Estos días, desde hace
una semana ya, me pregunto por la trivialidad de mi existencia.
No es que no me lo
hubiese preguntado antes. Cada tanto me lo pregunto, más o menos seriamente, y
siempre me respondo que mi existencia es absolutamente trivial, y que está bien
que así lo sea. No me genera angustia pensar en Sísifo, ni me produce vacío el
sinsentido. Esto es lo que hay, soy apenas un minúsculo ser en un universo
infinito, y mis acciones no generan siquiera lo que el aleteo de la mariposa al
otro lado del mundo –al menos no en ese infinito.
Pero “esto que hay” es
lo único que hay. De ese argumento pedorro y simplista, deduzco que no hay nada
que valga más que la vida. La propia, la ajena. Lo único innegociable es la
vida. Que sea trivial o no, no es una característica que contradiga su valor.
Así las cosas,
encuentro la pregunta un poco más insidiosa que en los tiempos en los que no
estaba encerrada. No porque crea que la vida haya perdido valor. Tampoco estoy
en la búsqueda de un sentido, ni de algo en qué creer.
Pero es que en estos
días encuentro que además de trivial, soy inútil. Es decir, normalmente me
considero una persona útil, o que realiza tareas que son útiles. Y resulta que
no. Que puedo ser una babosa que se desliza de un ambiente al otro de la casa,
haciendo un montón de cosas, o simplemente leyendo y cambiando la locación de
la lectura, y seguir viviendo, y nada de todo eso genera absolutamente nada. Ni
en el mundo, ni en el universo, ni siquiera afuera de las paredes donde repto
el día entero.
Entonces comparo esta
vida de ahora con la de antes y los resultados no son muy diferentes. En lugar
de deslizarme sin dejar rastros por mi casa, agrando el espacio de
deslizamiento. Lo hago a través de la ciudad, a veces dentro de la misma
provincia de Buenos Aires, e incluso me he deslizado a otras provincias o
países.
Salvo la libertad de
movimientos, nada ha cambiado.
¿Por qué, entonces, me
preguntaba menos por mi inutilidad?
Y no es que de repente
haya descubierto que los médicos son personas más útiles que yo. Eso lo supe
siempre. Y no me da pudor ni arrepentimiento no haber elegido ser médica.
Quizás en el continuo
movimiento por la ciudad olvido la inutilidad de mis afanes. O tal vez está más
relacionado, ese olvido, con que no siento para nada inútil una noche pasada
con mi prima Margarita, tomando vino y hablando de amor. O conversando con mis
amigas, entre el barullo que hacen sus hijos, de los laburos, igual de inútiles
que el mío, o de las mil banalidades a las que nos dedicamos normalmente.
No lo sé.
Lo que sí sé es que mi
existencia es trivial. Que en general soy una inútil. Y está bien.
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