Pienso en las lluvias
de los tiempos anteriores a la peste.
En Rodeo eran una
rareza. Sucedía dos o tres días al año, en enero siempre. Eran chaparrones
violentos, el agua cayendo a chorros durante una hora, o dos. Después paraba, y
al rato todo estaba seco de nuevo. La lluvia no se quedaba en el aire nunca.
En París siempre estaba
nublado o lloviznaba. Una tarde, en una tienda cercana a St. Michel, me compré
un sombrero para la lluvia. Parecía un capricho, y eso insinuó Ernesto cuando
se lo mostré, tan ilusionada, de vuelta en el hotel de estudiantes donde
vivíamos. Lo sigo teniendo, y lo uso los días de lluvia.
En Bogotá lloviznaba o
llovía a cántaros. El verde del Parque del Virrey era espeso en las tardes de
lluvia. Los cerros orientales se escondían detrás del agua. Bogotá tenía buenos
arcoíris. Era la tierra donde habitaban los tesoros secretos. Probablemente lo
siga siendo.
En Londres me compré un
paraguas amarillo. Lo perdí al poco tiempo de volver a Buenos Aires. Nunca más tuve
un paraguas que me gustara tanto.
El que tengo ahora lo
compré al llegar de Rodeo, es fucsia y gris.
Llevar paraguas es
normalmente un incordio. Llevarlos en la cartera, o colgando de la mano, o
abiertos cubriendo la cabeza. Se es mucho más consciente de la necesidad de las
dos manos, y de ese objeto molesto ocupando una.
Pero en cambio me gusta
mirar paraguas en las veredas.
Es que la lluvia me
gusta.
Y hoy descubro algo
curioso de mi gusto por la lluvia, algo de lo que alguna vez he tenido un
indicio de esos que uno deja pasar –una suerte de susurro que llega desde el
aire, o desde muy adentro, y al que no se le presta atención.
No me gusta sólo por el
ruido que hace contra los techos de chapa, ni contra el piso del patio, o
contras las hojas de los árboles.
Ni siquiera es por el
sonido de los truenos. En Mar del Sur, los últimos años, se me dio por contar
los segundos entre los relámpagos y los truenos. Para saber cuán cerca caen los
rayos. Eso me digo, pero no tengo la menor idea de cómo se mide.
Tampoco es esa limpieza
flotando en el aire. O la sensación, tan suave a la piel, de ese aire húmedo. O
la limpieza de las calles y las veredas, donde una buena lluvia arrasa con el
polvo, las meadas de los perros, incluso los soretes que no han sido levantados.
Hay algo de desafío, o
de aventura, en la lluvia. La lluvia no deja indiferente. No se llega a la
oficina en estado de abulia y aburrimiento cuando llueve.
Hay que saltar charcos,
tratando de no pifiarle al cálculo y meter el pie derecho en la parte más
honda. Debo estar atenta al auto ese, tan rápido, tan ciego, y esquivar la
salpicadura alejándome del cordón, tratando de no llevarme a nadie por delante
cuando reculo de repente.
Si además sopla un
viento fuerte, de costado, es necesario encontrar el ángulo preciso del
paraguas, el punto justo para que al mismo tiempo de cumplir la función de
taparme, no se dé vuelta y se vaya volando.
Me he quedado parada en
esquinas con techo –a veces esperando una de esas pausas que conceden las
tormentas, a veces mirando, fascinada, pequeños ríos en los bordes de las calles.
He decidido seguir
adelante, y llegar a destino chorreando agua, las medias empapadas, el frío en
los huesos.
Tampoco hay abulia al
llegar a casa atravesando la lluvia. Dejar el paraguas colgado afuera, para que
chorree tranquilo en el patio y se seque un poco. Sacarme el calzado ni bien
entro a la casa, para no dejar el piso de madera marcado, para no ensuciarlo,
para seguir manteniendo el refugio seco y limpio. Cambiarse por ropa seca y
cómoda, a veces ducharse para quitarle a los huesos esa humedad helada. Y entonces quedarse
adentro, respirar hondo, y escuchar aliviada el ruido de afuera, el caos del
que ya no hay que escapar.
La lluvia ofrece un
sucedáneo de pelea contra la naturaleza que normalmente nosotros, las ratitas
de ciudad, no enfrentamos nunca.
Se siente heroico
llegar a destino. Y es un lujo poder quedarse en la cueva.
Hoy me despertó el ruido
de la lluvia. Y a pesar de no haber sorteado obstáculos, de la ausencia de
heroísmo, fue un privilegio leer con esa música de fondo.
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