Pascuas.
Una palabra rara esa.
Pascuas.
Para mí, que soy atea,
nunca significaron más que aquello que yo misma construyera. Pensando en las
anteriores, las normales, me encontré con cuatro tipos definidos de Pascuas en
mi vida.
Las que pasábamos en
Rafaela. Las que pasaba con mis amigas en Miramar. Las que laburaba como
esclava en Rodeo. Todas las demás. En cualquiera de los casos, por los motivos
más diferentes, eran esperadas con ilusión.
Rafaela era un lugar
donde, de niña, me encantaba ir. Lo único malo de Rafaela eran las siestas.
Se comía temprano en lo
de mis abuelos. Nunca más tarde de las 12.30. A veces estábamos solamente mis
padres, mis dos hermanos, ellos, y yo. A veces venían mis tíos y mis tres primos.
Cuando ellos se sumaban a la comida, mi abuela ponía una mesa en la cocina, que
estaba ahí, al lado del comedor, y en esa mesa nos sentábamos los chicos. A
veces, pocas porque el sol en Rafaela era implacable, comíamos afuera, en el
patio. Una parte del patio tenía sombra. Mi abuela tenía un tanque que juntaba
agua de lluvia para regar sus plantas. Llovía tan poco que no recuerdo una sola
vez que lloviera, aunque seguramente alguna vez sucedió.
Después de comer, la siesta.
Ni siquiera mis primos se quedaban para jugar. Ellos también dormían siesta. Yo
no entendía qué tenía de bueno eso de dormir en el medio del día. No tenía nunca
sueño a esa hora, el sol brillaba, porqué había que ponerse el pijama e ir a la
cama.
Jugaba, entonces, en el
patio, a pleno sol, con mis hermanos. Pero debíamos hacerlo en voz baja, muy
baja, porque las ventanas de los dos cuartos, donde dormían mis abuelos y mis
padres, daban justo al patio. Inventábamos carreras en el pasillo, nos subíamos
al techo, nos subíamos al tanque que guardaba el agua de lluvia. A veces
jugábamos con una pelota. Nosotros, que estábamos acostumbrados a ser solamente
tres chicos, y que no nos aburríamos en casa, considerábamos esas horas de
siesta un castigo inmerecido.
Un día mi abuela me dio
Mujercitas, la copia que había sido
de mi madre. Se la había regalado una tal Letty para un cumpleaños. La
dedicatoria dice “Cuatro son las mujercitas, y contigo, Susana, que serás la
lectora, van a ser cinco. Con el cariño de siempre, Letty. 17/5/54”.
Yo debía tener menos de
once años. Porque a los once ya iba a la biblioteca de Tigre a buscar otros
libros. Debía tener menos años, y sé que no terminé la novela en la semana de
Pascuas en Rafaela. Me la llevé a mi casa de Tigre para terminarla. Es el libro
que más tiempo me ha acompañado. Sigue estando en mis estantes, apenas lo abro
para mirar la dedicatoria una vez más, sólo para eso, porque es tan viejo que
temo que se desarme. Miro la fecha de impresión, 1952 –un objeto de 68 años.
La siguiente vez fue Papaíto piernas largas. Pero para ese
entonces, yo ya estaba corrompida con la lectura. Había descubierto que las
horas de la siesta eran ideales para leer sin que nadie me rompiera las
pelotas. A partir de ese momento, Rafaela fue el lugar perfecto.
La primera vez que
fuimos con mis amigas a Miramar, nos instalamos en la casa de la calle 22. Una
casa grande, con un jardín interminable, varios cuartos y baños, un living
comedor con capacidad para veinte personas. Tenía lavadero, televisión, estufas
a gas, chimenea, parrilla.
Pero sólo fuimos una
vez a esa casa. Era demasiado grande. ¿Para qué queríamos una casa que alojaba
veinte personas si éramos solamente cuatro? ¿Para qué tantas comodidades
adentro cuando lo que queríamos era estar en la playa? Así que las siguientes
veces nos instalamos en un departamento de unos 35 metros cuadrados, con dos
ventanas que daban de costado al mar, en el piso séptimo de un edificio. El
baño era diminuto, la cocina más pequeña aún, y para sentarnos las cuatro a la
mesa había que ajustarse un poco.
Me gustaría decir que
en alguno de esos viajes aprendí a hacer fideos. Pero yo no aprendí a cocinar
hasta mucho tiempo después. No me interesaba aprender entonces –tampoco ahora,
pero ahora reconozco las ventajas.
También me gustaría
decir que aprendí a hacer equipajes, pero no. Llevaba una cantidad de ropa
imposible. De veras imposible. Lo único que hoy pienso que era indispensable era
el equipo de audio. Creo que escuchábamos música desde que nos levantábamos
hasta que nos íbamos a dormir. Buena parte de nuestra vida giraba en torno a la
música. Nos enojábamos cuando Sabrina nos despertaba con Marilyn Manson a todo
volumen –la amábamos cuando ponía algo que nos gustaba a todas. Cantábamos las
partes de las canciones que sabíamos. Bailábamos –o ellas bailaban y yo sacaba
fotos. O nos quedábamos quietas, y en silencio, con la música de fondo de un
silencio de esos que se comparten sólo con las mejores amigas.
