Pensando en la lluvia
de París, recordé París. Me dieron unas ganas, dolorosas de tan fuertes, de volver a caminar
por las calles de esa ciudad que nunca entendí pero que amé con una fuerza
inusitada.
Y en algún momento de
mi ataque de nostalgia parisina, vino a la memoria mi amiga Hana, una bosnia a
la que conocí el primer día de clases en el 101 del Boulevard Raspail.
A lo largo de los años,
la busqué en Facebook e Instagram, a veces en otras páginas. Aun sabiendo
perfectamente que su nombre tiene una sola “n”, lo busqué con dos. O con una h
al final. Por si acaso. Nunca la encontré. Antes de ayer se me ocurrió googlear
su nombre, y ver qué aparecía –alguna vez lo había hecho, y aparecían las
mismas Hanas de Facebook que no eran ella, o textos, textos publicitarios, o de
diarios y revistas, sin fotos, escritos en bosnio. Y, así de la nada, apareció
una foto. Pasaron 20 años y podría dudar, la Hana de la foto tiene unos
anteojos grandes, de marcos negros, y la Hana del año 2000 no usaba anteojos. Pero
no dudo. Es ella, al lado de su padre, el pintor Safet Zec.
Y recuerdo que en esos
últimos días en París me perseguía el hecho (me sigue persiguiendo) de deberle,
encore, una pinta de cerveza.
La última vez que nos
vimos fue el 21 de marzo del año 2000, el día del comienzo de la primavera en
París. Hacía un frío de muerte, como todos los días desde nuestra llegada, pero
había un sol maravilloso. Hana y yo decíamos que en París había sol un día y
medio por semana de promedio. Entonces nos fastidiábamos cuando, estando en
clase, las nubes se iban, porque sabíamos que estábamos perdiendo un tercio del
sol semanal.
Ese día salimos de
clase y nos fuimos a Belleville en metro. Nos conseguimos una pizza, unas latas
de Pepsi, y nos instalamos en el Parc Belleville. Después de comer y de
deambular por el parque, es un parque con escalinatas, nos fuimos caminando
hasta la Place de la Bastille, donde todos los parisinos estaban sentados en las
mesas de las terrazas. Hicimos lo mismo. Nos tomamos una pinta de Kronenbourg y
cuando llegó la hora de pedir otra, yo me había quedado sin efectivo. Hana
invitó, y acepté, claro, nos veríamos en clase al día siguiente. Nunca más la
vi. Ni supe de ella.
El primer día de clases
se había sentado al lado mío. No era la única silla disponible. Eligió sentarse
a mi derecha. Así fueron todos los demás días.
Me pregunto por Hana.
En realidad, me pregunto
qué hago ahora que tengo una dirección de mail de la editorial de catálogos y
arte, fundada por ella y su marido, un tal Federico. Después de mucho buscar en
links y más links, de incluso leer una entrevista traducida por Google del
bosnio (una traducción claramente incomprensible), y acercándome de a poco a
páginas en francés, logré finalmente saber algo de ella.
En esa entrevista dicen
que vive en París, que está casada, que tiene hijas. ¿Cuántas posibilidades hay
de que ese Federico no sea el mismo del que vi una foto hace 20 años?
Tengo una dirección de
mail de esa editorial. Seguramente ella no lee esos correos. Pero podría
escribir igual, un mail informativo, formal, pasarle mis datos, pedir los de
ella, de la misma manera que Rodrigo, el amigo brasilero de Ernesto, llamó al
estudio del Pancho una vez.
Podría.
Saco de la memoria
imágenes de ella. De nuestra vida en París.
Fuimos a ver Le dernier métro al cine de la Alianza.
Fuimos con Ernesto esa vez. Él y yo habíamos estado, antes, en el Museé
d´Orsay. Y a la salida nos sentamos los tres en un café y Hana y yo pedimos
chocolate caliente, y Ernesto una cerveza.
En un teatro pequeño y
viejo, muy prolijo, tan chic, vimos La
chambre bleu, con Daniel Auteuil. Me puse los zapatos forrados de raso que
había llevado, por si acaso los necesitaba, en mi mochila de mochilera. Fue la
única vez que los usé. Tenía una falda negra y mi tapado negro. Estábamos
solas, y a la salida nos tomamos una media pinta de cerveza (un demi) porque se acercaba la hora de
cierre del subte y al día siguiente había que ir a clases.
