
dijo vamos a hacer un intento más con la térmica de afuera. Él se quedó a mitad
del pasillo, y yo la subí. Subió, se prendió la lámpara donde pensábamos que
estaba el problema, parecía que, mágicamente, todo se había solucionado, y de
repente algo empieza a chisporrotear y finalmente la explosión. Era el sensor fotoeléctrico.
Se supone que es para exteriores, que no tienen problemas, pero estaba caído,
patas para arriba, le había entrado agua. Olía a quemado cuando lo sacó.
Dos horas más tarde,
San Jorge se fue y me dejó con la casa funcionando y un agradecimiento eterno.
Me cobró muy poca plata y le pedí presupuesto para la lámpara de pie –por muchos
tutoriales que mire, los cables y yo no somos amigos. Se la llevó, me dijo
total estoy a dos cuadras y salgo con Amy todas las mañanas, te la traigo en
estos días si el presupuesto te conviene. Me la trajo esta mañana, me pagás
cuando quieras, dijo. Porque yo le había dicho que quería esperar a cobrar algo.
Se fue y yo estaba
hambrienta. Podría haberme preparado una ensalada, algo rápido. Pero quise
comer con un poco más de onda. Hice unas empanadas de queso y huevo y me senté,
en mi living iluminado, a comer frente a la tele. Después subí y transcribí lo
escrito a mano. Más tarde leí, tejí, y seguí leyendo.
No sé si fue el inmenso
alivio de tener luz a un costo menos alto del imaginado, y de no haberme pasado
más de ocho horas sin luz. O el fin de la lluvia, y de la tormenta y todos sus
monstruos.
Me fui a dormir sin
problemas y hoy me levanté sin problemas, después de casi siete horas seguidas.
Los insomnes creemos que siete horas es un lujo asiático.
Me levanté y adoro el
sol, y este cielo despejado.
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