Los domingos empiezan
siempre en silencio.
Los domingos son
lentos. Y la lentitud de los domingos me encanta.
Hay domingos en los que
me levanto muy temprano y, después de tomar la chocolatada, armo una cartera
grande en la que pongo la billetera, una bolsa de compras, el jarro térmico,
una botella de agua de la canilla, un cacharro para poner agua para los perros,
bolsitas para caca, pañuelos descartables.
Niqui sabe muchas
cosas. En realidad, entiende que algunos gestos míos son sinónimo de algo que a
ella le gusta. El mero sonido que hago al mover la mecedora, por ejemplo, hace
que ella venga corriendo desde donde esté. Sabe que voy a leer o mirar tele sin
tejer, lo que significa upa.
Poner todas esas cosas
en la cartera es ambiguo. Me sigue para todos lados, todavía no sabe si me
estoy yendo a trabajar sin ella o si estamos yendo, juntas, a algún lado.
Entonces los domingos le digo, cuando estoy lista, ¿vamos? y su felicidad es inmensa.
Esos días caminamos –en
invierno por la vereda del sol, en verano esquivándolo– hasta la Plaza Irlanda
y cuando llegamos la suelto, y ella camina bien cerca de mí, hasta que en el
centro de la plaza nos encontramos con otros perros, y con los humanos que los
acompañan. A veces esos humanos me caen bien, a veces me aburren, a veces me
dan lo mismo. Ella corre y corre y corre. Se mordisquea con otros perros, sus
pelos se llenan de la baba propia y
ajena, mis pantalones también.
En algún momento, que puede
ser más temprano o más tarde, y depende de la amigabilidad de los animales
presentes –o más bien de su agresividad, porque a Niqui no le gustan los perros
loquitos, lo que me deja muy tranquila, pero entonces se me pega a los pies y
me mira con cara de hagamos algo–, le pongo la correa y vamos hasta el Havanna
que está en una de las esquinas. Cargo mi jarro térmico, a veces me tiento con
un alfajor que me llevo para la tarde, y volvemos a la plaza, y si tenemos
suerte los perros malos se han ido, y han llegado otros más amigables. A veces
hago lo del café ni bien llegamos, cuando llegamos tan temprano que no hay
nadie.
Cuando Niqui empieza a
echarse en cualquier pasto fresco que encuentra, es hora de irse. Le pongo la
correa de nuevo y nos acercamos a la Feria. Saco número en la pescadería y en
el puesto de quesos y fiambres. Con la bolsa de compras llena, vamos de vuelta
por otro camino. Para ver otras calles, otros árboles.
Llegamos a casa y yo me
acomodo para leer en alguno de mis lugares preferidos. Al sol en la terraza
cuando está fresco, o en el patio, bajo la sombra de la Santa Rita cuando hace
calor –y esos días de frío de muerte me acomodo en la mecedora, con una manta,
y Niqui encima mío. O me siento frente a la computadora y escribo.
En algún momento cocino
algo y vuelvo a lo que estaba haciendo antes, lectura, o escritura. A la tarde
empiezo a acomodar la casa –suelo lavar ropa y limpiar los sábados, así que no
me quedan tareas amacasísticas pendientes, pero seguro que dejé libros dando
vueltas, o ropa tirada. Miro el pronóstico del día siguiente, pienso la ropa
que me pondré el lunes y, ya bien tarde, prendo la tele y miro una película o
serie.
Salvo cuando hablo con
humanos en la plaza, o las palabras intercambiadas con la vendedora de café,
suelen ser días silenciosos.
Hay otros domingos. Son
los domingos de asado en Moldes. Es decir, en lo de mi señor padre.
Esos días me levanto,
un poco más tarde, y salgo con Niqui a caminar, pero no vamos hasta la plaza.
Caminamos por el barrio. Suele ser una caminata larga, para que gaste energías.
A eso de las 12, 12.30,
pido un taxi. Los del radio-taxi saben que voy con mascota. Sólo los llamo
cuando voy con Niqui. La meto adentro de una cartera vieja, ella saca la
cabeza, no muy convencida con el plan de estar atrapada ahí, pero al menos
durante un rato no ofrece resistencia. El ascensor no la estresa. Se sube, ya
liberada, como si se subiera a ascensores siempre. Al llegar al piso séptimo se
sienten el olor del humo, el de la carne cocinándose y se escuchan la música de
mi padre, y las voces de los que ya llegaron.
Papá, Cristina, Agus,
Juan Cruz, Santiago, Chufi, mis hermanos Hilario y Ernesto. Ese es el asado con
toda la familia. A veces somos menos. A veces se suma Adri.
Hilario pone la mesa. Cristina
prepara ensaladas. Ernesto mueve brasas de un lado al otro, sobrevuela una mano
sobre la parrilla, en la otra el tridente. Mi viejo sirve vino. Yo preparo
tragos. Niqui se mueve de un lado al otro, pero siempre cerca de donde yo esté.
Chinchulines. Porque si
no hay chinchulines, Chufi no va. Solemos estar desordenados cuando salen los
chinchulines. Los comemos con la mano, de parados, levantando la tabla de
quesos y guardando la picada en la heladera, preparando las ensaladas calientes
(pimientos, berenjenas y cebollas asadas), llevando a la mesa otra botella de
vino, o de gaseosa. Y después ya todos ordenados, nos sentamos tranquilos,
salvo Ernesto, que se levanta cada tanto para sacar algo de las brasas.
La mesa está al lado de
la parrilla, en un balcón terraza con luz, mucha luz, y una vista maravillosa
de las vías del tren y el barrio de Colegiales. Vemos árboles, casas,
edificios, el atardecer. La mesa es grande y nos acomodamos sin problemas.
Hablamos todos de lo
mismo, o se arman conversaciones de a dos o tres. Preguntamos por las vidas
cotidianas, pedimos o damos recomendaciones de libros, películas y series,
comentamos alguna que otra noticia, a veces se habla de futbol.
Alguien pide helado por
alguna aplicación. Comemos el helado, seguimos conversando.
Nadie ha elaborado
ninguna teoría filosófica (ni siquiera se han discutido seriamente). Nadie ha
creado Frankenstein. No solucionamos ningún problema del mundo –ni siquiera lo
intentamos. Tampoco hemos solucionado, en esos asados, problemas personales, ni
hemos conseguido la respuesta perfecta al “hola” de Tinder –esa respuesta que
me concedería un par de frases más en el intercambio.
A veces está más rico
el vacío, otras veces lo mejor es el asado de tira.
Algunos días pinta más
tomar vino blanco, o champagne. O tomar un gin tonic antes de empezar, y
después seguir con soda.
Si no hay chocolate
amargo, no quiero helado. Pero a veces me tienta el dulce de leche empalagoso,
ese que viene con pedazos de dulce de leche de verdad.
Después nos vamos.
Cristina y sus hijos en auto, Chufi y yo, y Niqui, en taxi, Erne en bicicleta.
Llego a casa con
tuppers con sobras para mí, y una bolsita con huesos y cueros para Niqui.
Salimos a caminar un rato, suele ser un rato corto, y después nos instalamos,
ella y yo, en la mecedora si hace frío, en una silla del patio si hace calor.
Al día siguiente es lunes, pero no lo pienso con agobio.
Nada, absolutamente
nada, es inmortal, ni infinito, ni inolvidable, en esos asados.
Pero hoy me levanté con
eso que los portugueses llaman saudade, una tristeza alegre, leí en algún
folleto en Lisboa, una tristeza alegre que es lo mismo sobre lo que canta el
fado.
Una saudade enorme por
los asados de algunos domingos.
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