Una noche fui a comer a
su casa. Vivía en un departamento de un ambiente en el barrio de la Ópera. Un
departamento de una amiga de su familia. Se lo habían prestado, Hana se
quedaría en París dos meses, o tres, o más. Me preparó una pasta maravillosa
que el padre le había llevado desde Venecia, donde vivían, tomamos chianti,
fumamos hachís. Me mostró unas fotos del novio Federico, un italiano, y el
catálogo del trabajo que hacía. Hana era diseñadora gráfica.
Conversamos
durante horas y en algún momento me fui. Yo, que no entendía París, ni conocía
a los parisinos, caminando desde lo de Hana, tuve esa noche –helada, húmeda,
las calles desiertas, el metro cerrado– el deseo de vivir en ese momento
siempre, incluso en esa ciudad que me resultaba inasequible. Nunca pude
describir (sigo sin poder hacerlo) el fotograma del instante en que vislumbré
una belleza cegadora. No sé si era la luz que había en ese barrio. Si los
edificios. O las calles adoquinadas. O si fue el hecho de haber comido en casa
de una amiga que vivía sola –ella tenía dos años más que yo, pero yo habitaba
todavía un mundo de padres y hermanos, nadie tenía casa propia, nadie llenaba
su propia heladera. No sé qué fue. Sé que el encantamiento duró toda la
caminata, y que si cierro los ojos y convoco la imagen, siento todavía resabios
de ese encantamiento. No tiene nombre, pero sonrío.
Pasamos muchas tardes
caminando por la ciudad, nos sentamos en cafés a comer al mediodía, o a tomar
chocolate caliente a la tarde –algunas veces una cerveza. Nos reímos
preguntándonos, en el café Procope, si de veras esa mesa había sido usada por
Voltaire, y comentamos la locura de las liquidaciones en las Galeries
Lafayette.
Hana hizo que por
primera vez entendiera que el horror no se describe mencionando al horror. Me
estaba contando de su perro amado. El bicho se había perdido cuando empezaron a
caer bombas. Se asustó, enloqueció y se fue. Un día lo encontraron. Había sido
entrenado para detectar bombas. Fue lo único que me contó de la guerra en
Sarajevo. Eso, y que desde 1992 vivía con su familia en Venecia.
¿Cómo me veía ella
entonces? ¿Cómo me veía yo, en esa época, a los ojos de los demás? Sé que yo no
me hacía esas preguntas. Sí me las hacía con respecto al otro, y Hana me
parecía sofisticada. Porque el padre era pintor, porque ella se vestía bien, y
se maquillaba mejor, porque vivía sola, porque ya había trabajado haciendo algo
que le gustaba, porque tenía una seguridad de la que yo carecía, una seguridad
que no estaba llena de certezas ciegas sino de deseos con nombre y apellido.
Yo deambulaba por mi
vida con deseos imprecisos, con certezas efímeras.
Yo recién descubría que
el mundo en el que yo viviera sería un mundo que yo creara. Y ni siquiera lo
tenía tan claro. Era más bien un atisbo de la libertad, y de las consecuencias
de la libertad.
Hana tuvo gripe los
últimos días de clase. Ernesto y yo nos fuimos a Barcelona y en alguno de los
vaivenes de nuestros equipajes gigantes (libros y revistas y discos llenaban un
bolso nuevo), perdí el teléfono del departamento donde ella vivía. No habíamos
intercambiado direcciones de e-mail. Una no los intercambiaba naturalmente en
esos tiempos, porque no se usaban más que para escribirle a gente que vivía
lejos, y nosotras vivíamos cerca en París, y nos veíamos todos los días.
Tampoco habíamos intercambiado los teléfonos de nuestras casas en Venecia y
Buenos Aires.
Me pregunto si ella
reconocería en mi persona a la criatura deforme que era entonces. Me gustaría
preguntarle eso. Si algo de mí hoy se veía hace veinte años, si ha quedado
algo. Pero es sólo un momento, porque en realidad lo que me gustaría es volver
a caminar las calles de París con ella, y mirarla a ella, y sentarnos a la
tarde en un café a tomar chocolate caliente.
Me digo no le voy a
escribir.
No sé si alguna vez la
quise. Sé que la admiraba, que su presencia a mi lado, caminando por París, acallaba
inquietudes, que yo me sentía más yo con ella.
Tampoco sé si la
extrañé en algún momento.
Sé que se quedó en mi
memoria con una precisión afilada.
Y que no tengo, en
realidad, nada para decirle.
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