Ayer me pasé el día
rumiando. Desde que me levanté.
Vino Erne. Tenía que
buscar unas cosas. Nos saludamos de lejos, como si uno de los dos fuese un
apestado inmundo. Se quedó ahí, en la vereda, la bici a un costado,
intercambiamos dos o tres palabras, y se fue. Y yo me quedé enojada porque si
bien no soy la persona más cariñosa del mundo, en otros tiempos se habría
quedado al menos para tomarse un café en la terraza, y en estos tiempos nos
tratamos como extraños. Quería darle un abrazo. Porque había sido su
cumpleaños, porque le estaba dando regalos pedorros de estos tiempos pedorros.
Pero no.
Limpié toda la casa. De
nuevo. Rumiando y rumiando.
A la mañana escribí que
tenía los huevos al plato. A la tarde la sensación era la misma. Había esperado,
quizás alguno de los incesantes movimientos del día cambiaba el rumbo. No pasó
nada. Una casa impecable, dolor de cintura, incluso chivar un poco. La misma
sensación de agobio.
Hoy decidí, ni bien me
desperté, que podía rumiar todo lo que quisiera, pero que invitara a otros
fantasmas a la fiesta de murmuraciones y engranajes de mi cerebro neurótico. A
fantasmas más amables. O al menos más divertidos.
Vacié toda la parte de abajo
de la escalera –saqué el lavarropas, el mueble que contenía las herramientas y
los productos de limpieza. Limpié ese espacio donde habitan todos los pelos de
Niqui que han escapado de la escoba, y alguna que otra araña culona.
Hice inventario de la
pintura, los pinceles, el aguarrás, los barnices. Incluso hice inventario de
tornillos.
Armé una estantería
Volví a poner el
lavarropas. Puse la estantería recién armada al lado del lavarropas.
El mueble que estaba
ahí se convirtió en la mesa de luz. Lo que era la mesa de luz se convirtió en
un estorbo de distinto color sin un destino preciso.
Pinté el baúl que
estaba color madera de pino.
Con música a todo
volumen. Primero, la playlist de mi último cumpleaños.
Con Erne comentamos que
hacer una playlist con Spotify es poca cosa. Nosotros hacíamos, él y yo, Corina,
su novia de entonces, y Guido, su amigo de siempre, de a ratos Astor, de a
ratos Georgie, unas grabaciones para las fiestas en la casa de Tigre.
Grabábamos en cassettes la música de toda la fiesta. Nos proponíamos la tarea
de grabar no menos de siete horas de música para bailar. Había un primer
cassette, ese tenía simplemente música para la llegada de la gente a la fiesta.
Era el casstette del “aguante”. Ese siempre tenía la mejor música, en realidad.
Elegíamos sin preocuparnos por la bailabilidad de las canciones.
Casi todos los amigos
que tenían música nos prestaban sus CDs. Entonces armábamos pilas. Las poníamos
sobre el bar, sobre la mesa ratona, sobre el equipo de audio. Pilas y más pilas
de CDs nuestros y ajenos. Mirábamos las canciones de cada uno de los discos.
Sugeríamos canciones. Las escuchábamos. Las poníamos en una lista, o las
descartábamos. Después, con esa lista, armábamos el orden. Cada 6 o 7
canciones, por ejemplo, podíamos poner una que no fuese un súper hit bailable –los
menos audaces para el baile podían ir a hacerse un trago. Después de una o dos
canciones de ese estilo, poníamos el súper hit, y las que le seguían eran
bailables. Nos dimos el gusto, en la fiesta del año 2000 de poner “Heroin” de
la Velvet. La pista se vació casi del todo, claro. Pero después pusimos Santana
y, como había dicho un primo alguna vez, las primas López siempre bailamos
Santana. Y así fue. Sabíamos que así sería.
Después de armar el
orden, grabábamos, una por una, las canciones. Grabarlas, en esas épocas,
significaba poner un disco, elegir la canción, poner play en el CD player, y
darle al rec-play del cassette un segundo antes de que la música empezara, y
stop cuando terminara, ni un segundo antes. No teníamos mezcladora, y no nos
importaba.
Para mi último cumpleaños
tardé dos horas en hacer la playlist.
Hoy empecé por ahí. Era
una buena manera de invitar fantasmas amigables. Ya poniéndola, ya recordando
cómo la había hecho, habían aparecido Ernesto, Georgie, Edu.
