Me pasa otra cosa estos
días. Se me desdibuja el mundo. Y no como a Felipe, que le pasaba eso cuando
tomaba helado, o como a mí, cuando veía a un hombre que me encantaba y Georgina
se dio cuenta de que me pasaba eso, que se me desdibujaba el mundo como a
Felipe.
No es que haya algo tan
brillante que opaque el brillo del resto.
Es esta incertidumbre
de no saber cómo será todo después. Empezando por ignorar cuándo empieza ese
después. ¿Cúando volvemos a “la normalidad” ¿Seguirá existiendo, esa
normalidad, tal como la conocemos? ¿O será diferente?
Circulan fotos en
internet de animales que han recuperado territorio a los seres humanos. En mi
casa no hay más pájaros que antes. Tampoco hay más mosquitos, o cucarachas. Por
suerte, las ratas no han vuelto –hubo unos días hace unos meses en que todos
los vecinos avistábamos ratas en nuestros patios, fue una semana en la que una
tormenta había descuartizado la enredadera de un vecino y el vecino terminó
desmalezando todo su jardín –las ratas, parece, tenían su base de operaciones
en esas malezas y las desorientó la mudanza. La naturaleza no parece haber
acusado los cambios en esta zona del mundo. Pero parece que sucede. ¿Qué pasará
con los patos cuando se congela el lago de Central Park? ¿Adónde van? Lo mismo
me pregunto de los animales que de repente pululan por espacios libres de
humanos.
Pero no le dedico a eso
demasiado tiempo.
Me pregunto más qué le
pasará a los humanos cuando vuelvan a ver la luz del sol.
Cuando se enfrenten a
otras bacterias, más prosaicas y que eran normalmente combatidas por nuestros
cuerpos. O que ya no afectaban nuestros cuerpos.
Me pregunto si la
recuperada libertad nos hará abusar de ella y, por ejemplo, meternos en la casa
de los vecinos a ver si viven niños o si son grabaciones de voces de niños y en
el fondo viven allí unos viejos muy viejos, que simplemente se toman un ácido y
con esa música de niños recuerdan su propia infancia, o tienen la fantasía de
estar rodeados de niños jugando –si vamos a ir a apagarles la música y sacarles
el ácido porque así son más libres, sin las fantasías que los encadenan a lo
que no existe. La gente tiende a sentirse aún más libre cuando le enseña a otro
cómo se vive la vida.
O si vamos a atesorar
lo maravilloso que es, simplemente, elegir salir a la mañana un sábado y
caminar tranquila, haciendo compras, o ir a yoga, o quedarme echada en el
sillón leyendo. O ir un domingo a comer asado a lo de mi viejo y usar esa
libertad para preguntarle a Agus sobre la facultad y, sobre todo, para mirarla,
para tratar de encontrar qué pasa por la cabeza de alguien tan joven y, por
esas cosas de la vida, relacionada conmigo, esa persona tan joven que me
quedaría tan lejos si no fuese por ese vínculo llegado del lado de mi padre y
su novia. Si me voy a dar cuenta, si lo voy a registrar como maravilloso.
Si esta conciencia de
la mortalidad, más acusada en estos tiempos, nos hará valorar más la vida
siempre. La nuestra, la de los demás.
O si nos pelearemos por
los pocos recursos y olvidaremos la libertad de los demás, y despreciaremos la
vida.
O si habrá algo nuevo,
nuevo del todo, para lo que no hay lenguaje aún.
En algún momento levanté
la vista de la pantalla y vi el cielo y me recordó el cielo de Santorini. Tenía
el mismo color que tuvo la primera tarde que pasamos ahí. Era muy celeste, casi
azul, y yo veía la pared blanca de mi terraza, y la Santa Rita sobre esa pared
blanca. Me pareció hermoso el cielo de Santorini en ese momento, me pareció
hermoso hoy. Esa belleza fue como un latigazo de alegría y recordé algo que
había leído en Knausgard, y cuando ya ese color no estaba, cuando había agotado
hasta el último segundo de ese color, fui a buscar el libro, la parte donde lo
había leído, pensando si no lo marqué, estoy muerta, porque el último tomo
tiene más de mil páginas, y no lo había marcado, pero lo encontré.
“La alegría borra. La
alegría deshace. La alegría desborda. Todo lo que es difícil, todo lo que suele
reprimir o limitarnos desaparece en la alegría. A la larga resulta
insoportable, porque no ofrece ninguna resistencia, si te apoyas en ella, te
caes”.
Ya lo dije, y lo
escribí –en esta suerte de diario de campaña, en las crónicas de R: me gusta
Knausgard.
No hay mucha alegría
últimamente. Nada se borra, nada se deshace, nada desborda, todo es difícil,
todo reprime y nos limita.
Se me ocurre que somos
más libres, de alguna manera retorcida, al no necesitar el apoyo de la alegría.
Hoy amaneció soleado,
como toda la semana, y agradecí la luz, el aire limpio de estos días secos, el
silencio de un domingo que sí es domingo.
Estuve escuchando las
canciones del especial Global Citizens One world: together at home.
Viendo a los Rolling Stones,
cada uno desde su casa, haciendo “You can´t always get what you want”, pensando
tienen muchos años y nos los vencieron los excesos pero el tiempo alguna vez lo
hará. Diciéndome todavía no, por suerte.
Lady Gaga y su cover de
“Smile”, que me hizo sonreír, claro.
A Eddie Vedder con su
piano, solo, la barba casi blanca, una gorrita azul, el recuerdo del recital al
que Mateo no fue pero para el que nos regaló las entradas, todavía siento en
los huesos la música de esa noche en el estadio de Ferro. Hoy se me cayeron
unas lágrimas escuchando “River Cross”, pero no de tristeza sin nombre, sólo
emoción ante la belleza.
Así estuvo la mañana, después
de regar al sol y de cortar ramitas secas.
Y la tarde leyendo en
el sillón, con Niqui a upa de a ratos.
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