Terminé de tejer un
chaleco.
Justo cuando parece que
estaré en la jaula hasta el final del otoño. Lo usaré en primavera, me digo.
Me digo tendré tiempo
de podar mis plantas, de dejar la Santa Rita prolijamente pelada, sin hojas que
cubran el sol en esa parte del patio. Donde en verano se agradece la sombra, y
donde ubico, precisamente, la mesa del patio, en invierno es preferible dejar
pasar el sol.
No me va a quedar otra
que intentar arreglar el cableado de mi lámpara.
No es que me hubiese
agarrado por sorpresa, la noticia, como sí me sucedió la vez anterior. Pero de
todas maneras no puedo evitar desinflarme.
Tengo esta sensación continua
de espera. Espero a que todo se termine, a que todo se normalice. Espero para
retomar mis actividades habituales.
Además de esa espera,
en el fondo de esa espera, está el ruido constante del miedo. Hago hasta lo más
inverosímil en este personaje que soy yo (como arreglar cables) para apagar ese
ruido. Tejer y destejer, ordenar un poco, ordenar mucho, pintar muebles que no
necesitan pintura. Convocar fantasmas amigables (eso no es inverosímil) que me
hablen de otras épocas, de épocas felices. (Los fantasmas malos ni aparecen: pierden
la competencia con la realidad, y no les gusta perder.)
He descubierto que ni
siquiera es libertad lo que quiero.
Lo que de veras quiero
es mi vida de antes, igualita a como estaba.
Conocida, manejable.
Poblada de miedos e
incertidumbre, de insatisfacciones, de decepciones y desamores, de a veces un
gris tan plano.
Llena de batallas
idiotas contra enemigos invisibles.
Repleta de peleas con
los eventos más ordinarios de la realidad.
Habitada por
innumerables momentos olvidables.
Deslizándome, a veces,
por la ciudad atestada de gente y yo acompañada por una soledad pesada, casi
siempre fría, en ocasiones triste.
Perdiendo el tiempo en
naderías. O simplemente perdiendo el tiempo en la parada del metrobus.
Perdiendo la apuesta
por la escritura, como la pierdo desde hace años. Jugando igual, porque el
vicio es inclemente.
Puteando por la falta
de plata, por los arreglos de la casa. Por un par de botas demasiado caras, por
una cita de Tinder que fue un fiasco tan huevón que no da ni para un cuento.
Frustrándome, una
tarde, y otra, y otra, cuando el Sudeste sopla y no estoy en el río.
Vencida de cansancio,
en esas semanas en las que lo hice todo para tener un sábado en paz, y un
domingo de asado.
Todos los detalles,
toda la mugre, todas esas acciones iguales a sí mismas y conducentes a la nada,
las miserias propias, las ajenas.
Quiero que me devuelvan
todo eso.
Quiero mi vida.
Ya vendrá, me digo.
Y entonces vuelvo a empezar.
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