Yo no sé porqué Edu
dijo eso de las chicas López. Yo sé que en La Cantina sonaba “Oye como va”, de Santana,
y Pilocha se subía a una mesa y bailaba. Que Marga bailaba, y que no había
nadie a quien no hipnotizaran. Los tipos, claro. Pero también las minas. Hacían
magia, ellas dos, y nadie escapaba a esa magia.
Pero Marga suena en mi
cabeza a otras músicas. A “Modern Love”. Por una Navidad de cumbres
borrascosas. A “Patience”, porque la primera vez que escuché “Patience” fue en
su cuarto de adolescente. Tal vez la misma noche que nos escapamos y nos fuimos
a Nave Jungla y unos jovencísimos Ilya Kuriaki aparecieron entre la gente,
mientras los enanos hacían shows. Marga suena a Prince. Marga suena a toda la
vida, en realidad.
En el año 2000 también
pusimos una canción de una banda francesa que sonaba en todos los bares en los
que entrábamos con Erne esos meses que nos pasamos estudiando en París. Louise
Attack. La conocíamos Erne, la China, Orilo y yo. De la China, que es francesa,
lo suponíamos. Pero que Orilo la conociera nos sorprendió a nosotros, y a él lo
sorprendió escucharla esa noche. Vení, te llevo en el viento, dice la letra.
Con la China llegó
Luciana a la fiesta. Luciana es, siempre será para mí, Velvet Underground. La
teacher de un taller al que íbamos entonces, donde las conocí, nos mandó a
ponerle dos canciones a cada uno de los participantes. Dos canciones que los
describieran. Una mina, no recuerdo ni su cara, pobre mujer, le puso “Mariposa
technicolor” a Luciana. Luciana estaba indignada, y a mí me parecía absurdo –todavía
me lo parece.
La lista de mi cumpleaños
tenía canciones que les gustaran a todos. Primero a mí, obviamente. Pero me
hacía ilusión que alguien escuchara, aunque fuese de fondo de una conversación,
y pensara qué buen tema. Era fácil. Casi todos los invitados, menos Chufi,
tienen mi edad, y Chufi para la música es ecléctica e inmortal –conoce todo, y
yo la conozco a ella lo suficiente para saber que hay unas que más y otras que
menos.
Lupe llega cuando suena
“Everlong” y estoy limpiando la parte de debajo de la escalera. Lupe era la
única con quien allá lejos y en el tiempo compartía un gusto que me daba un
poco de vergüenza porque no era tan rock & roll como mi yo habitual:
Depeche mode.
Lu llega a la fiesta
con “Sing”, de Travis. La había puesto en la lista sólo por ella. Me llamó un
día, hace no tanto, para tararearme una parte de esa canción. Porque la quería
escuchar entera y no sabía cómo se llamaba. Lucila no se sabe el nombre de
ninguna canción, y menos los de las bandas. Lucila trata a la música de la
misma manera que a mi familia: sabe los nombres de todos, pero eso de saber
quién es hija de quién, o hermana de, eso no. No es necesario. Lucila sabe las
letras de todas las canciones que ha escuchado alguna vez. Lucila, que debería
sonar a la pollera amarilla, porque alguna vez cantaba y bailaba esa canción en
medio de una clase de volley cuando la profesora de educación física no la
estaba mirando, suena, en cambio, a “Smells like teen spirit”, porque una noche
en Mar del Sur Astor puso esa canción pensando que Lucila le tiraría un plato
por la cabeza –Lucila pedía “You´re all I need”, de Motley Crüe, “I remember
you”, de Skid Row. De Nirvana nunca pedía nada. Y en cambio Astor la vio, a ella,
que despreciaba bastante el grunge, trajinando por la casa y cantando: sabía la
letra desde el comienzo hasta el final.
Astor. A quien hace
años, de veras años, no veo. Astor siempre aparece si hay fiesta con música y
lo invito. Astor suena a dos
canciones, con precisión. “Persiana americana”. Porque, obsesionados, juntos,
solos él y yo dando vueltas por el Buenos Aires News (un territorio más bien desconocido
para ambos), discutíamos sobre la primera frase. Y se la preguntábamos a los
desconocidos. Un final de noche rarísimo por dos motivos. Primero: ¿qué hacíamos
Astor y yo en el News? Estaba Erne, seguro, pero no con nosotros en ese
momento. Segundo: ¿Por qué nos obsesionamos con una canción de Soda Stereo, una
banda que nos gustaba moderadamente pero que no entraba, ni de cerca, en la
lista de los fetiches? La otra canción es una
canción que me guardo. No doubt. Una noche, en un entorno más compatible con
nosotros (una fiesta en algún lado que no era boliche). Estábamos parados, uno
al lado del otro, fumando un porro.
