Hace dos años que volví
de Rodeo a la ciudad.
Prefiero celebrar esa
fecha a celebrar el mes de encierro.
El invierno en Rodeo
era complicado.
No era solamente el
frío. Aunque la temperatura a la noche bajara tanto y la leña fuese cara, y la
electricidad más aún. Había que levantarse tarde, y meterse adentro de la casa
antes de las 6 para prender la chimenea y que la casa no se enfriara. Una hora
antes de ir a dormir, prender la estufa eléctrica en el cuarto, y dejarla
prendida si se podía pagar, y aun así meterse debajo de varias mantas pesadas. Era
desesperante despertarse en mitad de la noche con ganas de hacer pis, y tener
que salir del capullo calentito que era la cama y meterse en un baño al que no
calentaban ni la chimenea ni la estufa eléctrica. Aún en los peores inviernos
porteños, si me despierto para ir al baño, prefiero el piso frío en los pies
que andar buscando dónde dejé las zapatillas. En Rodeo las zapatillas duermen
al lado de la cama, acomodadas casi milimétricamente en el lugar adonde irán a
parar los pies.
Tampoco era el viento.
Al menos no para mí, ni para los que fuimos buscando viento. Ni siquiera odiaba
el Zonda, aunque el Zonda es odioso. No me importaba que se oyeran todo el día
los vidrios retumbando, ni los álamos entrechocándose. No me importaba el polvo
que se colaba por todos los resquicios cuando soplaba Zonda, ni el polvo de los
días normales, los días de Sur. No me importaba que la ropa, de cualquier
color, tuviera pinta de no haber sido lavada en años a la media hora de
ponérmela.
No era el silencio, ni
las lunas enormes, o las noches donde se ven estrellas que no he visto nunca en
ningún otro cielo. No era ver la cordillera nevada hasta la base, ni un poco
nevada. No era ver la cordillera, que incluso se veía mejor en invierno porque
no la tapaban las hojas de los álamos. No eran, claro que no, los atardeceres
de Zonda, unos cielos rojos que no he parado de fotografiar.
Lo malo del invierno en
Rodeo tampoco era que no se pudiera navegar. Era duro, es cierto, pero si se le
ponía un poco entusiasmo, y mucho de descaro, se podía ir uno al dique con un
millón de capas de lana cubriendo todos las partes del cuerpo excepto los ojos
(necesitados para manejar la moto), e ir hasta la playa, cambiarse rápido,
ponerse aún más rápidamente el neoprén, y meterse al agua. No más de 40 minutos.
Porque los pies se ponían azules a pesar de las botitas, y las manos dolían.
Había que ir con alguien, eso sí era absolutamente necesario. Por si ocurría un
accidente. El dique es una pileta, siempre se llega a alguna costa. Pero flotar
en el agua a 5° C es sinónimo de hipotermia, así que había que ir con alguien
que al menos mirara desde la costa, un alguien que pudiera llamar a Seguridad
Náutica para el rescate. Y si faltaban el entusiasmo, o el descaro, o alguien
que hiciera compañía, igual nunca pasaba mucho tiempo sin navegar.
Mi cuerpo tiene todavía
el recuerdo de salir del agua, completamente helada, los pies y las manos tiesas
y ligeramente azules, subirme al auto de una amiga, ir a las termas, y meter ese cuerpo helado y apaleado por el
ejercicio, en el agua mágica de Pismanta. Esos días era la pileta de 42° C.
Después echarse en una tumbona, envuelta en una toalla, recuperar el ritmo
cardíaco, luego vestirse e ir, casi desmayada pero feliz, a comer. Una botella
de vino, charla de amigas. Pocas veces he dormido mejor que cuando los días
terminaban así.
Tampoco era tan grave
eso de no trabajar. Los trabajos de temporada –guarderías, bares, restaurantes,
cabañas, hoteles– se terminan cuando se va el último turista. A veces terminan
antes, porque los turistas pueden seguir yendo aun cuando hace frío, pero qué
sentido tiene tener un restaurant abierto en abril, si con suerte funcionará,
con 2 mesas, un sábado perdido. Los dueños de los bares, o de las cabañas,
además, ya no necesitan ayuda para esas fechas. No era grave porque en general
el trabajo en la temporada era de miles de horas seguidas, sin descanso (en mi
caso, podía no descansar pero siempre navegaba), y cuando llegaba marzo ya
todos estábamos agotados, y en abril teníamos las montañas, el dique, todo para
nosotros, y el gozo era indescriptible. Sólo navegar, sin ninguna obligación y
con todo el día por delante. Sacábamos la llave de la guardería de su escondite
y nos metíamos al agua, sin nadie que nos preguntara nada sobre Rodeo, el
turismo o el viento. No se hablaba de eso ya.
