Ayer los fantasmas se
quedaron un rato más. Pero un rato corto, porque los invité a retirarse.
Hay muchos problemas
con los fantasmas, siempre. Son seres volátiles. Una cree que, por estar en la
cabeza de una, una los puede hacer actuar como quiere, que los puede controlar.
Pero resulta que ellos tienen sus propias personalidades, tienen los mismos amores,
odios, manías y virtudes de los originales. Una los puede adornar, o sacarles
los malos humores un rato. Pero no del todo, no siempre.
Por eso, a los fantasmas
se los invita de día.
Así que ayer les dije
bueno, muchachos, ustedes saben cómo soy yo (es decir, antisociable, alguien a
quien demasiadas horas con demasiada gente empiezan a irritar), y ya estuvieron
tomándose mi vino todo el día, y aprovechando el sol de la terraza, y bailando.
La pasamos bien pero es mejor, como diría Miss Lucy, brief, precise, concise.
Alguno se quejó y dijo
también me hiciste pintar, che, y mostró sus dedos llenos de pintura, pero otro
salió en mi defensa y dijo si siempre querés hacer cosas y no podés quedarte
quieto.
Así que se fueron,
incluso el quejoso, con una sonrisa, y yo me quedé tranquila en casa. Había
logrado ordenar ese espacio debajo de la escalera que siempre me disgusta, tener
una mesa de luz donde los libros, el kindle, el vaso que dejo a la noche por si
me levanto con sed, el celular, los pañuelos, y la lámpara no estén haciendo
malabarismos para no caerse, y había lijado y pintado un baúl. Y en lugar de
terminar con malhumor y dándole vueltas a la falta de libertad, había terminado
el día escribiendo divertida. Estoy segura de que me divertí mucho más
escribiéndolo que cualquier que lo haya leído. En cualquier caso, había logrado
cumplir la misión de dejar de envenenarme con murmuraciones inútiles.
Tejí un rato, miré el
final de Giri/Haji y me fui a dormir.
Uno de los motivos para
no dejarlos quedarse mucho tiempo es que los fantasmas, esos que habitan en el
propio mundo y que son una suerte de ecos de la gente amada, siempre dicen lo
mismo. Yo no hablaría, por ejemplo, con tía Marta, sobre cómo arreglar una
lámpara de pie (estuve mirando tutoriales para eso, ya veremos si aprendo o si
espero al final del encierro y llamo a un electricista). Creo que a ella le
habría resultado muy divertido que le contaran de Tinder pero como jamás tuve
una conversación con ella sobre las mejores maneras de levantarse a un tipo, me
quedo en la parte de contarle y ella riéndose.
Pero tía Marta no es
buen ejemplo, porque el original está muerto. Yo me refiero, más bien, a los
que siguen vivos y con quienes todavía se puede hablar, aunque sea a través de
pantallas. A esos convocados para llenar horas de rumiar y rumiar mientras se
mantiene el cuerpo ocupado en algo como pintar. En vez de rumiar estoy
encerrada, estoy encerrada, estoy encerrada, al ritmo de la escoba, rumiar
recuerdos de fiestas y de música. En realidad, lo que se convoca son recuerdos
amables.
No tiene ningún sentido
decirle al recuerdo de Georgina cantando Viuda e hijas de Roque Enrol en el
auto que se quede, cuando puedo hablar con ella. Lo que no sepa de esa Georgina
de allá lejos y en el tiempo, ya no lo sabré nunca –ella podrá decirme te
cuento, pero no será más que una versión que ella tenga de sí misma hace años,
y por lo tanto no será un conocimiento mío de ella. Y lo que no sepa de
Georgina de ahora, se lo puedo preguntar, o mejor, lo puedo buscar cuando nos
veamos.
Si soy sincera conmigo
misma, y con Georgina y su fantasma, el fantasma me va a decir lo que me decía
entonces, y sólo voy a escuchar esas palabras, una y otra vez, hasta que el
fantasma se vaya. Puede ser repetitiva la vaina. Y enloquecedora.
El otro motivo para pedirles
amablemente que se fuesen es más importante. Se corre el riesgo de conservar
esa imagen del recuerdo, de preservarla del paso del tiempo y, sobre todo, de
la realidad. De creer que esa persona es más como su fantasma, o eco, que como
es en realidad. De dejar de mirar a la persona por tener la certeza de que es
como en ese fotograma viejo y, al final, por no mirarla más, dejar de verla.
Es más importante
porque por mucho amor que se le tenga al recuerdo, no hay nada de amor en no
mirar al otro vivo, a ese que ahora está lejos o detrás de una pantalla, pero
que existe. Es como despreciar aquello en lo que el otro se ha convertido y
concentrarse en lo que ya no es. Nadie quiere ser amado por lo que no es. Nadie
quiere ser un fantasma.
Por eso los invité a irse. Seguro que alguno que
otro se dio cuenta y se fue más convencido.
Hoy a la mañana me levanté sola, como todos los días.
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