A Guido podría ponerlo
en la lista de la Velvet, junto con Luciana, porque Erne, o Corina, había
decretado que Scorsese era dios, y la noche en que decidimos poner "Heroin" para
esa fiesta del año 2000, escuchando la voz de Lou Reed, y esa guitarra
distorsionada, Guido gritó Lou es el nieto de Scorsese (and i feel just like Jesus´son),
y nos reímos un rato largo de su exabrupto. Pero Guido llega con Bunbury. Porque
de regalo de algún cumpleaños hace años, recibí, de Guido, una entrada al
último recital de Bunbury al que fui.
Y aparece, inesperadamente,
Lucho, un personaje de otra vida. Odiaba Héroes del silencio. No sé qué pensará
hoy del descaro de su fantasma apareciendo feliz con la voz de Enrique de
fondo. No sé nada de la vida de Luciano, cuando supe saberlo todo, hace más de
veinte años. Lo imagino trajinando con poesías y traducciones, y en realidad,
si me pregunto seriamente sobre su opinión con respecto a su fantasma, sé que
reiría. La risa de Luciano me encantaba.
Erne suena a Louise
Attack porque eso musicalizaba las noches de París. Donde estábamos solos,
donde los sueños se convertían en realidad, donde nadie miraba nunca.
A “Karma police”,
porque aún hoy, cuando escucho en mi cabeza la canción, es la voz de él, y no
la Thom Yorke, la que resuena en mis oídos. Su voz en aquellos tiempos en que
la practicaba con su banda en el cuarto lila de Tigre.
A The Doors, siempre,
todo The Doors.
Deli llega con Oasis.
Por una tarde pasada en la casa de Voltaire, escuchando Definitely maybe.
Carmencita llega a la
fiesta sin que la música la traiga. Ella llega porque le gusta bailar, porque
le gusta estar al sol con sus primas. Y entonces le busco una canción que no
suena nunca en mis listas, pero que si sonara, alguna vez, en algún lado, se me
aparecería sin dudas la misma imagen. “Selva”, de La portuaria. Todavía la veo
bailando en el gimnasio del colegio en Canadá. Y, como en “El perseguidor”, ese
recuerdo va de a segundos, no es una imagen fija que contiene todo. Es ella,
todos sus movimientos, al ritmo de “Selva”.
Con The Cure aparecen personajes
curiosos. Primo José, casi un colado. Escuchaba The Cure en los auriculares en
un auto de mi padre. Nosotros íbamos a Mar del Sur, y él se iría a Miramar, supongo,
a la casa de su madre, o a la casa de sus abuelos. No tengo la menor idea de
cómo fue que José estaba en ese auto. Tenía un walkman y la Bic para rebobinar.
Era el colmo de la tecnología, y yo creí esa vez que José era un chico muy
grande.
También Mauge y Chu,
porque fuimos juntas a River cuando finalmente se le pasó a Robert Smith el
espanto de la primera vez que habían tocado en Buenos Aires.
E Izzy, la ex novia inglesa
de Erne, a quien yo apenas conocía entonces, y estaba esa noche en el recital, y
nos explicaba del sticker que decía The witch is dead en la guitarra de Robert.
Había muerto Margaret Thatcher. La bruja está muerta.
“Like a Stone”. En el
cumpleaños el Pancho preguntó si el que cantaba era el novio de Mateo. Le dije
que no, que el novio es el otro. Pero hay otra música que haría llegar el
fantasma del Pancho si la pusiera. El bolero de Ravel. Porque en esa hora
anterior a salir a mi fiesta de 15 años, él vestido de impecable traje con
pajarita, quizás fuese un smoking, yo con un vestido blanco muy años ochenta
(tenía mangas abullonadas y escote corazón, ojo), los dos solos en casa porque
mamá, mis hermanos y mis abuelos ya habían salido para la fiesta, por eso de
que las quinceañeras entrábamos cuando ya estaban todos ahí, puso a todo
volumen el Bolero de Ravel. Fue el primer “aguante” de mi vida. La música antes
de la música.
“El novio de Mateo” es Edddie
Veder. Papá lo llama así porque Mateo ama Pearl Jam. Y claro que Mateo entra a
la fiesta, una botella de whisky en la mano, cuando suena “Alive”.
Red hot chilli peppers.
Juan. Un verano volvió de Miramar a Buenos Aires para el primer recital de la
banda, en los tiempos de Blood, sugar,
sex, magic. Con ese gesto hizo que yo no dejara nunca de mirarlo, a mi
primo Juan, de buscarle esos momentos donde es menos racional de lo que parece.
