Quizás fue la
influencia benigna de San Jorge, me dije en algún momento.
El día más espantoso,
el de la lluvia sin luz, no terminó mal. No fue un día alegre, ni feliz. Pero
no me fui a dormir con la sensación de odiar al mundo por malo, hostil y feo.
Ni odiaba, ni estaba desanimada. Un poco cansada, nomás. Acaso triste.
El día siguiente
amaneció con un sol que rajaba la tierra, una temperatura amable, el aire seco.
Hice a la mañana todo el trabajo de la oficina que no había hecho por la falta
de luz el día anterior, puse ropa a lavar, barrí la terraza. Después de comer
seguí con la limpieza de todos los rincones. El viento había llevado flores
caídas de la Santa Rita a lugares insólitos como debajo de mi cama. Barrí, pasé
el trapo, limpié la cocina.
En condiciones normales
de presión y temperatura, como decía la profesora de Química del colegio, si me
hubiesen dicho que me pasaría el día trabajando y limpiando, me habría deprimido.
No conozco a nadie a quien le guste limpiar. Hay a quienes les molesta menos,
otros que detestan la mera palabra. Recuerdo decir una noche que lo que menos
me molestaba era limpiar vidrios y justo eso era algo que prima Ani detestaba. Todos
queremos la casa limpia. A algunos les gusta más limpia que a otros. Pero nadie
dice con fruición y embeleso “¡tengo un maravilloso día de limpieza por
delante!”
Esa misma noche me teñí
el pelo y me pinté las uñas. Y ayer salí con toda la ilusión del mundo a
comprar aceite para los goznes de las rejas. No me iba a comprar una cartera
Prada, ni un vestido para la mejor fiesta del mundo. No iba a la librería a
llevarme cinco libros. Iba a la ferretería y a la farmacia.
Googleo San Jorge. Ah,
sí, me digo, es el de la cruz esa, roja, de una de las banderas de Inglaterra.
Es el santo guerrero, es el que mata al dragón. No parecería combinar mucho con
quedarse en casa y sentirse un héroe mirando Netflix y comiendo alfajores. Un
guerrero. Jorge de Capadocia era. Linda Capadocia. Muy linda. ¿Será que es el santo patrono de los que
batallamos con los molinos adentro de nuestras casas?
Nunca tuve un santo
preferido. Sé que el de mi abuela Elvira, el de las tías, era San Antonio,
patrono de los matrimonios y al que se le pide un novio. Dice Google que el 13
de junio hay que comprar una imagen y pedirle un novio. Dice Google que en
algunas partes de América las chicas lo ponen patas para arriba al pobre santo cuando
el deseo no es concedido.
La primera vez que
estuve en Barcelona, salí con Conga a caminar por la ciudad. En la catedral
ella le prendió una vela a Santa Marta. Yo no hice preguntas pero me resultó de
lo más curioso. Pensé que no había santos preferidos en la generación de ellas.
Busqué, también, en Google. Aparecieron las playas de Colombia. Recuerdo Santa
Marta, el agua, a una colombiana diciendo que estaba movida, el Chino y yo nos
miramos, el agua parecida estancada de tan quieta. ¿Qué le pediría la tía Conga
a Santa Marta por aquellos tiempos?
No creo en santos, ni
dioses.
Sin embargo, sí
entiendo que las fantasías mueven el mundo. O quizás no tanto como el mundo,
pero sí ponen en marcha muchos motores.
Cuando ayer le respondí
al Pancho porqué salía maquillada y con plataformas, le dije que porque me iba
a encontrar a Ryan Gosling en el camino. No había chances de que eso sucediera.
Pero mirá si sí sucede, y yo con estas mechas. Salí con la fantasía de que algo
sucedería. No pasó nada, excepto el humano acompañando al perro siberiano
gigantesco, un humano que se fijó en mí. Eso es tan pequeño que ni siquiera
cuenta como suceso. Eso ni siquiera cambió el destino del día. Yo ya lo había
cambiado, saliendo de mi casa con ilusión. No lo cambié porque me maquillé, ni
porque tuviese el pelo sin canas. Lo cambié porque se me ocurrió que el día
sería bueno.
¿Cómo funciona eso? No
tengo la menor idea. Ya escribí que la igualdad de los días anulaba la ilusión.
Ayer, por ejemplo, si hubiese sido un 30 de abril común y corriente, yo habría
estado de lo más contenta pensando que era el último día de la semana, que
tendría tres días de no ir a trabajar. De hecho, el mismo lunes 27 lo habría
empezado con más ilusión que el resto de los lunes: sería una semana de trabajo
corta, seguida de un fin de semana largo. Los fines de semana largos siempre estaban
llenos de fantasías. Asados, o fiestas, o simplemente leer hasta quedarse
bizca.
¿Por qué ayer tenía más
ilusión que otros días?
En O negócio (la serie brasilera sobre tres prostitutas) una de las
chicas dice que lo que venden es fantasía. Los manes las contratan para fiestas
de despedidas de soltero y ellas se visten de egipcias, porque eso eligieron
ellos, entonces una es Cleopatra, la más deseada.