No aprendí a cocinar,
ni a hacer equipajes. Tampoco creo que haya aprendido a limpiar.
Sí aprendí, en cambio,
cómo se convive con la gente amada. Aprendí que a veces bien, otras mal. Que
son más los momentos en que los otros hacen demasiado ruido y estorban que las
veces en que ayudan. Pero también que esas horas compartidas son las más
preciadas.
Me enamoré una de esas
Pascuas, todas nos enamoramos en uno de esos viajes, o en todos.
En Rodeo no hubo una
sola Semana Santa en la que no estuviera contratada para trabajar. Más o menos
responsabilidad, siempre trabajando.
Las Pascuas en Rodeo se
esperaban con distintos ánimos entre mis amigos. Todos vivíamos del turismo.
Algunos, como yo, éramos empleados. Los demás eran, son todavía, los dueños de
los paradores y guarderías en la playa, los dueños o encargados de complejos de
cabañas, de hoteles o posadas, de restaurantes o bares. El comienzo oficial de
la temporada es el 12 de octubre. El final oficial de la temporada es menos
rígido, porque a veces Semana Santa es más temprano. Pero en general, el final
se siente con fuerza en Pascuas.
Es el último momento en
que se hace plata. Después, las cervezas que quedan en las heladeras las
compran los amigos, o se las toman los amigos cuando el dueño del restaurant
los invita a comer, el restaurant ya cerrado, sin camareras contratadas, ni
empleadas de limpieza.
Y además es el último
gran esfuerzo. Porque Rodeo se llena de gente. Algunos son windsurfistas o
kiteros, pero también hay muchos sanjuaninos que van a pasar el fin de semana. Los
paradores funcionan desde temprano a la mañana hasta que se va el sol, los
bares tienen fiesta todas las noches. Se cocina, se limpia, se organiza todo,
siempre, a un ritmo frenético.
El lunes siguiente a
Pascuas ya no queda más que el ruido del viento. Toca levantar todo, hasta el
año siguiente. No se hace inmediatamente. Algunos turistas de San Juan siguen
llegando por un tiempo, así que los paradores y las cabañas siguen operativos.
Pero apenas.
Muertos de cansancio
después de la temporada, hartos ya del vaivén continuo e implacable del laburo
que nunca termina, el final era bienvenido por los locales. Íbamos a tener el
dique para nosotros solos. Aún en espacios donde no trabajábamos, durante la
temporada la gente nos preguntaba todo el tiempo ¿dónde es la fiesta hoy?
¿dónde me puedo depilar? ¿qué restaurant está abierto? ¿mañana sopla? ¿va a
subir el viento? ¿con qué vela me meto? ¿tenés el teléfono de algún transfer?
¿tenés el teléfono de algún hotel en San Juan? ¿a qué hora salen los bondis?
Se terminaba todo. Y
era maravilloso. No tener horarios fijos para hacer windsurf, el agua que no se
había enfriado, el viento más estable, el sol menos duro. Quedarse en la playa
después de navegar, en silencio, con los amigos, en lugar de salir corriendo
porque los turistas no dejan descansar con tanta pregunta, o porque hay que
volver al hotel, o porque los amigos deben volver a sus trabajos.
Pero era el fin. De a
poco también se terminaba el viento, o se hacía demasiado frío, los amigos
empezaban a irse a Jeri, a Pozo Izquierdo, a Maui. O simplemente a Buenos
Aires, Córdoba y Mendoza. Quedábamos pocos, sin nada que hacer, sin nadie a
quien mirar más que a nosotros mismos. Nos inventábamos muchas actividades, y
la pasábamos bien, pero cuando llegaba octubre éramos tan felices como cuando
se acercaba Semana Santa.
Las otras, las que se
pasaban sin salir de casa, también era esperadas con ilusión porque serían
cuatro días enteros de descanso, o disipación sin culpa. O tenía fiestas desde
el miércoles a la noche hasta el sábado, o citas con amantes, o asados en
familia, o encuentros en bares con amigas con las que hablaríamos hasta
cualquier hora, y nos emborracharíamos tranquilas, al día siguiente no era
necesario levantarse. O significarían cuatro días de estar echada en un sillón
leyendo, eso que no se conseguía el resto del año. O quizás, porqué no aunque
no es época de sudestadas, uno de esos días soplaba lindo y se podía ir a
navegar al Río de la Plata.
Este año no
significaron nada. En realidad, esperaba que al terminarse la Semana Santa
pudiera hacer alguna otra cosa, salir un rato al menos. Desplazarme por la
ciudad.
Supe antes de que
empezara el fin de semana que eso no sucedería. No serían los últimos cuatro
días de este encierro.
La identidad de los días anula cualquier ilusión.
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