Los que no navegaban
porque no daban el entusiasmo y el descaro tenían las clases de Tejido, las de
Carpintería (nunca llegué a tiempo a la inscripción, pero me hubiese gustado y
siempre sospeché que habría sido mejor carpintera que tejedora), las clases de
yoga de Carito en Las Flores, las de Pali en su casa (terminaba la clase y
tenías una butaca de primera fila a la mejor vista de Rodeo), y los caminos de
ripio para caminatas interminables. Montañas y cuevas para explorar. Con una
camioneta, se podía ir del otro lado del dique y buscar leña y creerse los
leñadores de las películas. También hemos ido de excursión y nunca llegué a San
Guillermo, pero está ahí, cerca, aunque sea de tan difícil acceso.
Yo, además, aprovechaba
las mañanas y escribía, o leía. La vida soñada: escribir a la mañana, salir a
navegar a la tarde, volver y leer al lado de la chimenea.
Todos los sueños tienen
truco.
Ninguno de esos
obstáculos era insalvable.
Sí lo era, en cambio,
la poca gente.
Llegaba marzo y los
turistas eran cada vez menos, excepto en fines de semana largos como Semana
Santa, o Carnaval. Cada vez menos hasta que un día ya no quedaban turistas. Nos
gustaba marzo, a mí me gustaba mucho marzo. Porque si bien había gente, no era
la ausencia tan desolada del invierno.
En invierno se
empezaban a ir incluso los amigos. Se iban a Brasil o Hawaii, o Canarias. Se
iban a Córdoba, a Rosario, a Buenos Aires. Yo también me venía a la ciudad un
rato. Un invierno pasé 4 meses en la ciudad. Una amiga se quejaba por whatsapp
porque yo estaba acá, y Maggie en Maui, y ella se juntaba con “los amigos de
invierno”, que era toda gente que no nos gustaba mucho, pero con la que igual
ella se juntaba ese año, y yo el año anterior, y el siguiente. Porque de
repente ni siquiera quedaba el staff estable. Ni siquiera el equipo de rugby
(yo le decía así porque calculaba que éramos 15) llegaba a estar presente.
No eran siempre los
mismos los que se quedaban, los que se iban. Era variable. Y algunos se iban
unos meses, otros se iban antes, o más tarde. Entonces éramos muy pocos. Íbamos
a las clases de esto o aquello. Nos juntábamos para comer asado, o puchero,
hacíamos caminatas. Hacíamos muchas cosas juntos, y a veces ese juntos era con
gente muy conocida (después de todo, es fácil conocerlos a todos si “todos” son
quince), pero no necesariamente querida. En Rodeo, en invierno, funciona mucho
el “es lo que hay”, y por ver el vaso medio lleno siempre uno termina comiendo
un asado con un grupo de personas a las que no solamente no quiere sino a la
que además quizás desprecia un poco. Porque una es snob, o porque esa gente no
es buena gente, o una cree que no lo es. O, simplemente, es gente que no tiene
nada que ver con una y una se termina preguntando qué hago acá. O no se lo pregunta, y se cree que la pasó
bien, porque lo único que se buscaba esa noche era compañía. Otro intento de
evitar la evidencia de la soledad.
La misma gente. La
misma historia, los mismos personajes, las mismas voces contándola. Año tras
año. Las mismas obsesiones. Los mismos rencores. Las mismas rivalidades. Los
mismos grupos. Un tema único, repetido hasta el hartazgo.
La sordera buscada ante
esa repetición –para no aburrirse, se deja de escuchar esa misma historia. Y
después, la sordera total –llega un día en el que de tanto esfuerzo por no
escuchar, se convierte uno en sordo. Las
cosas que te ayudan a vivir y eventualmente te terminan matando.
Al llegar a Rodeo no me
di cuenta. Después fui definiendo esa sordera que atacaba a la gente. Esa
sordera que hacía que nada más que lo que estaba en sus cabezas existiera. Así
fuesen pensamientos profundos sobre la naturaleza humana, amor por la vida,
conciencia del disfrute de la eterna luz del sol, solidaridad interminable en
los pueblos donde todo es tan arduo y donde todos son conscientes de la ayuda
que necesita a veces el otro, de la que uno mismo necesita. O pensamientos de
rencor a esa amiga que ya no te escucha, porque fue captada por la sordera,
pero todavía no te diste cuenta de que vos también lo estás, de que ya no la
escuchás, de que ya no hay timbre de voz que te saque de tu propio discurso
sobre ella, ni a ella del que tiene sobre una. Pensamientos de desprecio hacia
el que no se da cuenta de que está enroscado en su propia realidad, y que es
una realidad paralela, distinta de “la real” pero, más que nada, de la propia.
