Una tormenta como
corresponde. Agua y más agua cayendo. Truenos. Relámpagos. Oscuridad. Hay
sonidos sin fin de la naturaleza. Una maravilla espectacular.
Eso pensé al abrir los
ojos. Recordé el amor por las tormentas cuando era chica. Recordé el desamor
después de una tormenta en Tigre, un viento que llevaba, lluvia, inundación, y
al día siguiente ser testigo de los destrozos –árboles rotos, ramas caídas,
motores quemados, patios mugrientos, ratas. Como todas las pasiones, ésta
también se cobraba su precio.
Con el tiempo el desamor
se diluyó un poco, y volví a disfrutar de las tormentas, aunque siempre con un
dejo de desasosiego. Hay gente muy consciente de la destrucción causada por el
viento y el agua. Hay gente que lo ignora. Ningún navegante ignora el poder de
esas dos fuerzas combinadas.
Pensaba eso, y que
escribiría y leería todo el día, tranquila, con esa tormenta tan sonora, cuando
al entrar al baño descubrí que no tenía luz.
No hay luz, el mundo
está oscuro a pesar de que ya son las 8.30 de la mañana. Ni luz para ver bien, ni
internet, ni televisión.
No sería tan espantoso
si al menos la oscuridad no fuera amenazadora. Estoy en el lugar más luminoso
de la casa y aun así es oscuro. Tampoco me volvería tan loca si no tuviese el
freezer lleno de comida. Nunca tengo tantas cosas en el freezer –es sólo en
estas épocas, porque no se puede salir, y salgo poco y compro para toda la
semana.
Tampoco ayuda que desde
hace años solamente escribo en computadoras, con teclados amables. Seis
párrafos y ya me duele la mano. Yo solía tener un callo en el dedo mayor de la
mano derecha, justo al lado del comienzo de la uña. Era en los tiempos en los
que no usaba computadora. Hace mucho que no lo tengo. Los callos de mis manos,
ahora, son de agarrar la botavara. Son callos de los que mi ex se quejaba, el
huevón, porque lo “raspaba” cuando le daba la mano. Después de la separación,
me hice un auto regalo de divorcio. Me compré una tabla de windsurf. Y amo los
callos de mis manos. Cuando las tengo suaves es porque hace mucho que no
navego. Entonces desprecio esa suavidad.
Hablo con Edesur. En realidad,
marco números en el teclado y me habla una máquina. Sé que no es un problema de
ellos. Es la térmica del pasillo. Es mi casa. Mi responsabilidad.
Hablo con el único
electricista que conozco, y en realidad no lo conozco. Me pasaron su contacto
en verano, cuando yo quería arreglar la lámpara para la que vi un millón de
tutoriales y a la que todavía no me le animo, y para que chequeara una tecla
del baño que se resiste a veces, y nunca coincidieron nuestros horarios.
Sí, está activo, sí,
tiene permiso. Pero está en San Fernando y su auto está roto. Me cuenta del
hombro de su madre. Me cuenta de su auto. Yo, como siempre, demasiado amable
para cortarle y decirle man, me quedo sin batería en el teléfono. Pero mi
amabilidad garpa, o eso quiero creerme cuando, al fin, me dice que me va a
pasar el contacto de otro electricista del barrio, el contacto de Jorge, que
quizás él pueda venir.
Llamo a Jorge. Jorge
puede. Jorge viene después del mediodía, dice, y yo estoy al borde del llanto
de la emoción, de la angustia contenida. Le digo del freezer, le digo de la
oscuridad. Le digo un montón de cosas que no solamente no necesita saber para
arreglar mi problema sino que además estoy segura de que las sabe mejor que yo.
Y para confirmar eso me dice “y además, nena, sin Netflix en este momento y con
este día…” Me hace reír. O quizás es una risa nerviosa.
Ahora toca esperar. .
Cae y cae agua y yo
trato de figurarme que vivo como en los tiempos de la colonia. Tengo velas.
Cuando llegue la noche podré seguir escribiendo o leyendo a la luz de las
velas.
Podría leer ahora. Podría
relajarme. Pero no. Claro que no. Escribo para escaparle a la desesperación.
Estoy por bajar a
hacerme un café, pero de repente llueve más, mucho más. Las gotas engordaron y
caen con más fuerza. Suenan truenos. Uno atrás del otro. Miro el piso de la
terraza. Las gotas hacen globitos. Mi abuela Elvira decía que si hacían
globitos significaba que seguiría lloviendo.
Sería feliz si tuviese
luz. Eso me digo. Hasta que me doy cuenta de que hace 41 días que tengo luz en
esta casa –antes tenía, también, en la cabaña que me había alquilado para las
vacaciones que interrumpí para encerrarme acá, más cerca de todos, en mi casa.
Y que si bien nunca ha llovido con tanta intensidad, sí ha llovido. Seguro que
me habría preocupado por el olor a perro mojado que dejaría Niqui en sus
entradas y salidas. O por el malvón con esa maceta que drena tan mal. O,
simplemente, porque no fui feliz los últimos 40 días.
Quizás debería haberlo
sido.
¿Cuál es la diferencia
entre ser una agradecida de la vida y una esquizofrénica?
¿Cuál es el límite
entre la eterna insatisfacción y una ligera insatisfacción antes los problemas
reales?
A pesar del encierro,
¿no tendría que al menos haberme sentido satisfecha de tener una heladera
llena, luz para ver y calentar, internet y cable?
¿Es la mera satisfacción
suficiente para la felicidad?
Amaina un poco y bajo a
hacerme un café. Niqui me sigue. Ella siempre está cerca. Ella nunca duerme en
su cucha de abajo si estoy arriba. Subo con tres galletitas. Una es para ella.
Le gustan las galletitas de cereales con semillas.
La pava eléctrica no es
absolutamente necesaria. Me hago un café instantáneo con agua que caliento en
un cacharro. Igual puteo.
En una hora viene el
electricista. Falta una hora. No más. Y de nada sirve preocuparse por los
repuestos que necesite y quizás no se consigan en el barrio. O por la plata que
no sé si me va a alcanzar. Me digo iré al cajero. Me mojaré, pero si tengo luz,
quizás hasta lo disfrute.
La lluvia aumenta.
La lluvia amaina. Pero
el mundo se ha oscurecido un poco más. Me había puesto a leer. Pero he parado
porque debía forzar la vista para ver las letras. Escribir cuesta menos. Lo hago
de memoria. Después me costará entender las palabras. Me cuesta cuando escribo
normalmente –así de horrible es mi caligrafía. Pero el acto, con poca luz, es
posible. Hojas blancas, lapicera negra, letras grandes.
Suena el teléfono y veo
que es él, Jorge, el electricista.
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