Nunca entendí los
fetiches sexuales habituales. La única vez que fui a un club de strippers para
una despedida de soltera estaban todos vestidos de hombres con uniforme.
Bomberos, marineros, policías, soldados. En esos tiempos, o en ese club, ni
siquiera bailaban bien. Y ninguno tenía el carisma de Mathew McConaughey.
En otro capítulo, más
adelante, otra le cuenta a una amiga no prostituta que lo que los hombres
quieren, el secreto mejor guardado de la prostitución, es que lo que los
hombres quieren en realidad es cariño,
cariño sin ataduras, afecto sin responsabilidad. Otra fantasía.
En el primer libro de
Harry Potter, Harry se encuentra un espejo. El espejo de Erised. En el marco de
arriba del espejo están grabadas las palabras “Erised stra ehru oyt ube cafru
oyt on wohsi”. Hay que leer las letras al revés: “I show not your face but your
heart´s desire”. Perdón, no lo tengo en castellano. La traducción es “No
muestro tu cara sino el deseo de tu corazón”. Harry se mira en el espejo y ve a
sus padres, muertos hace diez años, a su lado. Ron, en cambio, se ve siendo el
más destacado de sus seis hermanos. Albus Dumbledore le explica a Harry, le dice
sólo el hombre más feliz se vería a sí mismo, tal como es, frente al espejo.
Me pregunto si esa criatura
verdaderamente feliz existe. Sería una persona sin deseos en el corazón.
En una clase de
Historia del secundario, o quizás era de Cívica, una profesora nos hizo leer a
Agustín de Hipona. Otro santo. O quizás no era un texto de Agustín sino un
texto sobre un texto de Agustín. Más o menos decía que el hombre no era feliz
sin dios. La reprendieron por eso a la profesora. Era una clase de historia, no
de religión.
No tengo ningún ánimo
de despreciar la religión. No creo, carezco de eso que se llama fe. Sin
embargo, soy fan de las fantasías. Leo, todo el tiempo, historias que nunca le
sucedieron a alguien que nunca existió. Me levanto y la mera idea de que algo
suceda me pone de buen humor. Así que no minimizo el poder de la religión si la
comparo con una fantasía. Creo que las mías son más amables. No hay sistema de
premios o castigos en mis fantasías. También es cierto que no hay reglas, que
haberme portado bien no necesariamente me deja en paz conmigo misma. Hace 43
días que me porto bien, y la paz ha sido más escurridiza que nunca.
Aclaro eso para los que
puedan sentirse ofendidos, pero ni siquiera estoy pensando en dioses.
Simplemente recordé a mi profesora, y a las tías y sus San Antonios colgados en
las casas de la 22 y Mar del Sur, a la Conga prendiéndole una vela a Santa
Marta.
Pienso, simplemente, en
el sistema por el cual las fantasías existen. Y lo que significa tenerlas o no.
Creo que los budistas son los que creen, como Dumbledore, que sin deseos se es
feliz. Porque si los deseos no se cumplen, no hay infelicidad.
Pienso en el motor del
capitalismo, querer y querer y querer cosas.
Hegel decía que se
deseaba el deseo del otro.
Pienso es un embole no
desear nada, ni tener alguna fantasía. Pienso no necesariamente la frustración
me hará infeliz.
Hegel creería que lo
entendí: le doy vueltas al concepto de equilibrio. Nunca entendí a Hegel, no le
encuentro ni los sujetos a sus frases.
Siempre me he
preguntado por los augurios de Marco Aurelio. Era un hombre serio Marco
Aurelio, a mi abuelo Antonio, otro hombre serio, le gustaba. Me pregunto si
cuando veía unos pájaros, u otros, volando hacia acá, o allá, en realidad no se
aferraba a la fantasía de que ganaría la batalla y era tan fuerte esa fantasía,
ese deseo, que terminaba conquistándola –no por simplemente pedirle al
universo, sino porque en su deseo tan fuerte hacía todo bien, y no cedía al
desánimo.
O quizás, el rebote de
buen humor de estos días tuvo que ver con que le gané al obstáculo más jueputa
de la lluvia: la falta de luz ocasionada por un cable mojado.
Toda esa cosa
desafiante de la lluvia los días normales no apareció: no tuve que saltar
charquitos ni caminar por el pasillo del subte con calma porque el piso del
túnel de la estación Carlos Pellegrini tiene unas baldosas que son resbaladizas
con cualquier calzado, y son una pista de patinaje cuando están mojadas. No
esquivé la salpicadura de los autos. No volví a mi casa a resguardarme después
de haber vencido los elementos de la naturaleza.
Pero sí logré vencer
otro tipo de obstáculo. Me dejó cansada la batalla, y un poco triste. Pero
había ganado.
Y finalmente, el buen
humor puede que haya nacido de este sol que raja la tierra. De ahí la fantasía
y la ilusión de una mejora. De algo, sin nombre. Una promesa. Y con eso, sólo
con eso, sentir menos agobio.
No lo sé.
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