Después de definirla,
pensé que la podía evitar. Que no sería nunca sorda, que no me enroscaría con
un mismo tema, que a mí no me pasaría. Que no me dejaría convencer por las
palabras de alguien diciendo yo tengo razón sólo porque resulta más cómodo dejarse
convencer que combatir esa postura, porque combatirla significa, quizás,
quedarse afuera del grupo que come puchero.
Nunca desdeñé el poder
de las ciudades para generar preguntas. Pero les di a los libros, a las
películas, a todos los textos que pululan por internet, el poder de sacarme del
mundo encerrado de 3 o 4 personas diciendo lo mismo siempre. Supuse que la ficción
(escrita por mí, o por otros) le concedería a mi cerebro la apertura suficiente
–si bien no tanta como en las ciudades, la necesaria para no ser sorda. Que no
necesitaba más que unas semanas por año de cine y museos. El resto estaría en
el ciberespacio, o en los libros que me llevaba todos los años para allá.
No la pude evitar.
Recuerdo el momento en
el que me di cuenta. Era un asado, de noche, el mundo afuera era helado,
nosotros tomábamos vino al lado de la chimenea, la misma donde se cocinaba la
carne. El dueño de casa había puesto música, se estaba bien adentro, íbamos a
comer rico.
Nos pasamos una hora
entera hablando de una mina a la que conocíamos pero no era amiga, ni siquiera “amiga
de invierno”. Una sanjuanina que solía estar casi toda la temporada en Rodeo, o
yendo y viniendo, nunca supe bien, y que había terminado trabajando en Rodeo.
Era kitera ella, y no nos veíamos en la playa nunca, a veces de noche, en alguna
fiesta, de esas fiestas en las que se baila y no se intercambian más que
saludos. Me parecía ñoña, pero buena onda.
La charla empezó porque
se comentó que estaba de novia con un señor que todos considerábamos impresentable.
No porque no era guapo, eso no –aunque es de veras feúcho. El señor en cuestión
tenía fama de golpeador, de machista, y además era mucho más grande que esta
mina.
En toda esa hora, lo
único que hicimos fue, cada uno, decir el motivo por el cual ella estaba con
él. Uno decía es el poder que tiene este tipo (el señor impresentable era uno
de los atornillados a la Municipalidad). Otra decía es impresentable pero
chamuya bien, te convence. La otra decía tiene guita. Yo decía lo elige porque
es lo que hay y prefiere mal acompañada a sola.
Cuando volví a mi casa,
donde todavía el fuego estaba prendido, cuando me estaba por acostar, pensé
mejor habría sido quedarme acá. Me había aburrido tenazmente todo el asado.
Repasé los momentos, las charlas, para buscar el motivo de ese aburrimiento, si
no había sido un asado con esos personajes que no me gustaban, había sido un
asado con gente que me caía bien, con quienes la pasaría bien siempre, y no solamente
en un invierno en Rodeo, cuando no hay nada más.
Unos días después me
encontré a esta mina con este señor impresentable, y ella estaba sonriente, y
él tenía cara de haberse ganado la lotería, y me deprimí. Porque la decepción
que sentí de mí misma fue inmensa. Yo no creía que ella prefiriera estar mal
acompañada porque yo hubiese preferido lo mismo. Yo creía eso porque a mí me
habría gustado compañía, pero yo era, me creía, menos permeable a ese “es lo
que hay” del pueblo chico que se reduce aún más en invierno. Yo me creía
inmune, y había cometido el pecado de sordera y de construir en mi cabeza el
mundo de ellos dos. En lugar de mirarlos, de escucharlos, había zanjado la
cuestión con todos los prejuicios pedorros de costumbre –y me había creído todo
ese discurso, mi discurso, sin ninguna realidad que le diera cuerpo. Ni
siquiera había considerado las otras teorías, ni que el man fuese poderoso, ni
rico, ni bueno chamuyando.
En los días siguientes
me presté atención. Me había quedado sorda.
Eso era Rodeo. El
encierro dentro de la propia cabeza.
Por eso me fui.
Por eso necesito creer
que el invierno se terminará alguna vez.
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