Cuando decidí hacer
este blog pensaba que el encierro duraría poco, me dije no va a ser grave, lo
puedo hacer –el blog, y a eso de mantener la dignidad durante el encierro. Tendría
algo a lo que dedicarme, siempre escribo, la tarea de corregir un poco esos escritos
me vendría bien como ejercicio. Con el blog le sumaba a mi lista de actividades
diarias una que me resultaba familiar, en lugar de ponerme a grabar videos, o
seguir cursos de ikebana online para pasar las horas.
Que podía ser, además
de un diario público, una suerte de diario de campaña de los días anteriores a
la explosión del planeta en mil pedazos –porque, ¿quién no quiere ser testigo
de eso? Y resulta que nadie. Se la pasa como el culo todo el día, tratando de
evadir la realidad (en lugar de
atestiguarla a través de una pantalla), porque la realidad muestra cadáveres en
las calles de las ciudades, hospitales repletos de futuros muertos. En la
realidad tengo un miedo espantoso de morirme de alguna cosa gástrica que nunca
sufro pero que seguro sufriré y nadie atenderá, o de un paro cardíaco en mi
casa. La realidad está compuesta, en estos días, por todos los miedos: el
sufrimiento o la muerte de las personas amadas, la soledad de esa muerte, más
sola que cuando uno puede visitar al enfermo en hospitales, el miedo a la
propia muerte, y encima todo por culpa de una gripe salida de una película
apocalíptica clase B.
Que se me ocurrirían
ideas, porque estando todo el día al pedo a una se le ocurren ideas todo el
tiempo –generalmente son pedorras, pero igual son ideas. Que tendría el tiempo
para pensarlas, darlas vueltas por todos los costados, elaborarlas y quizás,
tal vez, no eran tan malas después de todo. También tendría ese lujo del tiempo
para escribirlas.
Pero resulta que hasta
las ideas sobre ponerle cebolla a una salsa se escapan en estos días.
Agradezco que el blog
exista. Agradezco tener una excusa para mover mi culo desde el sillón de abajo
a la silla giratoria de mi escritorio en la planta de arriba. Sobre todo,
agradezco que al menos una de las tareas del día esté definida, en lugar de,
como me sucede a veces, pasarme una hora yendo de un lado al otro de mi casa,
evaluando si leer al sol, o limpiar la casa, o ponerme a tejer –porque en esos
momentos me pregunto por la productividad. Si soy productiva, la culpa se
diluye. Me siento menos contingente. Hago “algo”. Y entonces leer nunca gana. Y
cuando lo hace, debo hacer, contrariamente a lo que me suele suceder, un
esfuerzo enorme por seguir sentada y quieta –al sol, en el sillón, en la
mecedora.
Pero hay días en que
ser el anillo de Sauron ya no es atractivo: demasiados días escribiendo
demasiadas banalidades para justificar la existencia del blog.
Y encima no estoy
disfrutando de la lectura al sol porque le dedico toda mi atención (escasa
últimamente), a un blog que de todas maneras no tiene atractivo. Le echo la
culpa al blog, entonces, porque es más fácil eso que pensar que no puedo, que
no estoy preparada, que en el fondo me están ganando el encierro y la locura.
Entonces un día me dije
vamos a ver qué pasa si me tomo unas mini vacaciones. Escribí dos entradas una
tarde, y al día siguiente no tenía esa obligación. Podía dedicarme a corregir
un cuento, o a escribir uno nuevo. Podía simplemente leer, como si estuviese de
vacaciones. Podía pasarme el tiempo sin hacer absolutamente nada productivo.
Fue un día horrible. Me
pregunté, entonces, si era solamente un tema del encierro o de mi vida en
general, lo de no poder quedarme quieta y en paz. Y admito que en general me
cuesta quedarme quieta, pero normalmente amo quedarme quieta con un libro sobre
la falda.
Como todo en estos
tiempos, no he encontrado una definición.
Ni dónde está la
verdad, ni quiénes son los malos y quiénes los buenos.
Sobre todo, no sé cómo
armar una vida cotidiana como la de antes. Es decir, una vida en la que venzo
al fantasma de la incertidumbre en todos los asaltos.
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