O en los que lo sigue siendo: razonablemente apasionado por algo.
Pepe llega desde
Madrid. Por otro recital de Red Hot Chilli Peppers en Vélez (la segunda vez de
la banda en Argentina). Un recital al que nunca llegamos porque nos quedamos
varados en la Gral. Paz a causa de una lluvia torrencial que inundó la ciudad,
las carreteras, las autopistas. Lo escuchamos por la radio, el sonido era
atroz. Nos habíamos visto antes con él, en Madrid. Habíamos pasado unos días en
la playa. Pero esas horas encerrados en el auto definieron algo que continuó en
el tiempo: Pepe y yo nos podemos quedar horas conversando.
Iggy Pop. Primo Manuel.
Me doy cuenta de que no sé bien qué música le gustaba a Manu ni qué le gusta
ahora, pero me resulta imposible no verlo bailando “Passenger”, en una de esas
fiestas en Tigre.
Siempre hay colados en
las fiestas. La tía Marta llegó con “Estranged”, de Guns n´Roses. Ella nos
molestaba, porque eso hacía ella. Y nosotros la molestábamos a ella. Al mediodía,
cuando volvíamos a casa del colegio para almorzar, una horita entre las clases
de la mañana y las de la tarde, mamá nos dejaba poner la tele en la cocina, y
nosotros poníamos Music21 o MTV. Eran los tiempos de Ruth Infarinato. Y era el
año del video de “Estranged” –el de los delfines, el de Slash saliendo del agua
con su Gibson chorreando agua. Y cuando Marta hablaba, o cuando hablaba de algo
que nos irritaba, nosotros subíamos el volumen. Seguramente cualquier cosa que
dijera por encima de la guitarra de Slash nos irritaba. A veces extraño a
Marta. No es que ocupase espacio por ser así de molesta como era. Ocupaba
espacio por ser molesta. Pero más que nada ocupa espacio en mi memoria, hoy,
porque la imagen que tengo de ella es de una mujer que nunca reservó un rincón
tranquilo. La tía Marta jamás se durmió sin sueño. Y de ninguna manera va a
pintar ni lijar. Marta se toma un trago, y siente en la piel el sol de la
tarde.
1280 almas. Caramba,
Pastuso, con tus ideas… Habíamos estado en un recital de 1280 almas y al salir
una mujer bonita que nos acompañaba dijo no quiero más cerveza, quiero
marihuana. Y entonces ahí fue el Pastuso, a ver si conseguía marihuana. Y el
man vendedor de cigarrillos, y golosinas, le respondió pues qué pena con usted,
a esta hora marihuanita ya no me queda, sólo perico.
Ayala, darling, siempre
vas a ser metal. Pero más que nada, Tool. Y como excepción maravillosa, una
salsa. Porque alguna vez gritaste, ahí en el Dos mundos, en esos arranques que
te dan a veces a vos, que cómo era que
yo movía tan bien el culo siendo argentina.
Y con In flames…
¿Cómo es que puse Tool
e In flames en la playlist de un cumpleaños de día al sol? ¿Cómo es que nadie
puteó?
Ese amante. El de
siempre. Por un llanto inesperado. Caminaba desde su casa hasta donde vivía yo
en esos días. Escuchaba, a pesar de que a la noche no camino escuchando música
en los auriculares, “Come clarity”. Caminaba, supuestamente hasta encontrar un
taxi, pero habían pasado un par de taxis vacíos, el cigarrillo se había
terminado hacía rato, y yo seguía caminando. Porque me iba, otra vez. Sin
dejarlo ir, yo me iba. Y entonces lloré.
“Under pressure”. Georgie.
Estuvo toda la fiesta, en realidad, porque llegó cuando apenas pensé en lo de
hacer listas, y grabaciones. Y todas, o casi todas las canciones, la llaman.
Horas, miles de horas en mi cuarto, escuchando música. Más horas en el auto,
yendo a la facultad, yendo a bares. En la ruta. Años, en realidad. Siempre. Amé
Queen por ella, que los amaba más.
Está claro: la realidad
nunca me resultó menos atractiva que estos días.
Mis fantasmas y yo nos
hemos pasado el día al sol cantando, bailando, limpiando, lijando y pintando
muebles. Estuvimos escribiendo esta lista de momentos.
Ahora nos vamos a
tejer, o a mirar los últimos dos capítulos de Giri/Haji.
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